XVI / LA ROMÁNTICA HISTORIA DE MARGARITA (2)
-Señorita -dije-, no hay necesidad que usted se quede más tiempo aquí conmigo. Dígame solamente, antes de irse, que me perdona, pues me da mucha pena pensar que la haya ofendido.
Se volvió hacia mí con una brillantísima sonrisa y me dio la mano.
-¡Ah!, es usted el que debe perdonarme a mí por haberme ofendido tan apresuradamente de una insignificante palabra -dijo-. No debo permitir que nada de lo que usted diga en el futuro eche a perder mi gratitud. ¿Sabe que yo creo que usted es de aquellos a quienes les gusta reírse de las más de las cosas, señor?... ¡No! ¡Permítame llamarlo Ricardo y usted me llamará Dolores, pues hemos de quedar siempre buenos amigos, ¿no es así? Hagamos un pacto y así será imposible pelear. Usted tendrá entera libertad de dudar, desconfiar y reírse de todo, menos de una cosa… de mi fe en el general Santa Coloma.
-Con muchísimo gusto acepto ese pacto, Dolores -repliqué-. Será una nueva clase de paraíso, aunque del fruto de todo árbol podré comer menos de ese.
Rio alegremente.
-Ahora lo voy a dejar. Usted está adolorido y muy cansado. Quizás pueda dormir. -Mientras hablaba trajo otra almohada y la colocó debajo de mi cabeza; entonces me dejó, y antes de mucho me quedé dormido.
Pasé tres días de forzosa inactividad en la Casa Blanca antes de que llegara Santa Coloma, y después de las penas por las que había pasado, durante las cuales me había sustentado invariablemente de carne, ni siquiera un pedazo de pan o legumbres, fueron, en realidad, como días pasados en un paraíso. Entonces volvió el general. Estaba yo solo, sentado en el jardín, cuando llegó, y acercándose a mí, me saludó muy calurosamente.
-Mucho temía, mi joven amigo, por la experiencia que he tenido de su impaciencia bajo freno, que pudiera habernos abandonado -dijo amablemente.
-No podría muy bien hacer eso todavía, a menos que tuviera un caballo en que montar -repuse.
-Pues he venido a decirle que deseaba ofrecerle un caballo de regalo. Creo que debe estar atado en este momento a la tranquera; pero si usted sólo está esperando el momento de tener un caballo para dejarnos, tendré que lamentar de habérselo regalado. ¡No tenga tanta prisa! Usted tiene todavía muchos años de vida en los que podrá realizar todo lo que quiera; por lo tanto, permítanos tener el placer de su compañía algunos días más. Doña Mercedes y su hija no piden nada mejor que tenerlo allí con ellas.
Le prometí no huir inmediatamente, promesa que no me fue difícil hacer; entonces fuimos a ver mi caballo, que resultó ser un hermoso castaño, enjaezado con un lujoso recado a la gaucha.
-Venga conmigo y ensáyelo -dijo- . Tengo que ir a Cerro Solo.
La cabalgata resultó sumamente agradable, pues hacía algunos días que no montaba a caballo y había estado muy deseoso de sazonar mis horas de ocio con un poco de estimulante movimiento. Atravesamos la verde llanura a buen galope, conversando el general muy francamente, todo el tiempo, sobre sus planes y del brillante porvenir que le esperaba a todo individuo, de antemano avisado, que en este temprano período de la campaña eligiera unir su suerte a la suya.
El Cerro, a tres leguas de El Molino, era un alto monte solitario de forma cónica que dominaba la campiña a mucha distancia a la redonda. Había de guardia algunos hombres bien armados apostados en su cima, y después de hablar un rato con ellos, el general me condujo a un punto como a unos cien metros de allí, donde había un gran terraplén de piedra y arena, por el cual, a duras penas, hicimos subir nuestros caballos. Mientras estuvimos allí, me señaló los objetos más notables que se destacaban sobre la superficie del terreno circunvecino, indicándome los nombres de las estancias, ríos, lejanas cuchillas y otros objetos. Toda la campìña a la redonda parecía serle muy conocida. Por último, dejó de hablar, pero siguió contemplando el vasto y asoleado panorama con una curiosa expresión ensimismada. Soltando repentinamente las riendas sobre el cuello de su caballo, estiró los brazos hacia el sur y empezó a murmurar palabras que yo no alcanzaba a oír, mientras que la rabia y la exaltación alteraban su rostro. Casi al momento desaparecieron. Entonces se bajó del caballo y agachándose hasta tocar el suelo con la rodilla, besó la roca delante de él, después de lo cual se sentó, convidándome al mismo tiempo a que hiciera lo mismo. Volviendo al asunto del cual había tratado durante nuestra cabalgata, empezó a instarme, sin rodeos, a que lo acompañara en su marcha a Montevideo, la que comenzaría, dijo, casi inmediatamente, y resultaría infaliblemente en una victoria, después de la cual me premiaría por el incalculable servicio que le había hecho en ayudar a escaparse del juez de Las Cuevas. Estas halagadoras ofertas que en otras circunstancias me hubieran colmado de entusiasmo -es decir, si hubiese sido soltero- me vi precisado a rechazarlas, aunque no le di mis verdaderas razones, por qué lo hacía. Se encogió de hombros al modo tan elocuente de los orientales, añadiendo que no le sorprendería si en algunos días más yo cambiaba de opinión.
“¡Nunca!” exclamé mentalmente.
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