sábado

LA MIRADA DE GUILLERMO FERNÁNDEZ - Hugo Giovanetti Viola

                                                       
                                  
para Lola Fernández y Leandro Díaz

Si pudiera explicar
si pudiera explicar
lo hice para quebrar
lo hice para quebrar
lo hice para quebrarme a mí.
FITO PÁEZ

Se eu quiser falar com Deus
tenho que aceitar a dor
tenho que comer o pâo
que o diabo amassou.
GILBERTO GIL

Y si ardo en la cruz
seré un santo
vestido de guerrero.
MAHMUD DARWISH



1 / NOTICIA

El escándalo se produjo a finales de los 60 y estoy casi seguro de que fue una tarde de sábado. El taller de mi padre tenía dos niveles y Guillermo Fernández entró de sopetón y no cerró la puerta ni esperó a bajar los tres escalones para anunciar radiantemente recortado sobre la mansedumbre del patio con parral:

-El domingo pasado tomé la comunión, gordo.

Y nosotros nos miramos durante un segundo como si nos hubiese tirado una bomba de olor.

-Mirá vos -terminó por fluirle una sonrisa todavía shockeada a mi padre, que cuando yo tenía seis años me leía el Sermón de la Montaña y jamás hablaba mal de la Iglesia aunque tampoco iba. -¿Y no te interesan más los protestantes?

-Santa Madre hay una sola -se sentó entre el caballete y el gran banco de carpintero el hombre cuarentón y todavía espigado que según mi prima hermana Ana María era un terrible churro parecido a Mel Ferrer.

Yo tendría dieciocho o diecinueve años y venía devorándome la historia de la redención de Raskolnikov, pero me era imposible concebir que aquel maestro torresgarciano se hubiese conmovido tanto al masticar la hostia.

-El asunto empezó cuando cumplí los veinte -se paró Guillermo para señalar el mate que estaba arriba del banco de carpintero. -La cosa se me apareció adelante así como ahora estoy viendo a este porongo, pero no le hice caso.

Y arqueó su clásica sonrisa de labios cerrados para poner el mate detrás suyo.

-Bueno, yo reconozco que a mí casarme por iglesia me hizo mucho bien -prendió un Sinniko fino mi padre con una ansiedad ya completamente hipnotizada.

-Y al llegar a los treinta se me apareció otra vez -volvimos a ver incrustarse el fulgor de la bombilla sobre el enorme ventanal de vidrios fijos que daba al sur. -Y yo seguí escondiéndola.

Aquello era como estar contemplando una especie de ping-pong titiritesco, pero cuando el porongo que representaba a Jesús se estacionó definitivamente al lado del termo reinó un silencio de oro.

Y después que los escuché charlar un rato sobre la vuelta de Gurvich a Israel tuve necesidad de comentar que estaba terminando de leer Crimen y castigo.

-Uh: qué novela -se le ahuevó una celestísima espesura de admiración a Guillermo. -Y eso que Dostoievski era tarado.

Entonces nos miramos con mi padre esperando que pateara el penal:

-Claro, Huguito: era tarado. Al final de su vida comulgaba y todo. Los sabios modernos le avisaron que todo aquel asunto de la Virgen, la crucifixión y la resurrección era un invento para adormecer a los pueblos pero él murió creyendo a rajatabla en el Espíritu Santo. Igual que Dante, Cervantes, Vivaldi, Cézanne, Vallejo y toda la comparsa de locos alucinados.


Y aquella noche terminé de devorar el novelón mesiánico sin entender que acababa de recibir el primer cachetazo maravilloso de esos que nos va encajando la verdadera vida.


2 / EFICIENCIA

Claro que tres años antes la arquitectura divina ya me había sumergido en un tsunami de adoración cuando en cuarto de liceo me metí hasta las patas con la muchacha más linda del turno y retomé la poesía que había dejado de garabatear al salir de la escuela.

Ella era mi compañera de banco y yo sabía que había tenido un novio de veinte años y que con mi metro sesenta y mi asquerosa ortodoncia no tenía la menor chance de conquistarla.

Y lo peor fue que al principio me encamoté con Bécquer y hasta perdí la gracia de imaginación y de construcción que me aportaron García Lorca, Herrera y Reissig y Nicolás Guillén cuando tenía cuatro años: mi padre me los leía en su taller-altillo del Paso Molino y yo los papagayeaba como si cantara el himno de Liverpool, incluso antes de alfabetizarme.


Pero ahora él leía alarmado mi idiotizada involución y trató de aggiornarme con los veinte poemas de Neruda, aunque la cosa mejoró muy poco.

Hasta que una tarde cayó Guillermo Fernández y me recomendó enseguida que leyera a un tal César Vallejo, y en la próxima visita se acordó de traerme la primera compilación de Losada que incluía un colofón finalmente suprimido por los tavarich inquisitoriales (con Fernández Retamar a la cabeza):

Cualquier causa que tenga que defender ante Dios más allá de la muerte, tengo un defensor: Dios.

Decían que era un texto apócrifo, pero según Georgette fueron las últimas palabras que el máximo alquimista lírico de la angustia universal murmuró antes de irse.

Y es 55 años después que estoy en condiciones de entender que Guillermo me ofreció una herramienta eficiente para romper el techo de lo imposible a puro cabezazo y estrellar sobrehumanamente la belleza vacía de mi compañera de banco.

Porque leí tanto al Cholo que en pocos meses fui capaz de liberar irracionalmente toda mi sed de Ella y aunque casi no entendía una palabra de mis propios poemas, asomó una especie de resplandor todopoderoso y rompí la piñata.

¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva! le escribió Vallejo a Antenor Orrego en 1922, después de editar Trilce.

Entonces la arquitectura divina quiso que otra compañera de clase me pidiera los poemas para mostrárselos a escondidas al alma imposible de mi amada y aquella marea hipnótica terminó por marear de verdad a la pobre chiquilina.

Algunos críticos guillotinados por el pecado original siguen machacando sobre la heroicidad con la que el Cholo superó la derrota de su mística utopista.

Son los mismos que piensan que Georgette oyó mal a su esposo agonizante.

La formalización de mi romance duró apenas tres días y ni siquiera llegamos a besarnos, pero en un ómnibus de excursión en el que volvíamos de Porto Alegre a medianoche ella me dio la mano durante diez minutos con dulzura de novia y yo agarré lo eterno.

Guillermo había embocado.

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