domingo

LA TIERRA PURPÚREA (69) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON

XVII / DOLORES (4)


No tardé mucho en reprocharme amargamente este imprudente arrebato. No osaba esperar que nuestras relaciones pudiesen mantenerse en el mismo pie de antes. Una mujer tan sensible, y de alma tan extremadamente noble como Dolores, no podría olvidar ni perdonar mi conducta. Cierto que no había resistido; había consentido, tácitamente, en aquel primer beso, y por lo tanto, era en parte culpable; pero su extremada palidez, su silencio y frialdad probaban a las claras que la había ofendido. Me había vencido mi pasión y sentí que mi honra estaba comprometida. Por aquel primer beso había poco menos que dado mi palabra de cumplir cierta cosa, y de no cumplirla ahora, por mucho que me contrariara afiliarme a los revolucionarios, hubiera sido en extremo deshonroso. Yo mismo había propuesto la cosa y ella, con su silencio, había consentido; me había permitido no sólo uno, sino muchos besos, y habiendo ahora gozado de aquel frenético y efímero placer, no podía soportar la idea de marcharme miserablemente sin pagar el precio.

Salí afuera muy afligido, y me paseé en el huerto de un extremo al otro durante dos o tres horas, en la esperanza de que viniera Dolores; pero no volví a verla ese día. A la hora de la comida, doña Mercedes estuvo sumamente cariñosa, mostrando a las claras que no estaba al tanto de los asuntos privados de su hija. Me dijo ¡alma bendita! Que Dolores tenía un fuerte dolor de cabeza por haber tomado una copa de vino a la hora del almuerzo, después de comer una tajada de sandía, imprudencia contra la cual no dejó de precaverme.

Pasando la noche en desvelo -pues la idea de haber herido y ofendido a Dolores no me permitía dormir-, resolví unirme inmediatamente a Santa Coloma. Aquel hecho de por sí apaciguaría mi conciencia, y sólo esperaba que sirviera para captarme de nuevo la amistad y estimación de la mujer a quien había llegado a amar tan desatinadamente. No bien me hube resuelto a tomar esta medida, cuando empecé a descubrirle tantas ventajas que me extrañó no lo hubiese hecho antes; pero perdemos en esta vida la mitad de nuestras oportunidades por estar demasiado precavidos. Unos cuantos días más de aventuras -mayormente agradables por ser sazonados con cierto peligro- y me hallaría de nuevo en Montevideo, con una hueste de agradecidos y poderosos amigos que me buscarían una buena colocación en el país. “Sí -pensaba para mí, entusiasmándome más y más-, una vez que este vergonzoso, embrutecido y tiránico partido Colorado sea barrido fuera del país -como por supuesto lo será- iré donde Santa Coloma a devolverle mi espada, renunciando por ese hecho, a mi nacionalidad, y le pediré, como única recompensa de mi caballeresca conducta, su empeño en conseguirme una colocación como administrador, digamos, de alguna gran estancia en el interior. Allí, quizá en uno de sus propios establecimientos, seré feliz y estaré en mi elemento, cazando avestruces, comiendo carne con cuero, y con una tropilla de unos veinte caballos bayos para mi uso particular, y acumularé, al mismo tiempo una modesta fortuna vendiendo cueros, astas, sebo y otros productos del país”. Al apuntar el día me levanté y ensillé mi caballo; entonces, hallando en pie al grave Nepomuceno -el ave (iribú) madrugadora del establecimiento-, le dije que avisara a su patrona que yo iba a pasar el día con el general Santa Coloma. Después de tomar un mate que el viejo me cebó, pedí mi caballo y partí del pueblo al galope.

Al llegar al campamento, que había sido retirado a suma legua o legua y media de El Molino, encontré a Santa Coloma a punto de montar a caballo para hacer una expedición a una pequeña población a unas ocho o nueve leguas de allí. En el acto me pidió que le acompañara, añadiendo que estaba muy complacido, aunque de ningún modo extrañado, de que hubiese cambiado de resolución y me hubiera decidido a unirme a él. No volvimos hasta tarde en la noche, y todo el siguiente día se pasó en hacer monótonas evoluciones de caballería. En la tarde fui a ver al general y le pedí permiso para ir a la Casa Blanca a despedirme de mis amigas. Me dijo que él también pensaba ir a El Molino a la mañana siguiente y que iríamos juntos. Lo primero que hizo cuando llegamos al pueblo fue mandarme al tendero principal del lugar, individuo que tenía completa confianza en el cabecilla Blanco y que estaba vendiendo rápidamente, con pingües utilidades, un gran surtido de mercaderías, y recibiendo en pago pedacitos de papel firmados por Santa Coloma. Este buen hombre, que mezclaba la política con los negocios, me surtió de un equipo completo -del que estaba muy necesitado- compuesto de un termo, un chambergo de color de café, un par de botas granaderas y un poncho. Volviendo al cuartel general en la plaza, recibí mi espada, que no cuadraba muy bien con el traje de paisano que llevaba puesto; pero en este respecto no era menos feliz que el noventa y ocho por ciento de los hombres en nuestro pequeño ejército.

Por la tarde fuimos, Santa Coloma y yo, a ver a doña Mercedes y a su hija. El general fue acogido muy calurosamente por entrambas, como yo también por doña Mercedes, pero Dolores me recibió con la más completa indiferencia. No expresó ni placer ni sorpresa cuando me vio con la espada al cinto, por la causa a la que ella había profesado tanto ardor, lo que fue para mí un cruel desengaño; además, me hirió su modo de tratarme. Después de la comida, durante la cual conversamos largamente, se despidió el general, pidiéndome, antes de irse, que me juntase con él en la plaza a la mañana siguiente a las cinco. Después que se fue, traté de hallar una oportunidad de hablar a solas con Dolores, pero se evadió deliberadamente. Por la noche hubo varias visitas -algunas señoras y tres o cuatro oficiales del campamento-; se bailó y cantó hasta eso de las doce. Viendo que no se podía hablar con Dolores y preocupado con mi cita para las cinco de la mañana siguiente, me fui, por último, triste y desconcertado, a mi pieza. Me eché sobre la cama sin desvestirme, y, estando sumamente cansado de andar a caballo, luego me quedé dormido. Cuando desperté, la clara luz de la luna entrando por la puerta y ventana abiertas me hizo creer que estaba amaneciendo, y en el acto me levanté.

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