domingo

ENCUENTRO CON LA SOMBRA (El poder del lado oscuro de la naturaleza humana) - 147


OCTAVA PARTE

LA CONSTRUCCIÓN DEL ENEMIGO: ELLOS Y NOSOTROS EN LA VIDA POLÍTICA

34: ¿QUIÉNES SON LOS CRIMINALES? (2)

Jerry Fyerkenstad

Lo sagrado en lo profano

Jung creía que Dios, el Dios viviente, sólo puede ser encontrado donde menos queremos mirar, en el lugar en el que más nos resistimos a buscar. Ese Dios se halla oculto en nuestra oscuridad y nuestra sombra, entrelazado con nuestras heridas y complejos, inserto en nuestras patologías. Por otra parte, el Dios de la Creencia, el Dios que no tiene nada que ver con la creación y la vida cotidiana, el Dios ajeno a nuestras imperfecciones mundanas, sólo nos proporciona una excusa para permanecer alejados de las facetas más intrincadas de la existencia humana.

La alquimia es un proceso que nos permite extraer el Dios viviente de los aspectos más corruptos de la existencia. Pero ese proceso no pude comenzar hasta que no reconozcamos nuestra corrupción; una corrupción que se halla presente de manera explícita o implícita. Basta con limitarnos a reconocerla, admitir su existencia en nuestras acciones, en nuestras fantasías, en nuestros anhelos más secretos y momentos más ocultos.

En realidad, de lo que estamos hablando es de la diferencia entre el alma y el espíritu. El camino del espíritu es estrecho y ascendente pero el camino del alma, por el contrario, discurre de manera sinuosa, perturbadora y descendente. El camino del alma es también el camino de iniciación a nuestra propia humanidad. Nuestro objetivo, por tanto, no es el de llegar a ser “buenos”, ingenuos e inocentes sino llegar a ser auténticos y reconocer nuestra oscuridad mediante la vía negativa. Iniciarnos significa llegar a conocer de qué somos capaces, cuáles son nuestros límites, nuestros odios y nuestros deseos. Pero este suele ser un conocimiento muy doloroso de adquirir. Sólo podemos ser realmente responsables de nuestras acciones y tomar decisiones inteligentes cuando seamos conscientes de esos factores.

Recordemos el cuento del Príncipe y el Dragón. Un matrimonio anciano que desea tener un hijo consulta a una comadrona que les aconseja que antes de dormir arrojen bajo la cama el agua con el que han lavado los platos. A la mañana siguiente descubren bajo la cama una flor con dos capullos, uno blanco y otro negro, y los recogen a ambos.

Al cabo de unos meses la comadrona vuelve a ser llamada para asistir al parto. Lo primero que aparece es una lagartija viscosa que la comadrona, con el beneplácito semiconsciente de la madre, arroja por la ventana. Unos instantes después nace un hijo robusto y hermoso al que todos aman. Tanta admiración despierta que llega a prometerse en matrimonio con la hija del rey.

Mientras tanto, el Dragón también va creciendo en secreto añorando a su hermano y a su familia, a quienes roba para poder seguir vivo y mantenerse caliente. De este modo, el Dragón termina desarrollando un carácter agrio, malhumorado y rencoroso.

Cuando, el día de la boda el príncipe sal del castillo, su carruaje debe detenerse súbitamente porque un gigantesco Dragón le corta el paso revelándole que es su hermano perdido hace tiempo y le pide que le encuentre una novia o, en caso contrario, jamás volverá a ver a su prometida. Entonces, comienza el difícil proceso -que durará varios años- de encontrar una mujer que esté dispuesta a pasar toda una noche con el Dragón en una habitación.

El punto crítico del relato reside en la escena en la que el Dragón sale de la oscuridad, declara su procedencia y reclama una muchacha que sea capaz de “amarle” tal como es. Hasta ese momento el Dragón se ha visto condenado a vivir como un criminal  y un descastado. Ahora no quiere renunciar a ser como es. Ahora es una materia prima que quiere entrar en una habitación especial -el Vaso Hermético- y llevar a cabo un proceso alquímico que culmine en la forja de su alma. Sólo reconociéndose a sí mismo y reclamando lo que necesita podrá ser amado y disponer de un lugar en el mundo. Pero esto precisamente -mostrarnos a plena luz del día y reconocer los “sentimientos extraños” y los “deseos insanos” que nos abruman- es lo que tanto los delincuentes como los buscadores de chivos expiatorios nos negamos a hacer. En la medida en que “nos neguemos a experimentar esto” seguiremos enclaustrados, escondidos y seremos -como decía Goethe- “simples visitantes perturbados por la oscuridad de la tierra”.

Tenemos miedo a ser capturados, a quemarnos (con el aceite), a nuestro Dragón oculto y a tomar conciencia de nuestras necesidades más desagradables. Es por ello que la mayoría de nosotros pretendemos ser absolutamente buenos. Sin embargo, ser bueno no es suficiente.

Casi todos creemos en la transformación, la muerte y el renacimiento -auspiciado por Hermes / Mercurio- pero no estamos dispuestos a afrontar la muerte. Queremos cambiar sin ser cambiados, queremos tener una “nueva imagen” pero no estamos dispuestos a sufrir las incomodidades, las molestias y el desequilibrio que necesariamente acompañan a todo cambio integral.

La psicología evolutiva, en especial la descrita por Robert Kegan, especifica las distintas fases que debemos atravesar para poder llegar a madurar como seres humanos. Sin embargo, la mayor parte de nosotros nos quedamos atascados en los estadios iniciales del proceso porque nunca se nos ha enseñado a hacer los sacrificios necesarios para afrontar las sucesivas muertes y renacimientos que constituyen el proceso evolutivo (una representación psicológica del proceso alquímico). Es por ello que tenemos dificultades para asimilar las lecciones que tiene que ofrecernos cada estadio (o, dicho en otras palabras, cada una de las operaciones del proceso alquímico).

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