domingo

IDEA VILARIÑO - JULIO HERRERA Y REISSIG: ESTE HOMBRE DE TAN BREVE VIDA (11)


Como en muchos poemas de Los éxtasis de la montaña, en muchos de estos, entre el planteo de los cuartetos y la solución o el desenlace o el hecho en que culmina, alguna fórmula de las que integran un pequeño acervo denuncia el vuelco. Puede tratarse de una breve frase que indica la acción mutante: Callamos, Y dimos en sufrir, Me arrodillé; de una pregunta, de un piano desencadenante. Puede tratarse, de nuevo, de un adverbio temporal: Súbito, De pronto. O también de nuevo, del paso de la tarde a la noche, o de algo que acontece a la tarde o a la noche.

En aproximadamente la mitad de los poemas el ocaso es el punto de partida para el cambio en la situación o en los sentimientos: la tarde ahogóse entre opalinas franjas; ardió la tarde como un incensario. Pero no siempre cumple el fin del día esa función servicial. Y en tal caso deja de ser un mecanismo de la estructura, o combina ese servicio con una integración más plena en el acontecer lírico: se funde, por ejemplo, con el estado de ánimo de la pareja, o con uno de los agonistas, o con ambos. En El camino de las lágrimas, al tiempo que se acaba “la tarde de oro”, toda su alma “se pobló de noche”. El anochecer puede ser un acto cómplice, como explica hermosamente en El sauce:

A mitad de mi fausto galanteo,
su paraguas de sedas cautelosas
la noche desplegó.

En el ocaso se pinta, dice, “la dulce primavera de su muerte”; y a su beso en los labios de la muerte, “se sonrojó tu alma en el ocaso”. El tiempo amargo de reproches y de llanto se borra, en Determinismo ideal, ante la presencia augusta y purificadora de la noche; aunque eso no es todo, porque, después que la mirada deja el pequeño mundo íntimo y abre el poema al infinito estrellado, por uno de esos procesos herrerianos endiabladamente complejos, ese infinito se sume en lo más recóndito del mínimo mundo de la pareja humana. Y, otra vez, en El juramento, la noche es testigo, asiste, y al mismo tiempo que es íntimo y cómplice dosel, provee distancia, inmensidad, la posibilidad de agrandar el ámbito y de alejar el marco. De nuevo, en Quand l’amour meurt, cuando hay noche en la mirada de ella, y antes de que los envuelva el “sudario de la noche”, se da de pronto, en otra de sus esplendorosas maneras de decir la muerte del día, el correspondiente milagro: “en una trémula capilla ardiente / trocóse el ancho azul”.

Tan compenetrado está el anochecer con la materia misma de estos sonetos que más de una vez se transitiva el verbo y permite que se vea a la mujer “anochecer en el eterno luto, o que anochezca la tapa de un ataúd.

El ámbito, la luz, el cielo, siguen llevándose buena parte del espacio del soneto, porque la mayoría de las veces la acción se da en exteriores. Los más favorecidos son los jardines, pero suceden el campo, un lago; a veces, la montaña, el mar, un cementerio. Algún paisaje -Anima clemens- coincide con los de las églogas pero, como norma, se trata aquí de un mundo más “romántico”, de una naturaleza más tamizada, más encerrada en el novecientos, que nos depara surtidores y estanques, rejas y madreselvas. O de un mundo saturnal, o de un clima onírico. O de interiores que rara vez se salvan de un piano. Y que están poblados de lágrimas y suspiros, de tumbas y de sueños, de música y de abanicos. No faltan resabios decadentes: los ópalos y los lilas, lo crepuscular y lo evanescente, algún esplín, y formas de erotismo lánguido, macabro o un poco cínico.

El buen humor dominante en Los éxtasis de la montaña ha dejado lugar, salvado algún chispazo, a la diversa pena de estos encuentros y desencuentros sentimentales. Es otra forma de humor la que se exhibe aquí en los textos más francamente eróticos. Herrera y Reissig es, increíblemente, uno de los poetas uruguayos -entre los hombres- que ha ido más lejos en ese terreno, pero asume ante la situación o el acto erótico cierta irónica, distanciada manera de mirarlo, de decirlo, que se manifiesta en su exposición deliberadamente técnica o mecánica; por ejemplo en Fiat Lux: “jadeaba entre mis brazos tu virgínea / y exangüe humanidad de curva abstracta…” Y de modo tanto o más flagrante en La liga, donde es notable cómo son erotizados el sol, la sombrilla, el vestido, mientras se despoja el propio acto amoroso, describiendo “el erótico ritmo con términos precisos y desvitalizados.

Husmeaba el sol desde la pulcra hebilla
de tu botina un paraíso blanco…
y en bramas de felino, sobre el banco,
hinchóse el tornasol de tu sombrilla.


Columpióse, al vaivén de mi rodilla,
la estética nerviosa de tu flanco,
y se exhaló de tu vestido un franco
efluvio de alhucema y de vainilla.

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