domingo

HUGO ROCCA - JÚPITER


Entra todos los días a mi jardín y agacha sus cuartos traseros con total impunidad. Cuándo abro la puerta para darle una buena patada en el culo, se escabulle como un rayo. No tengo ninguna relación con los dueños del perro. El tipo es un jubilado de la fuerza aérea; a la mujer nunca le vi la cara. Y por lo que escuché en la carnicería, tiene mal de Parkinson.

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Por simple curiosidad, leo el prospecto del producto que me  recomendó el capataz de la fábrica. Saco tres cápsulas del frasco, las froto una por una sobre el lado más fino del rallador. El polvillo cae encima de la carne picada.

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Dejo abierta la puerta de mi casa. Prendo la televisión. Miro para afuera y lo veo, cruzando la calle. Me levanto del sillón, camino hasta la puerta. El perro se detiene. Levanta su pata derecha trasera para bendecir el cordón de la vereda. Luego enfila derechito a mi jardín, pero se detiene, cómo dudando si seguir adelante. Le tiro un bolo de carne picada, que cae a medio metro de su hocico. Retrocede instintivamente, posiblemente imaginando una posible agresión. Pero la curiosidad y los engranajes de su olfato lo acercan hasta la pelotita de carne. La huele tres segundos. Abre la boca y en dos mordiscos la hace desaparecer. Luego se queda quieto, mirándome, como un batracio embalsamado. Le tiro otro bolo de carne, esta vez un poco más cerca de la puerta. Avanza, haciéndose el distraído, y engulle el segundo bocado en un abrir y cerrar de párpados.

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Entro a mí casa, con maquinada naturalidad. El perro camina, hasta llegar a medio metro de la puerta. Dejo caer otro bolo de carne al costado de la heladera. El perro duda cinco segundos, como buscando mi consentimiento; finalmente entra. Doy la vuelta alrededor del sillón para ir hasta la puerta, miro hacia la calle, cierro la puerta con llave. Al perro parece no importarle demasiado quedar encerrado dentro de mi casa; sus mandíbulas están demasiado ocupadas. Me siento en el sillón y observo cómo barre el monolítico con la lengua. Da algunas vueltas por la cocina; luego se acerca e intenta lamerme la mano. Finalmente se echa, al costado de la heladera.

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“Hay que esperar quince o veinte minutos” me había dicho Valdivia, el capataz de producción. Miro el reloj. Los goles del fútbol internacional me sumergen de lleno en la pantalla. Suárez sigue mandándola a guardar. Es increíble su racha goleadora. A mí no me cae nada bien. Será porque soy hincha de Peñarol. Pero debo reconocer que es un jugador de primer nivel.

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El ruido gutural que escapa de la garganta del perro aparta mis ojos de la pantalla. Su cuerpo está siendo sacudido por rítmicas y continuas convulsiones, mientras abre la boca como intentando expulsar alguna cosa. Subo el volumen del televisor, preocupado por los estertores amplificados del animal. En menos de un minuto se le petrifica el movimiento. Abre la boca, en cámara lenta. Hace algo parecido a una interminable arcada y deja salir una masa de espuma verdosa. Doy vuelta la cara, repugnado por la visión. Su cuerpo da unas quince o veinte convulsiones espasmódicas, hasta que se queda quieto, con la boca y los ojos muy abiertos. Bajo el volumen del televisor.

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Me pongo los guantes de goma. Tomo la bolsa de arpillera y avanzo hasta el cuerpo que yace inerte, alrededor de un charco verdoso y sanguinolento. Aguanto la respiración y  agarro al perro por las patas delanteras. Parece una escultura. Una imagen de película de suspenso clase B me cruza en un segundo por la cabeza al tomar al perro de los tobillos delanteros, imaginando un ciclón de dientes asesinos cayendo en picada sobre mí yugular. Arrojo rápidamente el cuerpo del animal al fondo de la bolsa de arpillera, Luego la ato con un pedazo de alambre. Apoyo la bolsa al costado de la puerta de entrada. Voy al baño, agarro el trapo de pisos y el lampazo.

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Abro la puerta, miro para la casa de enfrente; ningún movimiento. Tampoco en el resto de la cuadra. Entro al garaje, silbando bajito. Saco el llavero del bolsillo del pantalón. Levanto el baúl del auto. Miro para todos lados; entro a la casa y agarro la bolsa de arpillera. La coloco en el baúl y cierro, despacio. Es una noche agradable, a pesar de los mosquitos. Doblo por Ambrosio Velasco, rumbo a Carrasco. A esta hora es un placer manejar. Por la ventana entra una brisa fresca que me acaricia la cara. Al llegar a Grito de Gloria giro hacia la rambla. Veo  un contenedor de basura que me parece adecuado. Detengo el auto y abro el baúl.

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Unos metros antes de llegar a mi casa alcanzo a ver a Ruiz, parado en la vereda de su casa.

