domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (27) - ESTHER MEYNEL


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Pero me he apartado mucho de lo que pensaba decir, o sea cómo enseñaba Sebastián. Procedía con arreglo a un método propio, cuidadosamente estudiado o meditado. Ningún esfuerzo le parecía excesivo para “la juventud que desea aprender”. Cuando sentaba al clave a un principiante, por ejemplo: a uno de sus hijos, obraba de la siguiente manera: Primero le instruía sobre la colocación de la mano y el movimiento digital. Él fue quien primero empleó lo que llamaba el método natural de cruzar el pulgar bajo los demás dedos. Hasta entonces, los pocos que empleaban el dedo pulgar los cruzaban por encima de los otros, lo que daba una impresión de torpeza. También fue Sebastián el primero que empleó “todos” los dedos para ejecutar trinos y adornos. No permitía que pasasen a tocar nada sin estar fuertes en esos ejercicios, pero también para esos alumnos escribió gran cantidad de pequeños ejercicios que, a pesar de que su objeto sólo era que adquiriesen ligereza en los dedos, alegraban sus espíritus, haciendo más agradable el trabajo con sus lindas melodías. Yo he presenciado cómo se apartaba del clavicordio en el que un alumno luchaba con ciertas dificultades, se dirigía a la mesa, cogía un papel y con mano ligera, aunque no tanto que pudiera seguir la velocidad de las ideas, escribía una pequeña “invención” que contenía la dificultad con que luchaba el alumno, en la forma más clara y agradable para resolverla; de modo que el alumno, por amor a él y a su música, cobraba ánimos para seguir con el ejercicio. Con frecuencia les decía a sus alumnos: -“¡Tenéis todos cinco dedos sanos en cada mano, lo mismo que yo, y si os ejercitáis, aprenderéis a tocar como yo! ¡Lo único que hace falta es aplicación!

Para su hijo mayor, Friedemann, que fue su hijo y su alumno favorito, escribió, cuando el pequeño tenía diez años -uno antes de nuestra boda- una piececita para clave. Luego de aprenderla Friedemann y de ser utilizada después por otros niños, la guardé yo para que no se perdiese, pues Sebastián no daba ningún valor a esas composiciones sencillas. Cuando desaparecía una de esas composiciones o la perdía algún alumno, solía decir con mucha calma: “-Bueno, escribiré otra”-. Su espíritu era tan fructífero como el viejo cerezo que había en el jardín de mi anciana tía, en Hamburgo.

En el libro para clavicordio de Friedemann, en la primera página escribió una explicación sobre las claves y los principales signos y ornamentos musicales. Luego, venía una composición en la que había cuidado hasta los menores detalles al movimiento de los dedos sobre el teclado, y se llamaba “Applicatio”, al principio de la cual había escrito las palabras: “In nomine Jes”. Bajo esta advocación escribió toda su música, lo mismo la grande que la pequeña. Todavía recuerdo con placer su contento un día en que, al entrar en el cuarto, nos sorprendió tocando una giga compuesta por él y, mientras nuestros dos hijos más pequeños bailaban alegremente, yo le grité: -“¡Creo que hasta al Niño Jesús le hubiera gustado bailar al son de esta melodía!”-. Se acercó  a mí y me besó en la nuca. -¡Qué lindo pensamiento has tenido, corazoncito mío -me dijo sonriente, y me satisfizo el que mi idea le hubiese gustado. Sí, yo tenía la creencia de que mi marido era capaz de componer música lo suficientemente dulce para el Niño celestial, y su canción de cuna del Oratorio de Navidad, la hubiera cantado, seguramente, la Bienaventurada Madre a su Hijito divino. También su música era lo suficientemente grandiosa para el Salvador en el Calvario, como lo prueba el “Crucifixus” de su gran Misa. Al final de sus primeras partituras escribió siempre Sebastián: “Soli Deo Gloria” “Sólo por la Gloria de Dios”.

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