sábado

CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE) 68 - LOS CANTOS DE MALDOROR

CANTO SEGUNDO

13 (3)

Aquella muerte no representaba para mí ni siquiera la atracción de lo peligroso, pues la justicia humana, mecida por el huracán de aquella noche espantosa, dormitaba en las casas, a pocos pasos de allí. Hoy que los años hacen sentir su peso sobre mi cuerpo, declaro sinceramente como verdad suprema y solemne que yo no era tan cruel, como ha circulado después entre los hombres; aunque a veces la maldad de estos se ejercitaba en perseverante estragos durante años enteros. Entonces, no reconocía límites a mi furor, y sufría arrebatos de crueldad que me tornaban terrible para el que se presentaba a mi mirada salvaje, si por acaso pertenecía a mi raza. En cambio, si se trataba de un caballo o un perro, los dejaba alejarse: ¿habéis oído lo que termino de decir? Desgraciadamente, aquella noche de tempestad estaba dominado por uno de estos arrebatos; mi razón me había abandonado (pues habitualmente, a pesar de seguir siendo cruel, era más prudente) y todo lo que en aquella oportunidad estuviera al alcance de mis manos, debía perecer; no pretendo con esto disculpar mis errores; tampoco toda la culpa es achacable a mis semejantes. Sólo dejo constancia de los hechos a la espera del Juicio Final, que me hace rascar la nuca con mucha anticipación… ¡Qué me importa el Juicio Final! Mi razón no me abandona jamás, a pesar de lo que antes afirmé para engañaros. Y, cuando cometo un crimen, sé lo que hago: era eso y no otra cosa lo que quería hacer. De pie sobre la roca, mientras el huracán me azotaba los cabellos y el manto, observaba extasiado esa fuerza de la tempestad que se encarnizaba con un navío, bajo un cielo sin estrellas. Seguí, con actitud triunfante, todas las peripecias del drama desde que el barco echó anclas hasta el momento en que se sumergió, vestidura fatal que arrastró a las entrañas del mar a todos aquellos a quienes envolvía como un manto. Pero se aproximaba el instante en que yo mismo tendría que intervenir como actor en aquellas escenas de la naturaleza convulsionada. Cuando el lugar donde se había desarrollado la lucha del barco mostró claramente que este había ido a pasar el resto de sus días en la planta baja del mar, entonces, una parte de los que fueron arrastrados por las olas reaparecieron en la superficie. Luchaban a brazo partido dos o tres juntos; era el mejor modo de no salvar sus vidas, pues trababan sus movimientos y se hundían como cántaros agujereados… ¿Qué significa ese ejército de monstruos marinos que hiende las aguas velozmente? Son seis; tienen aletas vigorosas y se abren paso a través de las olas encrespadas. Con todos esos seres humanos que menean sus cuatro miembros en ese continente tan poco sólido, los tiburones hacen bien pronto una tortilla sin huevos y la reparten de acuerdo con la ley del más fuerte. La sangre se mezcla con las aguas y las aguas con la sangre. Sus ojos feroces iluminan satisfactoriamente el escenario de la carnicería… Pero ¿qué significa ese nuevo tumulto de las aguas allá lejos en el horizonte? Parecería una tromba que se acerca. ¡Qué golpes de remo! Ya distingo lo que es. Un enorme tiburón hembra viene a participar del picadillo de hígado y del puchero frío. Llega enfurecida por el hambre. Una lucha silenciosa se entabla entre ella y los tiburones por la disputa de los escasos miembros que flotan esparcidos sobre la crema roja. A derecha e izquierda, aplica dentelladas que producen heridas mortales. Pero tres tiburones vivos la rodean todavía, y se ve forzada a girar en redondo para desbaratar sus maniobras. Con creciente emoción hasta entonces desconocida, el espectador situado en la orilla sigue ese combate naval de nuevo género. Tiene los ojos clavados en esa hembra de tiburón, de dientes poderosos. Ya no titubea más, se echa la escopeta al hombro, y, con su habitual destreza, aloja su segunda bala en las agallas de uno de los tiburones en el momento en el que era visible por encima de una ola. Quedan dos tiburones que demuestran un encarnizamiento todavía mayor. Desde lo alto de la roca, el hombre de la saliva salobre se arroja al mar y nada hacia la alfombra agradablemente coloreada, llevando en la mano ese cuchillo de acero que no lo abandona jamás. En adelante, cada tiburón tiene que habérselas con un enemigo. Él avanza hacia su adversario fatigado y sin apresurarse le hunde en el vientre la aguzada hoja. La fortaleza móvil se desembaraza fácilmente del último adversario… Se encuentran frente a frente, el nadador y la hembra de tiburón salvada por él. Se miran a los ojos durante algunos minutos, y cada uno se asombra de encontrar tanta ferocidad en la mirada del otro. Dan vueltas en redondo nadando sin perderse de vista y diciéndose para sus adentros: “he vivido engañado hasta hoy; he aquí alguien que me supera en maldad.”

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