domingo

LA TIERRA PURPÚREA (97) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XXIV /  EL MISTERIO DE LA MARIPOSA VERDE (1)

Pasé varios días con los Peralta en su desmantelada estancia, conocida en el país circunvecino simplemente por el nombre de la Estancia o Campos de Peralta. Resultaron tan aburridos aquellos días, y estaba con tanto cuidado respecto a Paquita allá en Montevideo, que estuve, más de una vez, a punto de no esperar el pasaporte que don Florencio había prometido conseguirme, y de aventurarme a hacer el viaje aun sin aquella hoja de higuera. No obstante, prevalecieron los prudentes consejos de Demetria; así que mi partida fue postergándose de día en día. El único placer que experimenté nació de la creencia de que mi visita había interrumpido agradablemente la triste y monótona existencia de mi afable dueña de casa. Su trágica historia me había conmovido profundamente, y a medida que fui conociéndola cada día mejor, empecé a apreciarla y a estimarla por su carácter puro, suave y abnegado. A pesar de la triste soledad en la que había vivido, sin sociedad y sólo en compañía de aquellos viejos y rústicos sirvientes de toscos modales, no mostraba el menor indicio de rusticidad en su trato. Esto, sin embargo, no sería mucho decir respecto a Demetria, pues la generalidad de las damas, tal vez podría decirse la mayoría de las mujeres de origen español, poseen una gracia y dignidad que uno sólo espera encontrar entre las mujeres de la buena sociedad en nuestro país. Cuando nos reuníamos en la sala a la hora de comer o en la cocina para tomar mate, Demetria se mantenía invariablemente callada, siempre con aquella sombra de algún afán oculto que nublaba su rostro; pero cuando estaba sola ella conmigo, o se hallaban presentes sólo el viejo Santos y la Ramona, aquella nube desaparecía, sus ojos brillaban y la rara sonrisa volvía con más frecuencia a sus labios. Y, a veces, cuando estaba conversando, casi se entusiasmaba, escuchando con vivo interés todo lo que le contaba del gran mundo del cual ella apenas sabía, y riéndose, al mismo tiempo, de su propia ignorancia de las cosas sabidas por cualquier niño criado en la ciudad. Cuando tenían lugar estas agradables conversaciones en la cocina, los dos viejos sirvientes se quedaban sentados, contemplando el rostro de su patrona, llenos de admiración. La consideraban, según parecía, como el ser más perfecto jamás criado; y aunque su ingenua adoración tuviera, quizás, su lado cómico, dejó de admirarme luego que vine a conocer mejor a Demetria. Me hacían la impresión de dos fidelísimos perros, que siempre miran atentamente a la cara de un adorado maestro, y manifiestan en sus ojos, alegres o tristes, cuánto simpatizan con todos sus humores. En cuanto al viejo coronel Peralta, no hizo nada que me inquietara; después de aquel primer día, no volvió a hablarme, y apenas se fijaba en mí, salvo para saludarme muy ceremoniosamente cuando nos encontrábamos a la hora de comer. Pasaba el día sentado en su poltrona dentro de la casa, o en el rústico banco bajo los árboles, donde permanecía, sin moverse, horas enteras, apoyado en su bastón, sus ojos preternaturalmente brillantes observando todo, al parecer, con inteligente interés. Pero no hablaba. Esperaba a su hijo, rumiando a solas sus feroces pensamientos. Cual un ave empujada por el viento mar afuera, vagando perdida sobre agitadas olas, su espíritu recorría aquel pasado agreste e intranquilo, aquel medio siglo de feroces pasiones y sangrienta lucha en la que él había desempeñado un ilustre papel. Y, quizás, a veces, su espíritu recorriera más bien lo futuro que lo pasado, aquel glorioso porvenir cuando Calixto -yacente allá lejos en el paso de alguna cuchilla, o en algún pantanoso llano con enredaderas cubriendo su osamenta- volviera victorioso de la guerra.

Mis conversaciones con Demetria no eran frecuentes, y antes de mucho cesaron por completo, porque don Hilario, quien no armonizaba con nosotros, se hallaba siempre presente, cortés, sumiso, alerta, pero no era un hombre con quien podía uno intimar. Mientras más le veía menos me gustaba; y aunque no le tengo ningún odio a las culebras -como ya sabe el lector-, estando convencido de que una antigua tradición nos ha hecho tratar con injusticia a estos interesantes hijos de nuestra madre universal, no puedo pensar en ningún otro epíteto salvo el de culebroso para describir a ese hombre. En cualquier parte de la estancia que me hallara, tenía esa manera de sorprenderme, arrastrándose silenciosamente por entre la maleza, por decirlo así; y de repente apareciéndose; además, había algo en su índole que daba la impresión de una naturaleza fría, sutil y venenosa. Las fugaces mirada que continuamente lanzaba con asombrosa rapidez, me hacían recordar, no el mirar patético e insensible de los ojos sin párpados de la serpiente, sino su pequeña, oscilante y bifurcada lengua, que oscila, desaparece y oscila otra vez, y jamás descansa ni un solo momento. ¿Quién era este hombre y qué hacía allí? ¿Por qué, a pesar de no ser querido de nadie, era él el patrón absoluto de la estancia? Nunca me hizo ninguna pregunta acerca de mí mismo, porque no era su índole hacer preguntas; pero evidentemente tenía algunas desagradables sospechas respecto a mí, que le hacían mirarme como a un posible enemigo. A los pocos días después de mi llegada a la estancia, dejó de salir, y adondequiera que yo fuese, estaba siempre pronto para acompañarme, o cuando me encontraba con Demetria y empezaba a conversar con ella, también estaba allí para tomar parte en nuestra conversación.

Por último, llegó de Lomas de Rocha el pedazo de papel tanto tiempo esperado, y con aquel bendito documento testificando que yo era súbdito de Su Majestad Británica, la Reina Victoria, deseché todo temor y me preparé resueltamente para seguir viaje a Montevideo.

Tan luego como supo don Hilario que yo estaba por abandonar la estancia, cambió su manera para conmigo; al momento se puso sumamente afable, instándome a que prolongase mi visita; también a que le aceptase un caballo de regalo, y diciendo, además, muchas cosas lisonjeras de los ratos agradables que había pasado en mi compañía. Trastrocó por completo el antiguo dicho de dar la bienvenida al huésped que llega, y apresurar la partida del que se va; pero yo sabía muy bien lo deseoso que estaba de nunca volver a verme otra vez.

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