domingo

GUSTAVO ESPINOSA (2)


Por Débora Quiring
(La Diaria)

A partir de ahí empiezan a estar muy presente el rock, el blues. ¿Cómo accediste a eso? Porque era algo condenado tanto desde la dictadura como desde la resistencia.
Les debo el acceso a la literatura, y a ciertos distritos de la música, a mi familia y a mis amigos. La iniciación rockera está contada de una manera bastante real cuando el protagonista de Carlota... dice que tiene un vecino baterista que lo hace escuchar discos; a mí me pasó lo mismo con un primo hermano, cuya descripción física, además, se corresponde. Ese primo, algo mayor que yo, me anotició de algo que ocurría y que en aquellos tiempos se vivía como un cisma tan significativo para algunas personas como la Guerra Fría: el enfrentamiento entre “música comercial” y “música progresiva”. Ojo que “la progresiva” no era necesariamente el rock sinfónico, sino cierta actitud. Era lo que hoy podemos llamar genéricamente rock, opuesto a la porteñada o al pop más de consumo. En esos tiempos, por ejemplo, Pappo era considerado música progresiva. Eso ya te hacía partícipe de un gueto. Más adelante, con un grupo de amigos del liceo, empezamos a compartir todas esas cosas, a formar una discoteca común. Es un período que -más allá de la nostalgia idealizadora con la que uno recuerda algunas cosas de la adolescencia- veo con cierto orgullo. Porque estábamos muy solos, e hicimos como una reconstrucción de la historia del género. Me acuerdo de que un amigo había descubierto, por ejemplo, que si ponía la radio o el pasadiscos y el grabador adentro del horno de la cocina, la grabación sonaba mucho mejor. A veces conversamos ahora y decimos: “Andá a saber qué cosa oíamos cuando escuchábamos a Yes o Emerson, Lake & Palmer”, porque son bandas que requieren cierta sofisticación, y nosotros con pasadiscos mono y cosas por el estilo”...
Y viviendo con esa sensación de que lo bueno había pasado en otro lado y hacía tiempo.
Sí, eso es tal cual. No sé si fue por decisión de algún organismo controlador o por qué razón, pero algunas cuestiones vinculadas con la cultura de masas, que no necesariamente tienen que ver con lo estrictamente político-ideológico, no llegaron a tiempo acá. El punk, por ejemplo. Nos enteramos por la referencia de algún suplemento de la prensa, pero más bien de la sección de escándalos, cuando Sid Vicious le vomitó encima al público, o algo por el estilo. Entonces, veíamos que las grandes bandas de rock eran de gente de los 60, y que acá lo que se oía era música disco, que en su momento fue identificada como nuestro peor enemigo. Porque la cumbia no había encontrado su lugar, estaba más guetizada, si bien era la banda de sonido de la calle. Uno tenía la impresión de que las cosas ocurrían en otra parte, y de que algunas no estaban sucediendo más. Sobre todo si te fijabas en los 60, o si veías la película Woodstock en la tele.
En ese sentido, el mundo caótico y marginal del lumpen se vuelve muy seductor.
Creo que el mundo del lumpen siempre es más seductor que los mundos más geometrizados del burgués o el proletario. Es más espeso, y ha dado figuras más interesantes desde el punto de vista estético, como este señor [señala a Gardel].
En tu caso se da el cruce entre el lumpen y lo letrado.
Lo que ocurre es que, en realidad, todos somos criaturas anfibias. Nuestro ambiente, que es como si fuera marino -porque es bastante denso-, es la cultura de masas. Todos hicimos nuestra educación sentimental allí. Es lo que respiramos. Te contaba que iba al cine y veíamos tres películas sin saber antes cuáles eran; no podías discriminar. Después, algunas de esas criaturas logran poder respirar en la superficie, asomarse a las bellas letras o a algún esbozo de cultura académica. Y con esos instrumentos tenés que ver lo demás. Tenés que hacer inteligencia, hasta en un sentido policial. Y creo que es eso lo que se testimonia.
Pero cuando uno lo lee, percibe un interés en la ruptura, en la sorpresa.
Claro, es probable que mi interés por el barroco haya encontrado, en la intersección de esos dos mundos, una oportunidad de exhibir, acrobáticamente, los contrastes. O los cruces. Porque hay que ver que esa cultura de masas también se alimenta de la cultura especializada, con su delay y sus perversiones. Uno puede encontrar modernismo en los tangos-canción de los años 30, ni que hablar en el melódico internacional y cosas por el estilo. Tampoco es tan novedoso. Pero sí, tal vez uno llega a eso por el afán de cumplir con el protocolo barroco de lo antitético, y lo pone en términos más extremos.
