domingo

CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE) 87 - LOS CANTOS DE MALDOROR


CANTO TERCERO

5 (1) 

Un farol rojo, bandera del vicio, suspendido del extremo de una varilla, balanceaba su armazón azotada por todos los vientos, sobre una puerta maciza y carcomida. Un corredor sucio que olía a muslo humano, daba sobre un patio en el que buscaban su comida algunos gallos y gallinas más flacos que sus propias alas. Sobre la pared que servía de cerca al patio y daba al lado oeste, se habían practicado minuciosamente aberturas cerradas por ventanillos enrejados. El musgo revestía ese cuerpo de edificio, que había sido, sin duda, un convento y servía en la actualidad, como el resto del edificio, de vivienda a todas esas mujeres que exhiben, día a día, a los que entran, el interior de sus vaginas a cambio de unas monedas. Yo estaba parado sobre un puente cuyos pilares se hundían en el agua cenagosa de un foso. Desde ese plano elevado, contemplaba aquella construcción en el campo, agobiada por la vejez y los mínimos detalles de su arquitectura interna. A veces, la reja de un ventanillo se abría rechinando, como por el impulso ascendente de una mano que violentaba la naturaleza del hierro; un hombre asomaba la cabeza por la abertura libre a medias, avanzaba los hombros sobre los que caía el yeso escamoso, y terminaba haciendo salir, mediante esa laboriosa extracción, su cuerpo cubierto de telarañas. Con las manos apoyadas a modo de corona sobre las inmundicias de toda clase que agobiaban el suelo con su peso, mientras la pierna permanecía todavía enganchada en la reja retorcida, recobraba su posición natural, e iba a enjuagar sus manos en una tina roja, cuya agua jabonosa había visto levantarse y caer a generaciones enteras, para alejarse después, lo más rápido posible, de esa calleja de arrabal, y respirar el aire puro en el centro de la ciudad. Cuando el cliente se había alejado, una mujer completamente desnuda salía a su vez del mismo modo, y se dirigía a la misma tina. Entonces los gallos y gallinas acudían en tropel desde diversos puntos del patio, atraídos por el olor seminal, la tiraban al suelo a pesar de sus vigorosos esfuerzos, pisoteaban la superficie de su cuerpo como si fuera un estercolero, y laceraban a picotazos, hasta hacer manar sangre, los labios fláccidos de su tumefacta vagina. Los gallos y las gallinas, con el buche satisfecho, retornaban a escarbar la hierba del patio; la mujer, a la que habían dejado limpia, se levantaba trémula, sembrada de heridas, como alguien que despierta de una pesadilla. Dejaba caer el estropajo que había traído para enjuagar sus piernas, no teniendo ya necesidad de la tina común, y se volvía a su madriguera del mismo modo que había salido, a la espera de otra sesión. ¡Ante ese espectáculo también yo quise penetrar en la casa! Estaba por descender el puente cuando vi en el remate de un pilar esta inscripción en caracteres hebraicos: “Caminante que pasas por este puente, no vayas a esa casa. Porque el crimen tiene allí su residencia junto con el vicio. Un día sus amigos esperaron en vano a un joven que había franqueado la puerta fatal.” La curiosidad fue más fuerte que el temor; al cabo de unos momentos, llegué hasta una ventanilla, cuya reja estaba formada por sólidos barrotes que se entrecruzaban apretadamente. Quise mirar al interior a través de ese espeso tamiz. Al principio no pude ver nada, pero no tardé en distinguir los objetos que estaban en la habitación oscura, gracias a los rayos del sol cuya luz declinante habría de desaparecer pronto en el horizonte. La primera y única cosa que llamó mi atención fue un palo rubio, compuesto de cornetillas superpuestas que entraban unas en otras. ¡Ese palo tenía movimiento! ¡Andaba por la habitación! Daba unas sacudidas tan fuertes que el piso se bamboleaba, Con sus dos cabos producía enormes melladuras en la pared al modo de un ariete lanzado contra la puerta de una ciudad sitiada. Sus esfuerzos eran inútiles, los muros estaban construidos con piedra de sillería, y cuando chocaba contra la pared, lo veía encorvarse como una hoja de acero y rebotar como una pelota de goma. ¡Por lo tanto ese palo no era de madera! Noté, además, que se enrollaba y desenrollaba fácilmente igual que una anguila. Aunque tenía la altura de un hombre no se mantenía erguido. A veces los intentaba mostrando entonces uno de sus extremos delante de la reja de la ventanilla. Ejecutaba unos saltos impetuosos, y volvía a cer al suelo sin que el obstáculo cediera. Me puse a examinarlo con creciente atención hasta descubrir que era un cabello. Después de una lucha titánica con la materia que lo circundaba como una cárcel, fue a apoyarse en el lecho que había en la habitación, con la raíz descansando sobre una alfombra y la punta sobre la cabecera. Tras unos instantes de silencio, durante los cuales percibí algunos sollozos entrecortados, alzó la voz y dijo así: “Mi amo me ha olvidado en este cuarto: no viene a buscarme. Se levantó de esa cama en la que estoy apoyado, y peinó su perfumada cabellera sin reparar en que yo había caído al suelo. Con todo, de haberme él recogido, no habría yo encontrado sorprendente ese acto de elemental justicia. Me abandonó emparedado en esta habitación, después de haberse revolcado entre los brazos de una mujer. ¡Y qué mujer! Las sábanas todavía están húmedas de su cálido contacto y conservan en su desorden las huellas de una noche dedicada al amor…” ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se adherían a la reja con más fuerza!...

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