CANTO TERCERO
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“Cuando se sació de aspirar a esa mujer, se le ocurrió arrancarles los músculos uno por uno; pero como era mujer, la perdonó, y prefirió hacer sufrir a un ser de su sexo. Llamó en la celda contigua a un joven, que había llegado a aquella casa para pasar un rato de solaz con una de aquellas mujeres, y le pidió que viniese a colocarse a un paso de sus ojos. Hacía mucho tiempo que yo estaba tendido en el suelo. Sin fuerzas para incorporarme sobre mi raíz dolorida, no pude ver lo que hicieron. Sólo sé que apenas el joven estuvo al alcance de su mano, jirones de carne fueron cayendo a los pies del lecho, al lado mío. Me contaron muy quedamente que las garras de mi amo los habían arrancado de los hombros del adolescente. Este, al cabo de algunas horas en las que luchó contra una fuerza más poderosa, se levantó del lecho y se retiró dignamente. Literalmente desollado de pies a cabeza, arrastraba por las losas de la habitación su piel desprendida, mientras se decía que estaba dotado de un carácter bondadoso, que le gustaba creer que sus semejantes eran igualmente buenos, que por eso habían accedido al requerimiento del distinguido extranjero que lo había llamado a su lado, pero que nunca, nunca, se le hubiera ocurrido que iba a ser torturado por un verdugo. Y por un verdugo semejante, agregó después de una pausa. Por último, se dirigió hacia la ventanilla que cedió piadosamente hasta el nivel del suelo en presencia de ese cuerpo desprovisto de epidermis. Sin abandonar su piel, que todavía podía servirle, aunque sólo fuera como un manto, se esforzó por salir de ese paraje peligroso: una vez lejos de la habitación no pude comprobar si le alcanzaron las fuerzas para llegar a la puerta de salida. ¡Oh, con qué respeto se apartaban los gallos y las gallinas, a pesar de su hambre, de ese largo rastro sangriento que empapaba la tierra!” ¡Y yo me preguntaba quién podría ser su amo! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con más fuerza!...
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