Pasando a Las arañas...: con el suceso central, que vivieron tus primas en 1975, vos pensabas hacer no ficción, al estilo de Operación masacre o A sangre fría, pero terminaste optando por el camino contrario.
Porque hay algunas cosas que puedo hacer y otras que no. La historia en sí tiene todos los ingredientes dramáticos para ser reclamada por la literatura; tiene el grado de inverosimilitud que a veces hasta lo malamente literaturesco admite. Quizá por comodidad, porque se me da más naturalmente esa especie de recreación poetizadora que andar buscando el dato objetivo y haciendo trabajo de campo. A pesar de que yo tenía las cosas bastante fáciles, porque contaba con la oportunidad de hablar con la gente sin demasiado problema. Me pareció mejor hacer algo directamente novelístico, entrecruzarlo con esa otra historia que sucedió de manera bastante espontánea, sin que yo sepa decir en qué momento ni cómo; lo de los versos criollos, Viali [Amor] y todo eso. Y tuve algunos resquemores, me pregunté si estaba pisando en terrenos que no fuesen éticos, y por eso lo sometí al juicio de algunas personas, que dieron pie a algunos de los personajes.
Es en esa novela donde se identifica más claramente la cultura rural a la que te referías.
Román Ríos es una especie de arquetipo del poeta de esa índole, que yo consumía mucho por la biblioteca de mi abuelo y también por algunas cosas que tenía mi viejo. Pensé que estaba más solo en eso, pero aparentemente no. Mathías Iguiniz y Martín Bentancor están muy interesados en esas cuestiones. Ellos, que son más jóvenes, también llegaron a conocer los cancioneros y libros de la editorial Cisplatina, que era muy popular y estaba en todas las casas.
Quique, el protagonista, vuelve a esos años intentando encontrar el sentido, con una sensación de culpa por haberse salvado.
Eso es así. Lo que hace el narrador, y tal vez lo que hace el autor, es una especie de catarsis por el remordimiento de no haber caído él también. En ese sentido, es una especie de tributo.
Y él es el único cruce posible entre los mundos de la militancia, la música y lo “intelectual”.
El mundo de la militancia viene a ser el universo de la izquierda; después el mundo del folclore y las prostitutas; y el otro del rock sinfónico y Bioy Casares, del amigo inválido. Quique es como un astronauta entre esos universos. Me han preguntado, por ejemplo, si había algo de autobiográfico en Quique. Resulta un poco obvio que sí, aunque el personaje es mayor que yo. Pero también hay cuestiones autobiográficas en el otro, que lee a Bioy Casares y ciencia ficción, y escucha discos de Genesis.
Hay otro quiebre en Román, que se termina convirtiendo en un mártir involuntario, y esa cuestión de un desaparecido que nadie registra (“el desaparecido más desaparecido”).
Es que existe esa gente. Hay un tipo al que metieron en cana porque era amante de la mujer de un oficial, o porque jugaba al fútbol en un cuadro que no era el de los milicos, y ese tipo de cosas. El sistema de represión de la dictadura también tuvo sus emergencias, sus zonas de imprevisión y desprolijidad. Hoy un error de gestión quiere decir que alguien se chorreó algo, en aquella época era que matabas al tipo equivocado. Y creo que Román es eso. Esto se me dio después, porque estas gurisas me contaban que cuando a ellas las trasladaron a Montevideo, en un camión, había un tipo que iba muy golpeado, muy jodido, que no sabían quién era ni si había sobrevivido. Y nunca más supieron nada, aunque conversaron con un montón de gente. Ese bien podría haber sido Román, o algún Román de la dictadura.
En algún sentido, ¿esa vuelta de Quique se puede leer como el intento de que el mundo no sea siempre el peor de los posibles?
En eso creo que está planteado el lado más noble de la novela. Buena parte de los que estuvieron presos construyeron luego sus vidas con muchísima dignidad. E incluso continuaron militando en la clandestinidad, algo que a mí me costó mucho entender. Capaz que no podían hacer otra cosa, habría sido una claudicación intolerable para ellos, una derrota insoportable, haber interrumpido la militancia y darles la razón a quienes los torturaron. Pero para mí, que vivía aterrorizado, era terrible. Creo que de algún modo esa entereza está presente en el caso de algún personaje, ya desencantado de las grandes totalizaciones de la izquierda, que sin embargo sigue tratando de restablecer alguna justicia en cuanto a investigar, a mover todo. Pero por el costado más noble, porque se puede dar la situación de que se trate de capitalizar un mártir que no te pertenece, o que no pertenece a nadie.
