domingo

JUAN CARLOS ONETTI - PARA UNA TUMBA SIN NOMBRE (16)

V (1)

El segundo encuentro fue también casual, por lo menos en parte. Había hecho una visita cerca del Mercado Viejo y anduve caminando, perezoso en el sol de la tarde, para aventar el asco y la tristeza, el recuerdo de la mujer de vientre plano, de sus estúpidos ojos embellecidos por la fiebre, ciegos para la pieza maloliente. Y el hombre pe­queño, flaco, duro y negruzco, moviéndose con rigidez y miedo, hostilizándome, un poco aliviado porque podía descargar en mí su responsabilidad, un poco excitado porque podía concentrar en mí su viejo, encalabrinado odio por la vida. Como de costumbre, yo ignoraba qué podía hacerlo menos desgraciado, si el desahucio o la esperanza. Tam­poco él sabía; me acompañó hasta la calle en si­lencio, con el pequeño hocico contraído por algo que podía ser llamado furia o sarcasmo, esperando escuchar una de las dos cosas, pronto para extraer toda la posible infelicidad del pronóstico que yo aventurara.

Quedamos al sol, frente a los ladrillos del Mercado Viejo. Los vagos sesteaban o se mataban pulgas o discutían arbitrios para la próxima comida bajo las chatas arcadas coloniales. Un montón de muchachitos salió corriendo, hizo un círculo y entró de nuevo en la sombra del mercado. Tal vez esta mayor miseria -la estética de los vagos, la dinámica de los chicos sucios y descalzos­ sirvió de consuelo al hombre; tal vez lo animó la idea de que el gotear de la sangre en la pieza no significaba una desdicha personal sino que era, sólo, un minúsculo elemento anónimo que contribuía, afanoso y útil a la perfección de la desgracia de los hombres. En todo caso, aflojó la cara y estuvo meciendo en la luz una expresión lisa y resignada. Ya no mostraba el odio sino sus rastros, su obra. Me ofreció un cigarrillo y dimos dos pitadas en silencio. Volví a mirarlo y opté por la duda; le dije que no podía decirse nada, que esperara el efecto de las inyecciones, que me hablara por teléfono a las nueve.

Entonces sonrió a un secreto y estuvo moviendo la cabeza; repuso el cigarrillo en la boca y lo hizo bailar mientras decía:

-Quién te ha visto y quién te ve. Tanto ella como yo créame. Antes robo que dejar de pagarle. A las nueve en punto lo llamo.

-Me dice cómo anda y vemos.

Me dio la mano y se fue por el largo corredor a recuperar la importancia, los odios, la sensación siempre increíble de estar atrapado.

Crucé lentamente, olvidándolo, hasta el portón del Mercado. Hendí la fila derrumbada de miserables, tiré unas monedas al centro del lánguido clamor, sobre cabezas y brazos. Adentro, la sombra fresca, los mostradores vacíos, el olor interminable, reforzado cada día, de verduras fermentadas, humedad y pescado. Los niños mendigos corrían persiguiéndose bajo la claridad que llovía de los tragaluces en el fondo distante. En una mesa, fren­te al bar, estaba un hombre joven, gordo, sonrien­do inmóvil hacia el estrépito de los muchachitos. Pedí un refresco en el bar y examiné al parroquiano solitario antes de reconocerlo.

Era muy joven y acaso resultara apresurado lla­marlo hombre; estaba bebiendo la especialidad de la casa, caña con jugo de uvas, y se había hecho llevar una botella a la mesa. Tenía la camisa de­sabrochada en el cuello y la corbata colgaba del respaldo de una silla; pero estaba vestido como para una fiesta, con un traje oscuro de chaleco, con zapatos negros y lustrados, con un pañuelo blanco colgando las puntas en el pecho. El sombrero ne­gro, de alas levantadas, le tapaba una rodilla; vi, mucho después, la doble ve de la cadena del re­loj en el vientre. Tenía cerrada la mano izquierda y continuaba sonriendo y sudando hacia el fondo luminoso del Mercado, donde los niños viboreaban entre los puestos vacíos. Junto a la botella había un puñado de caramelos.

-Cada uno se divierte a su manera, dicen -dijo el encargado del bar. Lo miré sin conocerlo: era bigotudo y cincuentón, estaba en mangas de cami­sa-. Doctor. Pero desde el almuerzo que le pido a Dios que no me deje saber del todo cómo se divierte este. Perotti, de la ferretería. Fíjese aho­ra y dígame.

Los niños mendigos corrieron velozmente hacia el norte y el líder dobló de pronto, desconcertando a la columna. Zigzaguearon entre los hierros y las maderas, resbalaron sobre las placas de tierra y porquería. El muchacho de la mesa había abierto y estirado la mano izquierda, llena de caramelos. Pa­saron corriendo y gritando, cada uno trató de robar sin detenerse, la mano se cerró atrapando la de una chiquilina flaca, con cara de rata, de un pelo duro y grasiento hasta los hombros. Los demás si­guieron.

-Bueno -dijo a mi espalda el encargado-; desde la una de la tarde, sin mentir. Fíjese ahora.
El muchacho gordo atrajo a la chiquilina, le besó una oreja mientras la palmeaba, en un remedo de castigo, murmurando amenazas. Después la soltó; la chica se puso un caramelo en la boca y corrió para alcanzar a la banda que describía ya el semi­círculo bajo el sol de la calle y volvió a entrar; luego aullando, persiguió al líder hasta el fondo de luz grisácea filtrada.

Entonces el muchacho gordo alzó la cabeza llena de un esponjado pelo negro y se puso a reír hacia el techo averiado, sin participación de su cuerpo, con la más pura, ejemplar risa histérica que yo haya oído nunca. Se interrumpió de golpe para vaciar el vasito, volvió a llenarlo y fue agregando más caramelos a la trampa de la mano izquierda. Miraba sonriendo, expectante, el remolino de los chiquillos harapientos en el fondo.

Perotti, el hijo del de la ferretería -repitió el desconocido contra mi hombro-. Tiene que conocerlo. A lo mejor lo ayudó a nacer o lo curó de purgaciones. Con perdón. Lo estoy mirando desde el almuerzo, y casi desde hace un mes o quince días, desde que cayó una tarde por casualidad este verano y descubrió el juego de los caramelos y las nenitas. El padre le dejó mucho dinero y él lo gasta así. Se divierte. Y hasta llegué a pensar que lo hace sin mala intención. Porque, como le decía, no acabo de entenderlo. Yo estoy a caña y vermut desde el almuerzo y no me aparto. Me hace un honor si me deja convidarlo.

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