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CRÓNICAS DE LA PATRIA VIEJA - RICARDO AROCENA


LAS VICISITUDES DE ÁNGEL AUGUSTO MONASTERIO

En tanto espera que los soldados reaparezcan para llevarlo a tierra, Ángel Augusto Monasterio medita que deberá ser muy cuidadoso en sus manifestaciones. Seguramente será interrogado y por lo tanto deberá evitar contradecirse con respecto a sus propias afirmaciones o a las del resto de los arrestados. Acaba de ser detenido a bordo de un bote junto con otros militares en la Bahía de Montevideo, bajo la acusación de intentar desertar a Buenos Aires y ha sido encerrado, incomunicado, en uno de los compartimientos de una Fragata Americana atracada en el puerto. Está cansado, pronto amanecerá el 9 de marzo. Mientras seca su rostro y su incipiente calvicie, cavila que acaba de cumplir treinta y tres años y que pese a que la vida no le ha sido fácil, no ha podido, y quizás tampoco ha querido, abandonar ciertas propensiones aventureras que lo han apartado de sus aficiones más mundanas. 

No sabía qué podría ocurrir en más, pero fuera lo que fuera nada lo haría olvidar los momentos estelares de su infancia, transcurridos en su pueblo natal de Santo Domingo de la Calzada, en La Rioja española. Ningún acontecimiento, por traumático que fuera, borraría de su memoria las inmensas llanuras tan características de Castilla la Vieja por las que corrió con otros de su edad, ni las extensas plantaciones de trigo o de cebada entre las cuales solían ocultarse, ni los baños a la vera del Río Oja, con sus pies hundidos entre los guijarros. Por aquel entonces era muy común que mientras recorría las empedradas callejuelas del pueblo, los vecinos lo señalaran diciendo: -Ahí va el hijo del escultor.

Su padre, el hidalgo Pedro Vicente de Monasterio y Monasterio, era famoso en el noroeste de España. Le supo transmitir no solamente el entusiasmo por el oficio sino toda una cosmovisión, que le había llegado vía familiar desde el lejano Renacimiento, que hacía hincapié en el amor por el conocimiento, además de por una España en la que convivían, no sin tensiones, los más disímiles legados culturales. 

Con ese espíritu le impuso a su hijo una férrea educación, que incluía, por supuesto, dada la tradición, el gusto por su oficio, pero también idiomas, letras, ciencias y, como no podía ser de otra manera, instrucción en el manejo de armas. Todo adosado con modos de buen señor y fina apariencia personal. 

Recostado en el recinto en el que se encuentra prisionero, Ángel sonríe al recordar que era muy joven todavía cuando comenzó sus peripecias. Primero fue el viaje a Madrid, para estudiar escultura  en la Real Academia de San Fernando, adonde con tan solo 19 años había obtenido el premio de segunda clase. La ciudad lo encandiló con sus arquitecturas eclécticas y sus conventos de piedra, ladrillo, yeso o granito. Los siglos le habían dejado su impronta y era notoria la tradición cristiana, pero también la influencia árabe, judía, griega, cartaginesa y romana.

No pocos cumpleaños los festejó disfrutando con largos paseos tanto lo gótico como lo gitano. Frecuentó el renacentista Palacio de Vargas y el imponente Monasterio de los Jerónimos, el Palacio Real del Prado y el conjunto arquitectónico, compuesto  por un Convento, un Palacio y una Iglesia, conocido como De las Salesas Reales. 

Sintiendo el balanceo de las aguas por un momento a Ángel le pareció estar sobre el Manzanares… En 1803 ganó el Premio de Primera Clase, fue designado Académico de Mérito y comenzó sus estudios de Ingeniería. Tenía 25 años. Y desde hacía apenas tres años estaba dirigiendo la cátedra de dibujo de la Academia de Guardamarina de Cádiz. 

Era un momento estelar, en las tertulias descollaba hablando francés, idioma con el que impresionaba a las jóvenes admiradoras; pero además impactaba con su cultura enciclopédica y su fino porte. Gustaba vestir camisas de coco, blancos chalecos de cotonia, medias de seda y fraques de mezclilla. Ángel miró de reojo los dos baúles que había traído de España y que guardaban algunos de aquellos tesoros, junto con libros de diferentes temáticas y otros enseres, mientras anotaba distraídamente algunos garabatos sobre un arrugado papel de estraza que estaba encima de la mesa. 