“Júpiter. Júpiter”, grita poniéndose las manos al costado de los labios. Junto a él está el viejo Ledesma, quién al verme le susurra algo al dueño del perro. Respiro hondo. Los saludo con un movimiento de la mano. Abro la puerta del garaje, guardo el auto, entro a mi casa. Voy a la heladera. Le doy un largo trago a la botella de pomelo. El olor a agua jane es insoportable. Voy al baño, me lavo la cara. Suena el timbre.

“¿Quién es?” pregunto.

“Ruiz” dice una voz del otro lado.

Una lombriz de hielo me sube por la columna vertebral. Abro la puerta.

“Disculpe que lo moleste” me dice, con gesto adusto. “Ando buscando a mi perro. Quería saber si usted, por casualidad, lo vio”.

Por encima de sus hombros veo a Ledesma, parado junto al muro de mi casa.

“La verdad… que no” respondo intentando darle a mi voz una mezcla de sorpresa y naturalidad. Él me clava los ojos durante interminables segundos. Trago saliva. Por su mirada corva me da la impresión que presiente alguna cosa. Aunque posiblemente sea mi estado de culpa que me hace ver elefantes en la niebla.

“Es muy raro… muy raro” deletrea, apoyando su mano en el marco de la puerta. “Es un perro de costumbres automatizadas. De casa a la calle y de la calle a casa”.

Me rasco el mentón. Ledesma tiene los brazos cruzados contra el pecho.

“Bueno… si lo veo por ahí le aviso” digo dando por terminada la entrevista.

Me mira cinco segundos, da media vuelta y se va. Cierro la puerta. Me paso la mano por la frente: estoy sudando.

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Ya pasaron treinta días de la misteriosa desaparición -por causas que a la fecha se desconocen- del perro de mi vecino. El frente de mi casa ha mejorado notoriamente su aspecto, gracias a los servicios de un jardinero que se ocupa de la sobredosis de pasto y otras hierbas. El jardinero también esparció tierra negra en algunos lugares específicos, diciéndome que en su próxima visita iba a plantar flores de pajarito. Algo que me pareció adecuado, tomando en cuenta la buena voluntad del hombre y el precio (sumamente accesible) de su dedicada labor.

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Estoy en el “Don Mateo”, sentado frente al televisor, comiendo una figazza con mozarella y tomando un vaso de vino clarete. Defensor esta debutando en la Copa Libertadores. Ruiz cruza por la puerta principal.

“Buenas noches” dice.

Contando al que corta la pizza y al cajero somos nueve personas en el bar. Ruiz se para en el mostrador. Yo sigo con los ojos clavados en la pantalla plana, mientras me quito un hilo de mozarella del bigote.

“Un clarete grande” pide con voz de militar en servicio.

Defensor merece ponerse en ventaja. Ruiz se acerca hasta mi mesa, con el vaso en la mano.

“Permiso” dice y se sienta en la silla de al lado.

“Suyo” respondo, y me paso una servilleta por la boca.

El Nico Olivera erra un pase cantado.

“Difícil para Defensor” dice sin mirarme.

“Es bravo” respondo, por inercia.

Ruiz se lleva el vaso a la boca.

“Pero los partidos hay que jugarlos” agrega.

Vuelve a tomar otro trago de clarete.

“Tendría que verla a mi mujer” dice adelgazando la voz, sin quitar los ojos del televisor. “Sentada en el sillón, mirando todo el día la puerta, cómo negándose a aceptar que el Júpiter ya no va a volver”.

Hace una pausa y toma otro trago.

“Porque usted y yo sabemos que no va a volver” dice girando la cara para mirarme. Yo sigo masticando, con la vista fija en la pantalla.

“No era malo el perrito, ¿sabe?” continúa, como midiendo cada una de sus palabras. “Yo sé que algunas veces hacia algunas ‘cositas’ que molestaban a algún vecino”. Con la uñas de la mano derecha golpea rítmicamente la mesa. “Hacía doce años que el Júpiter vivía con nosotros” prosigue, evocativo. “Para mi mujer era como un hijo. Más todavía después de que el Fabián se nos fue para España. Y el Júpiter siempre al lado de ella”.

El cachila Arias salva una pelota en la línea.

“Se podrá imaginar que a mí ya no me sorprende nada a esta altura de la vida” continúa, mientras sus dedos hacen girar el vaso de clarete. “Pero para la pobre Sarita, que hace tres años que no pisa la calle por esa mal-di-ta en-fer-me-dad…” se detiene, con la voz humedecida.

Bebe el resto del vino de un trago continuado.

“Sólo espero que la justicia de Dios se haga presente” sentencia, mirándome fijo. “Y que al hijo de puta madre parido por el culo le pase lo mismo que le pasó a mi perro”.

Se para, bruscamente, y camina hacia la caja. El tiro de Alonso pega en el travesaño. La verdad, merecía ser gol.

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