CON OCASION de un viaje a Santiago de Chile, que en verdad fue un premio que yo mismo me concedía, puesto que acababa de publicar mi primer y olvidable volumen de versos, me alojé en un hotel de cero estrellas pero bien ubicado con respecto al centro de la ciudad.
Me acompañaba un amigo con nombre de gato, o sea, Félix; era un joven como yo en edad pero de hábitos intelectuales bien diferenciados. Sus opiniones políticas, algo retaceadas, provenían de la prensa conservadora, y sus sentimientos e ideología religiosos se sustentaban en los sermones dominicales y en el confesionario al que concurría con regularidad. Claro, que sus mayores pecados eran la gula, el gusto por el vino y la adicción al tabaco. Era (¿es?) lo normal en ciertas franjas de las capas medias, cuyo modelo de vida estaba basado en trabajos o negocios estables -sin explícita ambición-, posible casa propia, matrimonio adecuado y la fe en un Dios que diera amparo a sus avatares sociales. A veces surgían otras ambiciones, deseos de ascenso, de encumbramiento, de egolatría de clase en razón de una presunta superioridad sobre los sectores carenciados o en permanente desequilibrio económico.
Mi experiencia de precoz y limitado viajero me estaba indicando, ya que no era la primera salida que hacíamos con Félix, que en este se insinuaban indicios de una rígida conciencia clasista, discriminadora y opuesta a mis ideas apoyadas en el materialismo dialéctico. De todos modos, esa diferencia no lastimaba nuestra amistad, que compartíamos con los muchachos del barrio; diferencia expresada en que él pagaba al contado sus viajes, mientras que yo lo hacía en diez o doce cuotas mensuales. Ambos trabajábamos en un banco privado, él tenía un cargo mejor remunerado, a más de la solvencia familiar a la que podía recurrir.
“Este hotel no me gusta, tiene ya sus años” dijo mientras el encargado del equipaje disponía las maletas a la entrada de la habitación.
Entregué unas monedas al hombre delgado y canoso, con su uniforme color violeta gastado en todas partes y su gorra negra que dejaba libre la frente y la sección alta de las patillas, este dijo a media voz “gracias, joven” y se salió del cuarto, creo que el número 113, primer piso.
Félix, sentándose en una de las apretadas camas, volvió a exclamar:
-Este hotel no me gusta nada…”
-Es barato y parece limpio -contesté al regresar del baño.
La semana que nos alojamos en el hotel Trilce fue un eco de las quejas de mi amigo. Mi deseo era salir a caminar por las calles céntricas, en principio, y después comenzar una etapa de ampliación de recorrido, hacia las zonas periféricas indicadas en un plano para turistas.
Félix no era buen caminador, llevaba evidente exceso de kilos; además, siempre estaba de traje, camisa clara y corbata oscura; los anchos zapatos eran limpiados y lustrados diariamente, con notorio afán. Él contemplaba mi chamarra de tela liviana, mi suéter de lana, mis pantalones vaquero (en México les dicen “de mezclilla”), los tenis para jugar básquet y la boina vasca que rara vez abandonaba mi casi frondosa cabeza. (Ahora uso gorras de béisbol o de piel, según la temporada, para cuidar los cabellos que aún resisten.)
Pasados tres días, resolvimos que cada cual por su cuenta “hiciera camino al andar”, según Antonio Machado. La utilización de esa libertad llevaba a que, al cabo de la jornada, platicáramos sobre anécdotas, novedades, sorpresas.
“Hay dos iglesias enormes por aquí, una es la catedral, pero la nuestra la supera en calidad arquitectónica”, dijo en tono nacionalista. “Ah, fijate que comí en un restorán buenísimo, caldillo de congrio, mariscos, un pescado al horno que me supo a cielo… ¡Y qué vino tinto! ¡Así debe ser la sangre del señor!” culminó exaltadamente.
Estuve a punto de comentar que el último párrafo era una especie de herejía, pero las discusiones sobre asunto religioso pueden acabar en la hoguera o en la crucifixión. Dejé pasar sus palabras, demasiado eufóricas, en verdad; tampoco aludí a su notorio aliento a pisco, aguardiente cuya creación se disputan Chile y Perú.
Entonces, sentándome en mi lecho, lo miré buscando su mirada interior, dije:
-Félix, veo que estás muy animado… te contaré algo que me sucedió en estos días. Resulta que solicité datos en la recepción sobre salones de baile, bares seguros, restoranes populares.
Estaba ahí el señor de las maletas, preguntó:
-¿Así que usté quiere darse un baño de pueblo chileno?
-Algo así, yo estoy más cerca de los de abajo que de los del medio o los de arriba…
-Mire, todavía es temprano, pero cuando se vaya el sol le sugiero que tome la liebre… digo, el autobús siete siete, le dice al chofer que lo deje en avenida Ramos esquina Bolívar. Allí verá un local amplio pero de entrada estrecha, hay vigilancia, si le preguntan algo, pos dice que yo lo recomendé, soy Xavier Rojas, su servidor…
La muchacha de la recepción, morena y regordeta, miraba una revista, bostezaba, volvía a mirar las fotos a colores, bostezaba de nuevo. Alienación voluntaria o desinterés en algo conocido.