Y siguió recordando… Justamente estaba en Madrid terminando un busto de Gaspar de Jovellanos que le había encargado Lord Holland, cuando invadieron las tropas francesas. Ángel admiraba a aquel inglés, al que veía como un auténtico agitador cultural y promotor de políticos, escritores y artistas y valoraba mucho que le estuviera dando una oportunidad de esa naturaleza. Es que Jovellanos era uno de sus referentes y la oportunidad de hacerle un busto lo complacía. 

Pero la historia había acabado por golpear a su puerta y debía huir; en aquel trance difícil lo socorrió otro eminente conocido, el político, abogado y poeta Manuel José Quintana, que comenzaba a descollar como líder de la resistencia española. Finalmente  quien lo convenció de que viajara a América fue el militar Josef Bernabé y Madero, con el argumento de que tenía que restablecer su salud deteriorada por los percances sufridos. Le sugirió que viajara a un lugar que no fuera frío como Inglaterra, Buenos Aires, Chile o Lima, adonde lograra encontrar tranquilidad para instalar su taller, a  cambio de su apoyo solo le pidió que enseñara a sus hijos algunos conocimientos científicos. 

***

Repasar su vida le permitía a Monasterio hacer menos angustiosa la espera. Entonces recordó con cuánta satisfacción había recibido una caja de maderas finas, con un compás, una lapicera y una regla de oro, de parte de Jovellanos, cuando concluyó el busto. En retribución por la protección que había recibido regaló la caja a Juan Nepomuceno, el hijo de Josef Bernabé y Madero. Esa familia lo había alojado al verlo enfermo y le había ofrecido “asistencia y comodidad”, para que superara el transitorio quebranto de salud. 

Finalmente abandonó el bienestar de aquel hogar para emprender el viaje, solamente acompañado por sus dos baúles y como único recurso económico la magra gratificación que le había dado la Junta de Cádiz que lo nombró oficial de la Administración de Correos de Potosí. Pero nuevamente el soplo de los acontecimientos históricos torció su rumbo: al llegar al Buenos Aires, adonde moraba su primo Martín Monasterio, fue seducido por las ideas de cambio que soplaban en la ciudad. De ahí había cruzado a Montevideo, adonde quedó varado por la ruptura de relaciones entre las dos ciudades. 

Tenía que volver a como fuera a la ciudad porteña en donde había triunfado la Junta Revolucionaria, pero la detención le impedía sus planes. Monasterio sentía que su vida era arrastrada como una hoja al viento y semi hundido en la oscuridad de su provisoria celda puso todo su esfuerzo en encontrar coartadas creíbles a algunos sucesos que lo podían incriminar.

Por un momento pensó que otra sería la historia si en lugar de viajar para América, hubiera aceptado la invitación de Lord Holland para que se radicara en su palacio en Londres. El inglés le había escrito que el busto de Jovellanos había generado “admiración y aprecio” y que sería bien recibido en el ambiente artístico de aquella ciudad. ¡Y ahora estaba detenido e incomunicado a bordo de una fragata en el confín del mundo para ser interrogado, sin saber qué sería de su suerte!

***

Al tribunal Monasterio le pensaba decir que a eso de las 4 de la tarde del 8 de marzo de 1811 lo había visitado el comerciante americano Samuel Teber en la Posada de la Victoria, adonde se alojaba, quien  lo ayudaría a cruzar el Plata para que pudiera reunirse con su pariente Martín Monasterio y con su amigo Julián Hernández Barroz.  

No podía evitar mencionar al comerciante ya que habían sido arrestados juntos, por lo que agregaría que ambos habían ido al muelle para evaluar si se podía viajar a Buenos Aires y que pese a que su acompañante había dudado, igualmente había vuelto a la Posada a recoger un baúl con el que regresó al puerto. Y puntualizaría que en ese lugar lo esperaba Teber, junto al cual viajó en un bote hasta una fragata americana que estaba cerca. 

