domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (29) - ESTHER MEYNEL


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Tivimos, en total, trece hijos. Gozábamos de la bendición de Dios y esa bendición me hizo tan fructífera como la parra que trepaba por la pared de la casa de mi marido. ¡Y qué padre de familia era él! A mí me parecía que nunca era tan grande y digno como cuando estaba sentado a la cabecera de la mesa, al frente de sus hijos, con su favorito Friedemann al lado, mientras yo me sentaba al otro extremo de la mesa con el menor de nuestros hijos en mi regazo, y le ayudaba a que acabase de echar los dientes haciéndole morder una corteza de pan.

Cierta severidad que con frecuencia extendíase sombría a su alrededor, desaparecía en absoluto cuando estábamos todos en casa; entonces se mostraba alegre y afectuoso, prestaba atención a todo lo que contaban los chicos, y ni la charla más insignificante del más pequeño le era indiferente. Todos le mostraban atención y respeto, como es deber en los hijos para con sus padres; pero la parte de temor  infantil que había en su amor, era mucho menor de lo que suele ser en la mayoría de los niños. Puedo afirmar que jamás levantó la mano contra uno de sus hijos. En cambio, yo recordaba que mi bondadoso padre, siendo yo pequeña, me había pegado varias veces. Nuestros conocidos solían decir que estropeábamos a nuestros hijos con tanta indulgencia, y yo misma me he preguntado muchas veces si los defectos de Friedemann se deben atribuir a aquella falta de castigo; porque era un niño mucho más difícil de dirigir que los demás. Para los otros, bastaba que la voz de su padre se hiciese un poco más profunda o que frunciese ligeramente el ceño para restablecer el orden y la obediencia.

Una vez que Friedemann había mentido a su padre, Sebastián se quedó muy deprimido y, durante todo un día, no habló ni miró a Friedemann, que también andaba por la casa con cara de sufrimiento. Estábamos como rodeados por una nube sombría, y yo no podía respirar libremente al ver a Sebastián desgraciado. Cuando ya terminaba el día, encontré al muchacho echado de bruces en su cama y llorando amargamente.

-Friedemann -le dije, pensando, a pesar mío, en la parábola del hijo pródigo- ¿por qué no vas a pedirle perdón a tu padre?

-¡Ay. madrecita! -me respondió el muchacho, llamándome así por primera vez-. ¡Tengo miedo!

-Ven conmigo -dije yo, contenta-, iremos juntos.

Se levantó de la cama, y con la cara bañada en lágrimas, bajó conmigo al cuarto en que estaba Sebastián.

-Venimos a decirte que sentimos mucho… -empecé a decir; pero Friedemann ya estaba hincado ante su padre y escondía la cara en sus rodillas. Los tres lloramos un poco. Luego, Sebastián y yo nos miramos sonrientes a través de las lágrimas, y él levantó  a su hijo y lo besó para borrar todo el enfado. Pero, desgraciadamente, esa no fue la última vez que Friedemann hizo padecer a su padre. El muchacho estaba algunas veces muy sombrío y excitable y tenía una tendencia a la dilapidación, completamente opuesta al carácter de su padre, que manejaba el dinero con prudencia. Pero era un hombre muy fuerte y brillante, de rápida comprensión y gran inteligencia. Su hermano Carlos Felipe Manuel, de cara redonda y ojos castaños, tenía un carácter completamente distinto. Era tenaz, de una aplicación férrea y casi tan buen músico como Friedemann, pero de carácter más sólido. Mas el corazón de Sebastián prefería, inconscientemente, a su primogénito, como pude notar muy pronto, a pesar de que era siempre justo y no se podía decir que tomase partido por ninguno en el trato con sus hijos.

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