domingo

LA TIERRA PURPÚREA (87) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XXI /  MUGRE Y LIBERTAD (3)

Soltó su corta risa y me condujo de vuelta a la casa, donde todos los arreglos estaban ya hechos. Los niños almorzaron en la cocina; nosotros en una pieza contigua, grande y fresca. Había puesta una pequeña mesa con inmaculado mantel y platos de verdadera loza y verdaderos cuchillos y tenedores. También había copas de puro cristal, botellas de vino de España y el níveo pan criollo. Era evidente que la dueña de casa había aprovechado bien su tiempo. Entró inmediatamente después que nos hubimos sentado, y apenas pude conocerla, pues ahora no sólo estaba limpia, sino también muy buena moza, con un rico color aceitunado en su cara ovalada, el pelo negro bien peinado y sus ojazos oscuros llenos de una tierna y dulce luz. Llevaba un vestido blanco de tela de merino con un curioso dibujo castaño, y al cuello, un pañuelo de seda asegurado con un prendedor de oro. Era un placer mirarla, y reparando en mis miradas llenas de admiración, se sonrió al tomar asiento; luego rió. El almuerzo fue delicioso. Empezamos con cordero asado, al que siguió un guiso de pollo con arroz, primorosamente sazonado y coloreado con pimentón. El pollo asado o cocido como lo comen en Inglaterra no puede compararse con este exquisito guiso de pollo que se encuentra en cualquier rancho de la Banda Oriental. Después del almuerzo, nos quedamos una hora de sobremesa, partiendo nueces, bebiendo vino, fumando cigarrillos y contando cuentos divertidos, y dudo que hubiera aquella mañana, en todo el Uruguay, tres personas más felices que el escocés desescosesado, John Carrickfergus, su mujer oriental que no regañaba, y el huésped que sólo la noche anterior había muerto a un prójimo.

Entonces tendí mi poncho sobre la hierba seca, bajo un árbol, y me dispuse a dormir la siesta. Dormí un largo tiempo, y al despertar me sorprendió encontrara a los dueños de casa sentados en el suelo cerca de mí, él adornando su cincha y ella con el mate en la mano; al lado había una pava de agua hirviendo. Me pareció que ella estaba enjugándose los ojos cuando yo abrí los míos.

-Por fin ha despertado! -dijo Don Juan, afablemente-. ¿Quiere tomar un mate? Mi mujer, como usted ve, acaba de estar llorando.

Ella le hizo una señal como para que callase.

-¿Pero por qué no he de hablar de ello, Candelaria? ¿Qué mal puede hacer? ¡Vea usted!, mi mujer cree que usted ha estado en la guerra… que es un partidario de Santa Coloma y que está huyendo para salvar la garganta.

-¿De dónde saca ella eso? -pregunté, confuso y muy sorprendido.

-¿Cómo? ¿Qué no conoce usted a las mujeres? ¡Vea! ¡Usted no nos ha dicho dónde ha estado… prudencia! ¡Esa fue una! También se alteró cuando hablamos de la revolución… ni una sola palabra ha dicho al respecto. ¡Más prueba todavía! Su poncho, tendido ahí en el suelo, tiene dos grandes tajos. “Rasgado por espinas”, dije yo; “Cortes de sable”, dijo mi mujer. Estábamos discutiendo sobre ello cuando usted despertó.

-Ella ha adivinado exactamente, y tengo vergüenza de no habérselo dicho yo mismo antes. ¿Pero por qué lloraba su mujer?

-Es que así son todas las mujeres… son todas iguales -repuso, accionando con la mano-. Están prontas siempre a llorar por el vencido… es la única política que entienden.

-¿No dije yo que la mujer era un ángel del cielo? -añadí; entonces, tomando la mano de ella, la besé-. Esta es la primera vez en mi vida que beso la mano de una mujer casada, pero el marido de tal mujer es demasiado inteligente para estar celoso.

-¡Qué! ¿Celoso yo? ¡Ja, ja, ja! ¡Más orgulloso me habría puesto si la hubiera besado en las mejillas!

-¡Juan! ¡Bonita cosa estás diciendo! -exclamó su mujer, dándole una afectuosa palmadita en la mano.

Entonces, mientras tomábamos nuestro mate, les conté la historia de mi campaña, hallando necesario, sin embargo, al explicar mis motivos por haberme afiliado a los Blancos, desviarme un tanto de la rigurosa verdad. Él convino en que el mejor plan sería ir a Rocha y esperar allá hasta que hubiese obtenido un pasaporte, antes de seguir viaje a Montevideo. Pero no permitieron que me fuera ese día; y mientras charlábamos y tomábamos mate, Candelaria remendó, con mucho esmero, los tajos de mi poncho, que me vendían a cada paso.

Pasé la tarde haciéndome amigo de los niños, los cuales probaron ser chicos muy inteligentes y entretenidos; les conté algunos disparatados cuentos que inventé, y escuché sus experiencias de buscar huevos de aves silvestres, de acosar mulitas y una porción de otras aventuras. Luego llegó la hora de la comida, después de lo cual los niños rezaron sus oraciones y se fueron a acostar, nosotros fumamos y cantamos algunas canciones a secas, y yo terminé un día muy feliz, quedándome dormido entre las sábanas de una limpia y blanda cama.

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