domingo

LA TIERRA PURPÚREA (62) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON



XVI / LA ROMÁNTICA HISTORIA DE MARGARITA (4)

“Sería imposible expresar en términos suficientemente adecuados la impresión que me hizo aquella encantadora muchacha. Yo había vivido mucho tiempo en la capital, me había educado en nuestra mejor universidad y estaba avezado al trato de mujeres hermosas. También había visto al otro lado del Plata lo más digno de admiración en las ciudades argentinas. Y acuérdese, amigo, que con nosotros un muchacho de quince años ya conoce algo del mundo. Aquella muchacha retozando con las olas, no era como nada que jamás hubiese visto. No la miraba como a un mero ser humano. Parecía más bien algún ente de lejana y desconocida región celestial, descarriada hacia nuestra tierra, como, a veces, traída por el viento de lontana isla tropical, suele aparecerse algún ave de níveo y azulino plumaje, deleitando a cuantos la ven. Imagínese, Ricardo, si puede, a Margarita con su lustrosa cabellera suelta al viento, sus movimientos ligeros y graciosos cual los de las olas con que está retozando, sus ojos de zafiro chispeando como la luz del sol reflejada sobre las aguas, los suaves tintes de la madreperla en su fisonomía siempre cambiante, y con una risa que hacía recordar la silvestre melodía del canto del batitú. Margarita ha heredado la figura de Tránsito cuando niña, mas no su índole. Es una exquisita estatua dotada de vida. Tránsito, de contornos igualmente esbeltos y de colores perfectos, había encarnado el espíritu del viento y el sol, y era toda agilidad, gracia, fuego… un ser mitad humano, mitad seráfico. Verla fue amarla; y no fue una pasión común la que me inspiró. La adoraba y ansiaba hacerla mía; pero me abstuve entonces, y durante largo tiempo después, de exhalar los ardientes suspiros de amor sobre una flor tan dulce y celestial. Fui donde sus padres y me abrí a ellos. Siendo mi familia bien conocida de don Basilio, obtuve su permiso para visitar su solitario rancho siempre que pudiese; y yo, por mi parte, le prometí no hablarle de amor a Tránsito mientras ella no cumpliese los dieciséis años. Tres años después de haber hallado a Tránsito, me enviaron a una lejana región del país -estaba yo ya en el ejército-, y temiendo que me fuese imposible visitarlos otra vez por mucho tiempo, persuadí a Basilio que me permitiera hablarle a su hija, quien ya había cumplido catorce años. Para ese tiempo, ya me cobraba un gran cariño, y siempre aguardaba mis visitas llena de contento, las cuales paseábamos andando por la playa, o sentados sobre alguna alta barranca dominando el mar, hablando de cosas fáciles que ella comprendía y de aquella lejana y maravillosa vida de la ciudad de la cual jamás se cansaba de oír contar. Cuando le abrí mi corazón a Tránsito, al principio le asustaron estas nuevas y singulares emociones de las que le hablaba. No obstante, luego tuve la felicidad de ver que iba disminuyendo su temor. En un solo día, dejó de ser niña; la rica sangre tiñó de carmín sus mejillas, para dejarla, en seguida, pálida y temblando de emoción; sus tiernos labios retozaban con el borde de la taza almibarada. Antes de apartarme de ella, me había prometido su mano, y al despedirnos, aun se abrazó de mí, sus hermosos ojos arrasados en lágrimas.

“Pasaron tres años antes de que volviese a buscarla. Durante aquel tiempo le mandé veintenas de cartas a Basilio, sin recibir ninguna respuesta. Dos veces fui herido en acciones, una de ellas muy gravemente. También estuve prisionero varios meses. Por último, me escapé, y volviendo a Montevideo, obtuve licencia por unos cuantos días. Entonces, el corazón lleno de dulces esperanzas, busqué otra vez más aquella solitaria playa, y encontré que el lugar donde se había hallado el rancho de Basilio, estaba cubierto de maleza. En la vecindad me dijeron que hacía dos años que Basilio había muerto, y que después de su muerte la viuda había vuelto con Tránsito a Montevideo. Después de largas indagaciones en aquella ciudad, descubrí que ella no alcanzó a sobrevivir largo tiempo a su marido, y que una señora extranjera se había llevado a Tránsito sin que nadie supiese adónde. Su pérdida obscureció mi vida para siempre. Una pena aguda no puede durar eternamente, ni por muy largo tiempo; es sólo el recuerdo que dura. Es debido, tal vez, a este recuerdo, para siempre imborrable, que en un respecto, por lo menos, no soy como otros hombres. Me siento incapaz de enamorarme de ninguna mujer.

-¡No!; ni aunque encontrase a una nueva Lucrecia Borgia, desparramando semillas de adoración sobre los hombres, podrían ellas brotar en este árido corazón. Desde que perdí a Tránsito, no he tenido sino un pensamiento, un amor, una religión y todo se expresa en dos palabras… ¡la Patria!

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