domingo

IDEA VILARIÑO - JULIO HERRERA Y REISSIG: ESTE HOMBRE DE TAN BREVE VIDA (4)


La lectura de los modernistas explica la aparición de poemas de nueva factura. El impulso renovador parece haber comenzado a soplar sobre su prosodia y su métrica. Escribe un primer poema, Holocausto, en cuartetas de 16 sílabas -en realidad, dobles octosílabos- que buscan un ritmo cuaternario, parecido al de Año nuevo, de Darío, al del hermoso Nocturno de José Asunción Silva. El asunto, el lenguaje y la sintaxis son todavía románticos:

¡Allá van los pensamientos, y las cartas entreabiertas,
allá van las flores secas, y allá van cintas y lazos;
allá van todas mis dichas como mariposas muertas;
allá va toda mi vida fragmentada en mil pedazos.

En Wagnerianas, en versos de 16 y 19 sílabas -en realidad, dobles octosílabos y octo más endecasílabos-, ya el lenguaje es otro. Y lo es más especialmente en Plenilunio y en El Hada Manzana, ambos de 1900; el ritmo ternario al modo de Blasón, de Darío, que rige los decasílabos de Plenilunio.

En la célica alcoba reinaba
un silencio de rosas dormidas.

en El Hada Manzana se libera totalmente de la medida rígida del verso convencional:

El sabroso misterio de arcilla
¡la palabra de carne
modelada en la pluma de Dios!

Pero no aplica a estos ritmos el rigor impecable de Darío, ni insistirá después, salvo ocasionalmente y entre otras prácticas, en ellos. Herrera y Reissig pudo haberse instalado revolucionariamente en el “verso libre”, en los ritmos acentuales, pero prefirió la menor libertad posible, las más difíciles imposiciones: el soneto tenso y poblado; la décima sin resquicios, la rima perfecta y rara, llevada hasta tal extremo que en ocasiones abarca el verso entero.

Aun en 1902 se empecinará en algunos poemas -entre ellos dos sonetos- en sus dobles octosílabos, hasta culminar su relación con estos en el hermoso y extraño Ciles alucinada. Pero antes, en Las pascuas del tiempo, dobla un codo y exhibe una total posesión de su arte. Si bien el poema -fuera de serie- no comienza un ciclo ni abre nada, hay en él, como habrá en Ciles alucinada, claves y gérmenes de su poesía futura. Se trata de una extensa diversión, a través de cuyas ocho partes, y pasando del ritmo acentual al doble octosílabo, a los endeca o dodecasílabos, a los alejandrinos, según le convenga, juega con las gentes de la historia y de la mitología, de la literatura y del arte. Bienhumorada, desenfadada y a veces magistralmente.

Durante dos o tres años, Herrera y asimila y refracta cuanto le atrae del modernismo y, en mucho mayor proporción y con más interés, de la poesía francesa finisecular. Pero nunca será un parnasiano ni un decadente ni un simbolista. Y tal vez no se pueda decir siquiera que fue, como dice Gaos, “el sentido limitado -y único aceptable- de este término, si queremos que signifique algo preciso y no lo convertimos en una amplia vaguedad carente de sentido”.

En su conferencia sobre Julio Herrera y Reissig decía Darío al terminar la lectura del soneto sílabo Ojos negros: “¡Decadentismo! ¡Malhadada palabra! No, señores, tradición de casta; y antes de buscar a los autores del Mercure, recordar pensares y decires de nuestros clásicos castellanos. Naturalmente, entre Góngora y Gutierre de Cetina y el autor de estas estrofas hay nuevos cristales de poesía que hacen ver los ojos de las mujeres de diferente modo, y nuevas inquietudes que ha encontrado singulares maneras de expresarse…” Es cierto que Darío toma la denotación con el matiz peyorativo que los decadentes europeos, tal vez con razón (1), le escamoteaban.

Herrera había hecho en 1899 su conflictuada declaración de amor al decadentismo cuando en la primera parte de sus Conceptos de crítica, publicada en la quinta entrega de La Revista, lo cuestiona, lo explica y lo demuestra, para terminar la segunda parte del artículo, en el número 7, con una verdadera exaltación de la “revolución decadentista” en el verso y en la prosa:

“De la revolución decadentista en su primera época, data el pentagrama de la poesía moderna. La rima es hija suya, lo que equivale a decir que es hija suya la orquestación de las palabras; la tonalización de la idea, la vibrante eufonía de la métrica, el melodioso acorde que acaricia el oído y que cautiva el alma, eterna novia de la armonía. Además, sus nuevos ritmos fueron carcajadas de bacante destinadas a competir con los gastados exordios académicos, que tales eran los ritmos griegos y latinos que hasta entonces se conocían. Fuera de esto, en los dominios severos de la Prosa, tocó a rebato contra la monotonía clásica del giro enjuto y de la frase rígida, contra el procedimiento gastado a fuerza de experimentación y de trabajo; corrigió los antiguos modelos; quemó su incienso ante las nuevas plásticas, inventó nuevas palabras y alteró reglas y fórmulas; ensanchó el dominio de las figuras, distendiendo las alas del instinto audaz de donde arrancan los vuelos de la fantasía y las parábolas luminosas de las creaciones; colocó frente al ceñudo canon antiguo estas palabras: flexibilidad, elasticidad; bautizó el pincel con el prisma, y finalmente aumentó el cordaje de los instrumentos, diamantizando la lengua, muerta con su antiguo molde, a la manera que se enflorece un cadáver para llevarlo al sepulcro”.

Pero no es un decadente. Porque es un escritor y un hombre demasiado vital, sin nada de blasé ni de manfutista, porque no está hastiado ni fatigado de la vida ni abandonado a sentimientos deletéreos o artificiosos, y porque su entrega a la poesía es apasionada y avasallante. Le atraen, sí, le cautivan la faramalla y la utilería decadentes, e incorpora las neurastenias y los esplines, los lilas y las evanescencias, los refinamientos y las irreverencias.

De manera más cabal y confesa asume el simbolismo. En Psicología literaria, 1908, proclama su adhesión a “esa poesía que apenumbra, bosqueja, entona las sensaciones, destiñe el tono y le misteria”, “una poesía que no es elefantina, cuya estructura es muelle, que “evoca más que revela”. “El gran Arte es el arte evocador, el arte emocional, que evoca por sugestión” “pese al instinto imbécil” que lleva al público “a repeler sin examen las cosas finas, afiligranadas, reflectantes, en que se evoca por asociación y sugestivamente”. No menciona algo que puede sobreetenderse o no, pero que es esencial a su poesía y que su amigo Miranda destaca más de una vez en una conferencia (2): “el afán por las analogías inesperadas”, que es típicamente simbolista y que confunde o identifica los datos de los diferentes sentidos, lo fenoménico y lo abstracto, lo humano y lo cósmico, en un juego de analogías, de correspondencias, de sinestesias.


Notas

(1) Ernst Fischer, La necesidad del arte.
(2) Pablo de Grecia (César Miranda), Prosas.

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