Explicaría que en Montevideo, adonde estaba desde el 25 de enero, carecía de recursos a tal punto que solamente comía una vez al día en la casa de algún conocido y que a su familiar y a su amigo les solicitaría ayuda económica para viajar a Potosí para asumir su cargo de oficial o en caso de no ser posible, a Lima, adonde podía inaugurar una escuela de dibujo y matemáticas. 

Monasterio sabía que estaba prohibido viajar a Buenos Aires, por lo que ante la casi segura recriminación diría que contaba con un Pase de Seguridad Pública, otorgado cuando la comunicación entre las dos ciudades aún estaba  vigente y que además no pensaba entrar a la ciudad, que solamente iría hasta las cercanías, desde donde pediría el auxilio.

Por cualquier cosa, ante el Tribunal no podía esquivar el hecho de que había tomado un café con un grupo de personas en la Fragata Americana y que cuando concluyeron de merendar habían bajado hasta un bote apostado al costado del buque. Si le preguntaban si esas personas también pensaban viajar a Buenos Aires, pensaba decir, aunque pudiera generar desconfianza,  que el americano le había comentado que solamente los llevaba a dar una vuelta, para dejarlos después en el muelle. Además agregaría que casi en el momento de zarpar desde unas embarcaciones menores les habían gritado que arriaran las velas y disparado y que finalmente fueron abordados por unos soldados.


***

El brusco ingreso de los soldados al compartimiento saca a Monasterio de sus cavilaciones, pero  un hecho fortuito complica su situación: en el momento de ser trasladado le son incautados unos papeles en los que había, escritas a lápiz, varias líneas con guarismos y letras, que acabarán llamando la atención del tribunal.

Apremiado por el fiscal, que lo acusa de portar un mensaje en clave, Monasterio intenta restar importancia al asunto diciendo que los apuntes no eran más que una serie aritmética que había realizado “para pasar el tiempo” y que solamente se había propuesto “saber cuánto sumaba una progresión cuyos términos fuesen iguales al número de letras del abecedario”.

Era consciente de la gravedad del momento: lo acusaban de intentar viajar a una ciudad considerada enemiga con información cifrada. Ante la insistencia del Tribunal, agrega que si las letras y números forman algunas palabras, es solamente por casualidad, lo que exaspera aún más a los interrogadores.

Los interrogatorios fueron intensos y no eludieron detalles. Le preguntaron, entre muchas otras cosas, por qué había elegido la nocturnidad para viajar a Buenos Aires, si sabía con quienes había merendado en la Fragata Americana, si había visto al que arrojó al agua unos papeles en el momento de la detención y si era consciente de en qué consistía la pena por intentar desertar en pleno bloqueo.

***

Hace varios meses que está detenido e incomunicado en un calabozo maloliente.  El peor mes fue abril, por los careos, tanto con el resto de los detenidos, como con los soldados que lo arrestaron. Pero hacia fines de mayo su situación se distiende un tanto cuando le avisan que el Virrey Elío, en virtud de que “las extraordinarias circunstancias” políticas impedían el “progreso y resolución” del proceso y atento a que debía tomar providencias que evitasen “otros riesgos y perjuicios”, había dispuesto su regreso a tierra española. Ocurría por esos días que las fuerzas insurgentes, comandadas por José Artigas, luego de la Batalla de las Piedras, habían iniciado el sitio de Montevideo, último bastión realista en el Río de la Plata.

Pero algo demoraba la ejecución de la resolución. Exhausto,  Monasterio cavilaba sobre lo que le pasaría en más; recién el 10 de julio de 1811 y ante solicitud formulada por D. José R. Guerra, José Rodríguez, Mateo Gallego y Félix Más de Ayala, el Virrey lo puso en libertad, para ser enviado a Cádiz, junto con Martínez, Lorenzo y Zaldarriaga, los otros encausados. 

Pero una vez más los hechos torcerán el destino de Monasterio. El armisticio firmado el 20 de octubre entre Buenos Aires y Montevideo, que levanta el sitio de la ciudad, le abre la posibilidad de cruzar el Río de la Plata. Los largos meses sufridos no habían sino ahondado su compromiso con el gobierno de Buenos Aires: una vez más en su fuero íntimo, el espíritu guerrero vencía al ímpetu creativo del escultor.

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