domingo

LECCIONES DE VIDA (29) - ELISABETH KÜBLER-ROSS Y DAVID KESSLER


4 / LA LECCIÓN DE LA PÉRDIDA (1)

EKR 

Un estudiante de psicología que estaba terminando la carrera se debatía interiormente debido a la pérdida que supondría la muerte de su abuelo, el cual había contribuido a su educación y estaba gravemente enfermo. Según dijo, parte de su conflicto residía en la decisión de aplazar su último año de estudios para pasar más tiempo con él. Pero también se sentía impelido a terminar la carrera en aquel momento, porque estaba aprendiendo mucho sobre la vida.

-Lo que estoy aprendiendo ahora en la facultad -explicó-, me está ayudando de verdad a crecer como persona.

-Si quieres crecer como persona y aprender, debes darte cuenta de que el universo te ha matriculado en un curso de posgrado de la vida llamado “pérdida” -le respondí.

Al final perdemos todo lo que tenemos; sin embargo, lo que de verdad importa no se pierde nunca. Nuestras casas, coches, empleos y dinero, nuestra juventud e incluso nuestros seres queridos son sólo un préstamo. Como todo lo demás, nuestros seres queridos no nos pertenecen. Pero esta realidad no tiene que entristecernos, sino todo lo contrario, pues nos permite valorar más las múltiples y maravillosas experiencias y cosas de las que disfrutamos durante nuestra vida en este mundo.

Si la vida es una escuela, la pérdida es, en muchos aspectos, la asignatura más importante del programa de estudios. Cuando sufrimos una pérdida, experimentamos también el cariño que nuestros seres queridos (y a veces incluso los desconocidos) sienten por nosotros en nuestros momentos de necesidad. Una pérdida es un vacío en nuestro corazón, pero es un vacío que reclama más amor y que nos permite albergar el de los demás.

Llegamos a este mundo sintiendo la pérdida del útero de nuestra madre, aquel mundo perfecto que nos había creado. Somos arrojados a un lugar en el que no siempre nos alimentamos cuando tenemos hambre y en el que no sabemos si nuestra madre volverá a nuestro lado cuando se aleja; un lugar en el que nos gustan que nos sostengan en brazos, pero donde, de repente, nos dejan sin más. Donde a medida que crecemos perdemos a nuestros amigos, cuando ellos o nosotros nos mudamos, y a nuestros juguetes, cuando se rompen o los extraviamos, y donde también perdemos el campeonato de béisbol. Donde tenemos nuestros primeros amores, pero los perdemos. Y la lista de pérdidas no ha hecho más que empezar. Durante los años siguientes, perdemos profesores, amigos y los sueños de la infancia.

Todas las cosas intangibles, como los sueños, la juventud y la independencia, al final se desvanecen o terminan. Todas nuestras pertenencias son sólo un préstamo. ¿Acaso fueron alguna vez verdaderamente nuestras? Nuestra realidad en esta tierra no es permanente; tampoco lo son nuestras propiedades. Todo es temporal. La permanencia es imposible, y al final aprendemos que no hallaremos la seguridad en el intento de conservarlo todo ni rehuyendo la experiencia de la pérdida.

La verdad es que no nos gusta ver la vida desde esa perspectiva. Nos gusta fingir que siempre gozaremos de la vida y de las cosas que hay en ella. Y no queremos enfrentarnos a la última pérdida que viviremos: la muerte misma. Es curioso ver cómo fingen muchos familiares de enfermos terminales cuando llega el final. No quieren hablar de la pérdida que están sufriendo y mucho menos comentarlo con los seres queridos que van a morir. El personal de los hospitales tampoco quiere explicar nada a los pacientes. ¡Qué iluso por nuestra parte creer que las personas que se acercan al final de su vida no son conscientes de la situación! ¡Y qué absurdo creer que eso los ayuda! Más de un paciente terminal ha mirado a sus familiares y les ha dicho con severidad: “No intentéis ocultarme que me estoy muriendo. ¿Cómo podéis no hablar de este hecho? ¿No os dais cuenta de que todo ser viviente me recuerda que me estoy muriendo?”.

Los moribundos saben lo que van a perder y comprenden su valor. Son los vivos los que, con frecuencia, se engañan a ellos mismos.

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