No descendí en la esquina indicada, pues el chofer, que escuchaba en el radio a un comentarista deportivo, se distrajo y me desembarcó recién varias cuadras más adelante.
-Disculpe, don. ¿Usté es argentino? Me pareció cuando preguntaba por esa esquina.
-No, soy de Uruguay. ¿Es aquí?
-Sí, tiene que caminar pa’ tras…
-Gracias” y pisé una asfalto irregular, ornado de charcos mugrosos.
Para los miopes, la media luz o media sombra de inicios de la noche presenta serios problemas. Tropecé antes de subir a la acera más irregular que la calle. Una voz de mujer, algo ronca y desafinada, chocó con mis orejas.
-¿No querís ocuparte cunmigo?
Forzando los ojos, entrecerrándolos, logré apreciar la figura de una mujer, con más tiempo que edad, recostada en la pared y debajo de un farol estratégico. Percibí en ella un rostro de pómulos algo saltados, “es una mapuche, creo”, labios de discreta carnalidad, nariz ligeramente achatada, frente cubierta en parte por un pelo de fúlgido negror, blusa abierta para mostrar el inicio de los senos pequeños y altos, falda encima de la rodilla, zapatos de tacón bajo, brazos y piernas enfrentando el suave friaje que se movía en la oscuridad.
Mi voz habló por mí, era otro el que contestaba y asentía:
-Sí, de acuerdo, ¿cómo te llamás?
-Me dicen Maríaluna… Porque siempre salgo de noche… aunque no haya luna…
-Luna por luna, ¿y María?
-Por mi madre, pobrecita, ella se jué p’al cielo. Se murió de cáncer… Yo tenía trece años…
Pensaba yo que era un relato trágico para convencer a un cliente y sacarle más dinero.
-¿Te quedaste sola, entonces?
-No, estaba el novio de mamá, un hijueputa que ni te digo… Fue él que me metió en la putería… Hay que vivir, ¿no? ¿Vienes o no vienes?”
Y seguí a Maríaluna, deslumbrado por aquella historia, fuera o no verdad. La puerta ostentaba un número, 507; como se ve, soy bueno para retener cifras. Entramos directamente en la única recámara, no sé que otras dependencias había. Ella me tomó de la mano al entrar, una luminosidad no conocida por mí entregaba a aquel cerrado ámbito -oloroso a perfume vulgar, a sudores resecos- como una sucesión de móviles cortinas transparentes. Había un ropero con su espejo, vi en él mi propio fantasma tridimensional.
Nos sentamos en una cama de grueso colchón, solo una sábana, Maríaluna comenzó a acariciarme muy profesionalmente, mencionó una cifra, dije que sí con voz de otro, y en el momento de besarla, un grito de niño pequeño, de una guagua acostada al otro lado del lecho, rompió el inicial sistema erótico.
Ella volteó hacia el bebé, estirándose sobre la sábana lo tomó en brazos, con certero gesto maternal. Uno de sus pechos fue llevado a la boca del hijo hambriento. Maríaluna lo retuvo durante unos minutos, su calma me asombraba. Al terminar, logró que su guagua eructara, le limpió el rostro con un pañuelo que parecía de seda, lo meció brevemente hasta introducirlo en el sueño, lo acostó finalmente en su sitio, cubriéndolo con una manta de lana.
Se volvió hacia mí:
-Perdón, pero el bebé estaba con hambre… Tiene seis meses…
-Por favor, está bien. Eres la mamá, ¿no es? -y eludiendo una mano que buscaba mi entrepierna, me alcé hasta toda mi altura. Agregué:
-Lo dejamos para otra vuelta, hoy no puedo -saqué de un bolsillo todo el dinero, en billetes y en monedas, y lo puse en la cama.
Ella dijo:
-Todo no, vas precisar para el autobús… ¿Por qué no querís cunmigo?
-Aunque no lo creas, no sé bien por qué… me has enseñado a ser otro tipo. Pero me gustaría besarte, nunca besé a una chilena, y mapuche además…
(Lo que sigue no se lo conté a Félix, que escuchaba como si estuviera lejos: Maríaluna se paró, mi memoria dice que nos besamos, que en su lengua tembló un dulzor de amargura; y mi memoria dijo en ese instante que debería escribir lo que ahora escribo.)
Nunca más volvimos a recordar aquella historia, la amistad con Félix se diluyó de año en año: éramos miembros de clanes muy distintos. Pasé por Santiago en otras ocasiones, en una de las cuales busqué la casita de la calle Bolívar cinco cero siete, llegué hasta la puerta rota, derribada, miré hacia la penumbra del interior, nada se movía, algo de olor a todo lo ausente rozó mi cara, en la boca estalló la dulzura de lo amargo.
Solo pude exclamar para mi congelado silencio:
-¡Porca miseria, Maríaluna! ¡Porca miseria!
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