¿Cómo fue el proceso de Todo termina aquí?
Es el más complicado de explicar para mí, tal vez porque es nuevo y tengo poca distancia, menos metalenguaje. Las tres historias anteriores las tenía presentes en cuanto a argumentos. Sin embargo, Todo termina aquí, no. Se me proyectó más como dicen algunos novelistas que se les suelen presentar algunas cosas. Como dice mi amigo Amir Hamed, que a él se le presentan imágenes y después las desarrolla. Creo que me pasó más eso. Estando de vacaciones en Puerto Montt, viví una especie de shock estético frente a la estatua monstruosa que se llama “Sentados frente al mar”. Porque la novela se llama Todo termina aquí, y la canción se llama “Puerto Montt”, pero el monumento se llama “Sentados frente al mar”. Es como un [Fernando] Botero torpe de hormigón pintado, que está a ras del suelo, lo que destaca su enormidad, además de las guillerminas de la muchacha. Lo curioso es que se trata de la estatua de una canción. Esa imagen, por un lado. Y la otra es que, a los pocos días de llegar, con la imprudencia del turista, pedí curanto, un plato desmesurado. De lo más barroco en ese sentido, porque tiene varios tipos de mariscos, carne de chancho, de pollo, papas. Y cuando aparece la doña con aquello, yo quería probar todo. Y con el vino, me hizo mal. La paranoia hipocondríaca tiene un buen vehículo en internet, y empecé a ver cómo era la intoxicación por mariscos. Ahí descubrí que los síntomas eran bastante psicodélicos, con alucinaciones, inversión de las sensaciones táctiles: si te arriman un fósforo sentís frío, si te arriman un hielo sentís calor. El monumento y un tipo intoxicado por mariscos fueron lo primero que tuve, y de ahí pasé a un tipo que busca la intoxicación.
En un mundo en el que se vuelve cada vez más frágil.
Si yo fuera un profe que tuviera que decirles a los muchachos “A ver, ¿cuál es el tema?”, diría que es la fragilidad del mundo. Sobre todo en la parte en que, justamente, Mondongo genera toda esa especie de rituales para defenderse de la fragilidad de un mundo bajo amenaza. Lo que pasa es que eso pierde su condición delirante cuando se socializa y se institucionaliza. Pero como él está completamente solo, un poco asistido por un manual de autoayuda mal leído, es meramente un delirio.
La novela sigue en los márgenes pero va más allá, aunque termine en el fin del mundo.
Sale de Treinta y Tres, por lo menos. En algún momento, en ese monólogo interior de Fernando, se menciona esa idea de la recuperación de la espacialidad del fin del mundo, que es como que se perdió desde las novelas de Julio Verne o los mapas del siglo XVII, en los que se terminaba el mundo. Ahora el fin del mundo lo vemos más en una dimensión apocalíptica, temporal o escatológica, la espacial se había perdido.
Y viene con un canto de desolación total...
A mí me sorprendió un poco la devolución que he tenido en ese sentido. Porque uno se enajena en la construcción de una trama o en el esfuerzo que te lleva estar metido en ese mundo durante un tiempo, y como decía el general [Hugo] Medina, perdés los puntos de referencia. Pero puede ser.
Esa fragilidad está rodeada de motos chinas, guisos, panchos, y un gran rechazo a la cumbia.
Mondongo está permanentemente bajo sospecha de que en realidad le gusta la cumbia, o el melódico internacional de hace algunas décadas. Creo que él menciona las cumbias como su demonio, pero más bien para fingirse parte de la cofradía. Y es que todo eso del estruendo de las motos y las cumbias es un factótum de la fragilidad del mundo. Son síntomas de la civilización pulverizada.
Con un héroe fundante como el Tarado Arbelo.
Es el personaje más biográfico, porque era un músico legendario de esos ambientes no tan prestigiosos como el canto popular, que desde acá ha alcanzado otras proyecciones. Y él, en este momento, mientras hablamos, debe estar girando quién sabe dónde, con algunos de esos avatares de Los Iracundos.

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