domingo

CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE) 98 - LOS CANTOS DE MALDOROR


CANTO CUARTO

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De este modo sucede que la inclinación de nuestro espíritu a la farsa toma por una miserable salida ingeniosa, lo que no es, la mayoría de las veces, en la intención del autor, sino una verdad importante proclamada solemnemente. ¡Oh, ese filósofo insensato que estalla en carcajadas al ver a un asno comiendo un higo! No invento nada: los antiguos libros relatan, con todos sus detalles, esa voluntaria y vergonzosa renuncia a la humana nobleza. En cuanto a mí, no sé reír. Nunca he podido reír aunque lo he intentado en diversas oportunidades. Aprender a reír es muy difícil. O más bien creo que un sentimiento de repulsión hacia tal monstruosidad constituye una característica fundamental de mi temperamento. Pues bien, fui testigo de algo más grande: ¡vi a un higo comerse a un asno! Y, sin embargo, no me reí; con toda franqueza no se movió ni un músculo de mi boca. La necesidad de llorar se apoderó de mí con tal fuerza, que mis ojos dejaron escapar una lágrima. “Naturaleza, naturaleza”, exclamaba yo sollozando, “el gavilán destroza al gorrión, el higo se come al asno, y la tenia devora al hombre.” Sin decidirme a seguir adelante, me pregunto a mí mismo si ya hablé del modo como se matan las moscas. Sí, ¿no es cierto? ¡No es menos cierto que he hablado de la destrucción de los rinocerontes! Si algunos amigos pretendieran lo contrario, yo no los escucharía, y recordaría que el elogio y la adulación son dos grandes piedras de escándalo. Sin embargo, a fin de tranquilizar mi conciencia en lo posible, no puedo negarme a hacer notar que esa disertación sobre el rinoceronte, me arrastraría más allá de los límites de la paciencia y de la sangre fría, y, por otra parte, desalentaría probablemente (tengamos hasta la audacia de decir indudablemente) a las generaciones actuales. ¡No haber hablado del rinoceronte después de la mosca! Por lo menos, como excusa aceptable, debería haber mencionado sin demora (¡y no lo hice!) esa omisión impremeditada, que no asombrará a aquellos que han estudiado a fondo las contradicciones reales e inexplicables que habitan los lóbulos del cerebro humano. Nada es indigno para una inteligencia grande y simple: el más mínimo fenómeno de la naturaleza, si en él hay misterio, se convertirá para el lúcido, en inagotable materia de reflexión. Si alguien ve a un asno comer un higo o a un higo comer un asno (estas dos circunstancias no se presentan con frecuencia, salvo en poesía), ¡tened por seguro que después de haber reflexionado dos o tres minutos para saber qué conducta asumir, abandonará el sendero de la virtud para echarse a reír como un gallo!

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