sábado

LA TIERRA PURPÚREA (73) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XVIII / ¡DESCANSA EN TU ROCA, ANDRÓMEDA! (2)

Estas importunas reflexiones, sin embargo, no me incomodaron mucho tiempo, y empecé a sentirme fuertemente excitado con la perspectiva de tener una refriega con las tropas del gobierno. Mis pensamientos me tuvieron desvelado la mayor parte de la noche; no obstante, a la mañana siguiente, cuando al rayar el día un clarín tocó cerca de mí la estridente diana, me levanté de prisa y de mucho mejor humor del que había estado últimamente. Sentí que empezaba a dominar aquella loca pasión por Dolores, que tanto nos había hecho sufrir, y una vez que estuvimos de nuevo a caballo, la “gravedad castellana” a la que había aludido satíricamente el general, casi había desaparecido por completo.

No se hizo ninguna expedición aquel día. Luego que hubimos caminado unas cuatro leguas al este, acercándonos al mismo tiempo a aquella enorme cadena de la cuchilla Grande, acampamos, y después del almuerzo pasamos la tarde haciendo evoluciones de caballería.

Al siguiente día tuvo lugar el gran acontecimiento para el cual nos habíamos preparado, y estoy convencido de que con el pobre material a su disposición, ningún hombre pudo haber hecho más de lo que hizo Santa Coloma, aunque, sensible es decirlo, todos sus esfuerzos fracasaron. Sensible, digo, no porque tomara algún serio interés en la política de la Banda, sino porque habría sido muy ventajoso para mí si las cosas hubieran tomado otro rumbo. Además, muchísimos pobres diablos, desterrados por un tiempo interminable, habrían subido al poder, y aquellos bribones de Colorados habrían sido, a su vez, compelidos a mendigar el amargo pan del expatriado. Es posible que al llegar aquí se le ocurra al lector la fábula del zorro con las uvas; yo preferí, sin embargo, recordar la fábula que contó Lucero, del Árbol que se llamaba Montevideo, con la gárrula colonia de monos entre sus ramas, y de considerarme como formando parte de majestuoso ejército bovino que estaba a punto de sitiar a los monos y castigarlos por su picardía.

A la mañana siguiente nos desayunamos muy de madrugada, y en seguida se dio la orden a cada uno que ensillase su mejor caballo, pues todos teníamos tres o cuatro. Yo, por supuesto, ensillé el que me había regalado el general, y que había reservado para ocasiones especiales. Montamos nuestros caballos y avanzamos al trotecito por un áspero y agreste campo, siempre en dirección a la cuchilla Grande. Como a mediodía llegaron a caballo algunos exploradores y nos avisaron que el enemigo estaba muy cerca de nosotros. Después de detenernos una media hora, proseguimos nuestro camino al mismo trotecito hasta eso de las dos de la tarde, cuando atravesamos la honda cañada de San Pablo, al otro lado de la cual se eleva la llanura a una altura de unos cincuenta metros. Nos detuvimos en la cañada para dar de beber a nuestros caballos, y allí supimos que el enemigo avanzaba por ella rápidamente, con el propósito, al parecer, de cortar nuestra retirada hacia la cuchilla. Cruzando el arroyo de San Pablo, emprendimos lentamente el ascenso a la loma hasta que llegamos a su punto culminante; entonces, torciendo nuestros caballos y mirando hacia atrás, divisamos a nuestros pies al enemigo, unos setecientos hombres que desfilaban en una línea extremadamente larga. De la cañada avanzaron hacia nosotros a un buen trote. Nos formamos rápidamente en tres columnas, en la del centro con unos con unos doscientos cincuenta hombres, y las otras dos, con doscientos hombres cada una. Yo estaba en una de las columnas exteriores, como a cuatro filas del frente. Mis compañeros, que hasta ese momento habían estado muy alegres y conversadores, se habían puesto, de repente, serios y taciturnos, y algunos hasta pálidos y temerosos. Había a mi lado un pícaro muchacho de unos dieciocho años de edad, de baja estatura, moreno, con cara de mono y débil voz de falsete que semejaba la de una vieja mujer. Le vi sacar un pequeño cuchillo afilado, y sin mirar para abajo, pasarlo por la encimera tres o cuatro veces; pero esto lo hizo evidentemente sólo como ensayo, pues no cortó el cuero. Viendo que le observaba, sonrió burlona y misteriosamente y echó la cabeza y los hombros hacia adelante, como para imitar a una persona que va huyendo a escape, después de lo cual volvió a envainar el cuchillo.

-¿Es que tienes la intención de cortar la encimera y escaparte, cobarde? -le pregunté.

-¿Y qué es lo que va a hacer usté?

-Pelear, por supuesto.

-Es la mejor cosa que usté puede hacer, señor francés -dijo, haciendo una mueca.

-¡Oye! Después del combate te voy a buscar y te daré una buena zumba por tu impertinencia en llamarme francés.

-¡Después del combate! -exclamó, con un curioso gesto-. ¿Querrá usté decir pa este otro año? Antes que llegue aquel tiempo tan lejano, algún Colorao se habrá enamorado de usted, y… y…

Aquí se explicó sin palabras, pasando primero el filo de la mano rápidamente a través de la garganta, cerrando entonces los ojos y haciendo un ruido de borboteo como el que haría una persona mientras fuera degollada.

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