miércoles

LA TIERRA PURPÚREA (61) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XVI / LA ROMÁNTICA HISTORIA DE MARGARITA (3)

Luego, recordó otra vez nuestro primer encuentro, habló de Margarita, aquella muchacha tan extraordinariamente hermosa, preguntándome si no me había parecido extraño que una flor tan blanca pudiese haber brotado del rústico tallo de una batata. Le dije que en efecto me había sorprendido al principio, pero que yo no creía que fuese hija de Batata, ni de ningún pariente suyo. Entonces ofreció contarme la historia de Margarita, y no me sorprendió saber que la conociera.

-Le debo esto -dijo- como reparación de las palabras un tanto ofensivas que le proferí a usted aquel día, al referirme a la muchacha. Pero usted debe tener presente, amigo, que yo era entonces simplemente Marcos Marcó, un paisano; y cuando tuviera algunas nociones de hacer el papel de gaucho, era natural que mis palabras fueran algo secas e irónicas como sucede a menudo con nuestros campesinos.

“Hace muchos años vivía en este país un tal Basilio de la Barca, un hombre de semblante y figura tan nobles que para todos los que le vieron llegó cura ser el prototipo de la belleza viril; tanto es así que un Basilio de la Barca llegó a ser un dicho en la sociedad montevideana cuando se hablaba de algún hombre de sobresaliente hermosura. Aunque era de alegre genio y le agradaban los placeres de la sociedad, la admiración que su hermosura inspiraba no le había echado a perder. Siempre fue sencillo y modesto; tal vez fuese incapaz de sentir una pasión, pues aunque conquistó los corazones de muchas mujeres hermosas, no se había casado. Si lo hubiese deseado, Basilio podría haberse casado con una mujer rica, y haber mejorado de esa manera, su situación; pero en esto, como en toda otra cosa de su vida no parecía capaz de hacer nada en su propio provecho.

“En otro tiempo, los de la Barca habían sido sumamente ricos, poseyendo muchas tierras en el país, y he oído decir que descendían de una antigua y noble familia española. Durante las largas y desastrosas guerras que ha sostenido este país, cuando fue conquistado sucesivamente por Inglaterra, Portugal, España, el Brasil y los argentinos, la familia empobreció, y por fin pareció estar extinguiéndose. El último de los de la Barca fue Basilio, y el negro destino que había perseguido durante tantas generaciones a todos los que llevaban su nombre, fue suyo también. Su vida entera fue una serie de desastres. Cuando joven, se incorporó al ejército, pero recibiendo una feroz herida en su primera acción, fue inutilizado para el resto de su vida, y obligado a abandonar la carrera militar. Después de eso, embarcó toda su pequeña fortuna en el comercio y un socio nada probo le arruinó. Por último, cuando había sido reducido a la miseria -frisaba entonces los cuarenta- se casó con una señora ya entrada en años, en gratitud por el cariño que ella le había manifestado; y se fueron a vivir a la costa, a varias leguas al este del Cabo de Santa María. Allí, en un pequeño rancho, en lugar desierto llamado la Barranca del peregrino, con sólo unas cuantas ovejas y vacas de qué sustentarse, pasó el resto de su vida. Su mujer, a pesar de su edad, dio a luz una niñita a quien llamaron Tránsito. No le dieron instrucción alguna, pues vivían en todos respectos como campesinos, y habían olvidado el uso de los libros. Además, la región era agreste y despoblada, y raras veces veían la cara de un forastero. Tránsito pasó su infancia correteando por las dunas de aquella solitaria playa, sirviéndole de únicos compañeros de juego las flores silvestres, las aves y las olas del océano. Un día -contaba a la sazón once años- estaba ella entreteniéndose en sus juegos de costumbre, la cabellera dorada ondeando al viento, su corto vestido y piernas desnudas mojadas por la espuma del mar, persiguiendo a las olas cuando se retiraban o huyendo de ellas con alegres gritos mientras se deslizaban otra vez apresuradamente hacia la playa, cuando un joven, un muchacho de unos quince años, llegó a caballo y la vio. Estaba él cazando avestruces, cuando perdiendo de vista a sus compañeros, y encontrándose cerca del océano, cabalgó a la playa a observar la entrante marea:

“-¡Sí, Ricardo, fui yo aquel muchacho! Usted saca sus deducciones con mucha rapidez. (Esto lo dijo, no en contestación as alguna palabra mía, sino a mis pensamientos, que con frecuencia adivinaba con extraordinaria perspicacia).

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