domingo

LA CONVERSACIÓN CONSIGO MISMO DEL MARQUÉS CARACCIOLI (17)


(Fragmentos del capítulo VIII de Artigas católico, segunda edición ampliada con prólogo de Arturo Ardao, Universidad Católica, 2004)

por Pedro Gaudiano


APÉNDICE 9

La conversación consigo mismo, por el marqués Caraccioli *

“Cuando soñáis”, dice S. Agustín (14), “os representáis alguna vez vuestro cuerpo; pero es vuestra alma. El cuerpo yace, la alma se pasea; la lengua calla, y ella habla; los ojos están cerrados y el alma ve.

¡Cuántas personas han debido a sus sueños la reforma de su corazón, y entendieron entonces el verdadero idioma de la razón!” (pp. 107-108)

“Sucede con mi alma, decía en otro tiempo San Agustín, lo que con un tesoro descuidado y muy poco conocido, de donde salen todos los grados de la luz, todas las armonías, todos los perfumes, todos los colores y todos los gustos. El alma es depositaria de estas riquezas hasta el instante en que es preciso servirse de ellas: entonces las derrama con profusión, las explaya con magnificencia, y descubrimos un universo útil y agradable” (p. 111).

“Yo no sé”, dice San Agustín, “cómo es que alguna vez estoy distraído, y aun privado de mí mismo; ¿y cómo es que poco después me hallo como restituido a mí mismo? Yo me hallo como otro hombre, y trasladado a otra parte, cuando busco por ejemplo, lo que había fiado a mi memoria, y no lo hallo. Entonces no podemos llegar hasta nosotros, somos como unos extranjeros muy distantes de otros, y no llegamos sino cuando hallamos lo que buscamos: ¿pero dónde está lo que buscamos, si no está dentro de nosotros? ¿Y qué es lo que buscamos, sino es a nosotros mismos? Esto no tiene otra respuesta que avergonzarnos de nuestra ignorancia (p. 116-117).

“Por estrechos y sagrados que sean los vínculos de la carne y de la sangre, esto es, el parentesco, nunca serán tan fuertes como los del alma con el cuerpo. Unida desde el vientre de nuestras madres a esta masa organizada, vive con ella con más perfecta intimidad. Hay tan relación entre el uno y la otra, que muchos filósofos han confundido estas dos sustancias. Así es, y no obstante el intervalo que se nota entre la materia y el espíritu han creído que podían identificarla.

¿No sería una gran desdicha para los hombres si debiendo vivir siempre por medio de la alma, la consideraran al mismo tiempo como irreconciliable enemiga? ¿No tenemos bastantes  combates por la parte de afuera sin fomentar una guerra intestina? No sólo es necesario conservar la paz interior que no puede darnos el mundo, sino que debemos amar al alma con un amor de predilección. Sería cosa bien extraña aborrecer aquel mismo ser a quien debemos la facultad de amar. Sobre el amor de nosotros mismos está fundado este admirable principio: no hagas a otro lo que no quieres se haga contigo; en este amor estriba el deseo que todos tenemos de ser dichosos; y en fin, con relación a este amor, nos entregamos a los estudios y trabajos.”

“Yo me burlo interiormente de un falso docto de su hipocresía, delante de un ambicioso de su extravagancia, y delante de un rico de su vanidad. Mis sentidos humillados tributan respetos a su clase o empleo, y mi alma se desagravia en mi interior de esta especie de obsequio que me es preciso tributar exteriormente. Ella se gloría no tener tantas riquezas y honores, y de pensar con más solidez” (p. 122).

“¡Qué gran fortuna sería si los hombres supieran apreciar el tener dentro de sí mismo un amigo tan vigilante! El alma es este oculto tesoro, mucho más precioso que todos los del mundo. Es preciso cerrar los ojos de la vanidad, y no abrir sino los de la verdad, para conocer el inestimable valor de esta alma incomparable. Ella es la que nos desvía de esos placeres, enemigos del reposo y de la prudencia; la que nos hace ver el vicio en toda su fealdad; la que sujeta a un mancebo voltario bajo el yugo del estudio y de las leyes, y la que hace que una pluma y unos libros sean para él más agradables que todas las compañías” (p. 123.

Notas

(14) Aquí el autor transcribe la versión latina de lo escrito por San Agustín, citando “Ep. Ad Egnad”, es decir, “Epístola a Egnadio”.

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