domingo

LA TIERRA PURPÚREA (88) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XXI /  MUGRE Y LIBERTAD (4)

Había anunciado mi intención de seguir viaje muy de madrugada al día siguiente; y cuando desperté, encontrándolo ya claro, me vestí de prisa, y saliendo afuera, hallé mi caballo ya ensillado al lado de la tranquera junto con otros tres. En la cocina encontré A don Juan, su mujer y a los dos niños mayores desayunándose con mate. Don Juan me dijo que hacía una hora que estaba en pie, y que sólo había esperado para desearme un muy feliz viaje, antes de salir a repuntar el ganado. Se despidió en seguida y se fue con sus dos hijos, dejándome a mí ante unos huevos pasados por agua y una taza de café -desayuno bastante inglés.

Una vez terminado el desayuno, me levanté de la mesa y le di las gracias a la buena señora por su hospitalidad.

-Espérese un momentito -dijo, cuando iba a darme la mano, y sacando una bolsita de seda de entre los pliegues de la blusa, me la ofreció-. Mi marido me ha dado permiso para que le haga este regalito de despedida. Es una nada, pero mientras esté en peligro y lejos de sus amigos, tal vez pudiera serle útil.

No quise aceptar dinero de ella después de todo el cariño que me habían prodigado, así que me quedé con el portamonedas en la mano abierta, donde ella lo había puesto.

-¿Y si no pudiera aceptar…? -empecé. 

-Entonces usté me heriría profundamente -replicó-. ¿Podría usté hacer eso después de sus amables palabras de ayer?

No pude resistir, pero después de guardar el portamonedas, tomé y besé su mano.

-¡Adiós, Candelaria! Usted ha hecho que yo ame a su país, y que me arrepienta de cada palabra dura que jamás he dicho en su contra.

Su mano permaneció en la mía; me miró sonriente, como si todavía no me hubiese dicho la última palabra. Entonces, viéndola tan bonita y amorosa, y recordando las palabras de su marido el día anterior, me incliné y besé sus mejillas y sus labios.

-¡Adiós, amigo, y que Dios lo guarde! -murmuró. 

Creo que asomaban lágrimas a sus ojos cuando la dejé, pero no pude ver muy claramente, pues los míos también se habían empañado. 

¡Y sólo el día anterior me había divertido ver a esta mujer atendiendo a sus quehaceres, toda grasienta y acalorada, y la había apodado la Juno de la paila de grasa! Ahora, después de haberla conocido unas dieciocho horas, acaba de besarla; había besado a una mujer casada, madre de seis hijos, diciéndole “adiós” con voz temblorosa y los ojos húmedos. Jamás olvidaré aquellos ojos, llenos de dulce y puro afecto y tierna simpatía, fijos en los míos; pensaré en Candelaria mientras viva, amándola como a una hermana. ¿Podría cualquier mujer en mi país ultracivilizado y excesivamente correcto inspirar en mí semejante sentimiento en tan corto tiempo? Creo que no. ¡Oh!, civilización, con tus millares de reglas convencionales, tu gazmoñería que corroe alma y cuerpo, tu inútil educación de la infancia, tu asistencia a la iglesia en ropa dominguera, tu ansia antinatural por la limpieza y afiebradas luchas por comodidades que no traen consuelo al corazón, ¿acaso no eres todo un error? Candelaria y aquel genial Juan Cariickfergus que huyó lejos de ti, me impelen a creerlo. ¡Ah, sí!

Todos buscamos erradamente la felicidad. La tuvimos en un tiempo y fue nuestra, pero la despreciamos, pues sólo era la antigua y común felicidad que la Naturaleza brinda a todos sus hijos, y nos alejamos de ella y nos fuimos en busca de una felicidad más grandiosa que algún soñador Bacon u otro nos aseguró que hallaríamos. Era sólo necesario conquistar la Naturaleza, descubrir sus secretos, hacerla nuestra sumisa esclava, y entonces la tierra sería todo un Edén, cada hombre un Adán y cada mujer una Eva. Continuamos marchando adelante valerosamente conquistando la Naturaleza; pero, ¡ay!, ¡q     ué tristes y cansados nos estamos poniendo! El antiguo gusto por la vida y la tranquilidad de ánimo han desaparecido, aun cuando, a veces, nos detenemos un momento en nuestra larga y penosa marcha para observar el afán con que algún artesano de rostro macilento busca el movimiento perpetuo, y soltamos, a costa suya, una seca e irónica carcajada.

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