domingo

LA CONVERSACIÓN CONSIGO MISMO DEL MARQUÉS CARACCIOLI (14)


(Fragmentos del capítulo VIII de Artigas católico, segunda edición ampliada con prólogo de Arturo Ardao, Universidad Católica, 2004)

por Pedro Gaudiano

APÉNDICE 9

La conversación consigo mismo, por el marqués Caraccioli * 

ANTOLOGÍA DE TEXTOS 

“La elevación que saca su origen de las distinciones del mundo es soberbia, y la que nace de nuestra intimidad con Dios es verdadera dignidad. Sólo aquel que se conoce conversa bien consigo mismo, y ninguno se conoce sino aquel que se mira en el Ser supremo que nos ha criado. ¡Qué idioma tan extraño para los hombres carnales, para esos que no estiman otra gloria que la de abandonarse a las vanidades de la tierra!” (p. VIII).

“…la sustancia puramente intelectual, esto es nuestra alma, que no es otra cosa que el aliento del mismo Dios…” (p. 3).

“El Criador no formó los espíritus sino con el designio de conocerle y amarle, quiere que se asocien con él, que le hablen, que le pregunten, y si alguna vez no responde, es en castigo de haberse adherido demasiado a las criaturas” (p. 12).

“Es superior sin duda alguna la conversación con nosotros mismos, a cualquier otra conversación, y su preeminencia determinó a tantos hombres venerables a desterrarse de la común sociedad, y a no conocer otra que la que formaban en su interior” (p. 14-15).

“¡Eh! ¿por qué hemos de vivir siempre de prestado, teniendo cada uno de nosotros dentro de sí mismo un depósito inagotable de exquisitas riquezas? Esto es confesarnos pobres y necesitados, y publicar nuestro disgusto, y derramándonos por todas partes damos a entender que no pensamos sino en los otros” (p. 18).

“¡Qué utilidad y adelantamiento, no sacan los mortales del fondo de su esencia, cuando saben habitan consigo mismos! Purifican su alma como el oro en el crisol, la separan de la materia que la rodea y ya no ven sino lo que es ella misma: su libertad, su espiritualidad, su inmortalidad, se dejan ver perfectamente a nuestros ojos…” (p. 35).

“Sin duda que la lectura es necesaria, es preciso conversar con los muertos para librarse de la malignidad de los vivos; pero los hombres más necesitan ojearse a sí mismos que ojear los libros. Bien se puede, dice Fontanelle, saber los pensamientos de todos los filósofos, y no pensar en sí mismo. Un hombre, según refiere Locke, no es hábil porque haya leído mucho, sino porque ha meditado lo que ha leído. Frecuentemente sucede que uno se pierde a sí mismo de vista, y no se halla por más que se busca, confundido en medio de tantos sentimientos diversos que hay derramados en los libros” (pp. 36-37).

“Si hasta Descartes, el mayor número de los filósofos no sabía sino dudar errante, es porque los filósofos sus antecesores argumentaron mucho y meditaron poco: ellos creyeron que a fuerza de pelear con sus antagonistas o adversarios, llegarían al conocimiento de los cuerpos: empresa verdaderamente imposible no consultando antes los espíritus, y aprendiendo en su escuela la esencia y propiedades de los entes materiales. Fue sin duda un fenómeno para el universo el ver que Descartes trastornaba toda la filosofía antigua, y daba un solemne mentís a todos los que le precedieron. Sólo meditaciones profundas pudieron conseguir tal maravilla: cualquiera otro hubiera sido absolutamente infructuoso, y veríamos todavía Aristóteles, no obstante sus sofismas y oscuridades, ser el ídolo de las universidades, y el oráculo de los doctores” (pp. 47-48).

“Una de las mayores utilidades de la conversación consigo mismo es librarnos de tantas inconsecuencias, que forman el tejido de nuestra vida, y que nos hacen verdaderamente ridículos. ¡Oh cuántas contradicciones hay en nuestra costumbres y en nuestra fe! Adoramos por ejemplo un Dios que se humilló hasta querer nacer en un pesebre, y vivir pobre hasta no tener lugar alguno donde recostar la cabeza, y nosotros queremos habitar en palacios, poseer tesoros y gozar de todos los gustos. Nosotros vamos en pomposos equipajes magníficamente galoneados a postrarnos delante de algún Santo, que pasó toda la vida bien lejos de los espectáculos y asambleas mundanas, que sólo vistió una miserable túnica, y que en fin vivió de tal modo en este mundo, que nos habríamos avergonzado de su compañía y le habríamos despreciado como un original ridículo o como una persona de lo más ínfimo del pueblo. ¡Qué contradicción! (pp. 57-58).

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