sábado

LA TIERRA PURPÚREA (67) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XVII / DOLORES (3)

Era mediodía; reinaba en la casa el más profundo silencio, pues doña Mercedes se había ido, después del almuerzo, a dormir su indefectible siesta, dejándonos de charla. Yo estaba recostado sobre el sofá, fumando un cigarrillo, en la espaciosa y fresca sala donde por primera vez había reposado en aquella casa. Sentándose Dolores a mi lado con la guitarra dijo: -Déjeme tocarle y cantarle algo muy suavecito para que se quede dormido-. Pero mientras más tocaba y cantaba, menos ganas tenía de dormir.

-¡Qué es esto! ¿Todavía no se ha quedado dormido, Ricardo? -decía con una risita picaresca después de cada estrofa.

-Todavía no, Dolores -respondí, haciendo como si me fuera viniendo el sueño-; pero ya los párpados se me están poniendo pesados. Un cantito más y estará soñando. A ver, cánteme aquella tonada que tanto me gusta:

Desde aquel doloroso momento.

Por último, viendo que mi somnolencia era toda fingida, rehusó cantar más, y luego nos encontramos hablando otra vez del mismo tema de siempre.

-¡Ah, sí! -contestó a aquel argumento de mi nacionalidad, que era mi única defensa-, siempre me han dicho que los extranjeros son prácticos, fríos e interesados…, tan distintos de nosotros. Nunca me ha parecido usted extranjero; ¡ay, Ricardo!, ¿por qué me hace recordar que no es uno de nosotros? Dígame, querido amigo, si alguna hermosa mujer le pidiera a usted que la librara de una gran desdicha o de algún peligro, ¿se detendría usted a preguntar primero cuál era su nacionalidad antes de ir en su ayuda?

-¡No, Dolores! Usted sabe perfectamente bien que si usted, por ejemplo, estuviese en peligro o afligida, volaría a su lado y arriesgaría mi vida por salvarla.

-Le creo, Ricardo. Pero dígame: ¿es menos noble ayudar a un pueblo necesitado y cruelmente oprimido por hombres malos, que a fuerza de sus crímenes, su traición y la ayuda extranjera, han logrado llegar al poder? ¿Quiere usted decirme que ningún inglés ha desenvainado su espada en una causa semejante? ¿No es mi patria más bella y digna de ser ayudada que cualquier mujer? ¿No le dado Dios ojos espirituales que derraman lágrimas y buscan consuelo? ¿Y labios más dulces que los de cualquiera mujer, clamando diariamente que la liberten? ¿Puede usted contemplar ese cielo azulado allá en lo alto, y pisar sobre el verde césped donde le sonríen las flores bancas y purpúreas, y quedar ciego ante su belleza e insensible a su gran necesidad? ¡Oh, no, Ricardo! ¡Eso es imposible!

-Ah, si usted fuera hombre, Dolores, qué llama encendería en los corazones de sus compatriotas!

-¡Oh, si yo fuese hombre -exclamó, levantándose precipitadamente-, no sólo serviría a mi patria con palabras, sino que también daría golpes y derramaría mi sangre por ella!; ¡y con qué gusto! Pero siendo solamente una frágil mujer, daría toda la sangre de mi corazón por ganar un solo brazo que ayudase a esta santa causa.

Se puso delante de mí, con sus ojos brillantes y el rostro resplandeciéndole de entusiasmo; levantándome, tomé entre las mías sus manos, pues estaba embriagado por su hermosura y casi a punto de arrojar al viento todo freno.

-¡Dolores! -exclamé -. ¿Acaso no son exageradas sus palabras? ¿Quiere que pruebe su sinceridad? Dígame: ¿daría usted un solo beso de sus encantadores labios por ganar un brazo fuerte para su patria?

El color de la púrpura subió a su rostro y bajó los ojos; recobrándose en seguida, contestó:

-¡Qué significan sus palabras? ¡Hable claro, Ricardo!

-No puedo hablar más claro, Dolores. Perdóneme si la he vuelto a ofender. Su hermosura, su gracia y su elocuencia me han arrebatado el sentido…

Sus manos humedecidas temblaban en las mías, mas no las retiró. -No, no estoy ofendida… -murmuró con voz singularmente apagada-. Haga la prueba si quiere, Ricardo… ¿Debo entender que por semejante favor se afiliaría usted a nuestra causa?

-No puedo decirlo… -repuse, tratando siempre de ser prudente, aunque mi corazón ardía como fuego y mis palabras, al hablar, parecían sofocarme-. Pero, Dolores, si usted derramaría su sangre por ganar un fuerte brazo, ¿le parecería demasiado conceder ese favor en la esperanza de ganarlo?

Guardó silencio. Acercándole a mí, rocé sus labios con los míos. Pero, ¿qué hombre jamás se ha contentado con sólo el roce de los labios que su corazón ha ansiado con tanto frenesí? Fue como el contacto de algún fuego celestial avivando al instante mi amor y tomándolo en locura. La besé y volví a besarla; oprimí sus labios hasta que estuvieron secos; ardían y quemaban como fuego; besé sus mejillas, su frente y su hermosa cabellera, y por último, atrayéndola hacia mí, la estreche en un largo y apasionado abrazo hasta que pasó la impetuosidad de mi arrebato, y lleno de angustia la solté. Dolores se estremeció; estaba más pálida que el blanco alabastro, y cubriéndose el rostro con las manos se dejó caer en el sofá. Me senté a su lado; recliné su cabeza sobre mi pecho; permanecimos en silencio; sólo se oía el violento latido de nuestros corazones. Luego, se desprendió de mis brazos, y sin dirigirme una mirada, se puso de pie y salió de la pieza.

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