domingo

LA TIERRA PURPÚREA (59) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XVI / LA ROMÁNTICA HISTORIA DE MARGARITA (1)

Cuando nos hubo dejado Alday, la simpática joven en cuyas manos me complacía hallarme, me condujo a una fresca y espaciosa sala de templada luz, escasamente amueblada y con piso de baldosas coloradas. Fue un gran alivio dejarme caer en el sofá, pues estaba cansado y me dolía mucho el brazo. En un momento me rodearon la joven, su madre -doña Mercedes- y una vieja mucama. Quitándome muy suavemente la chaqueta, me examinaron cuidadosamente el brazo herido; el tacto de sus dedos compasivos -sobre todo los de la hermosa Dolores- produjeron en la parte inflamada y amoratada una sensación como la de una suave y refrescante lluvia.

-¡Ay, qué barbaridad haberlo lastimado a usted de esa manera! ¡Y eso que usted es amigo de nuestro general! -exclamó mi hermosa enfermera, lo que me hizo pensar que, sin quererlo, me había asociado precisamente al debido partido político de la Banda.

Me frotaron el brazo con aceite de comer; mientras que la vieja mucama trajo algunas ramitas de ruda del jardín, que al ser machacadas en un almirez, llenaron la estancia de un fresco olor aromático, y con esta olorosa hierba me hizo una calmante cataplasma. Habiéndome curado el brazo, lo pusieron en un cabestrillo, y en seguida me trajeron un liviano poncho indio para ponerme en vez de mi chaqueta.

-Me parece que usted está un poco afiebrado -dijo doña Mercedes tomándome el pulso-. Debemos mandar a buscar el médico… tenemos un médico muy entendido en nuestro pueblecito.

-Tengo muy poca en los médicos, señora -le dije-, pero sí una gran fe en las mujeres y en las uvas. Si usted me diera un racimo de uvas de su parral para refrescarme la sangre, le prometo mejorar muy luego.

Dolores se rio alegremente y salió de la sala, volviendo en unos cuantos minutos con un plato lleno de maduros purpúreos racimos. Las uvas eran deliciosas y parecían, en realidad, calmar la fiebre que sentía, la cual habría ocasionada tanto, quizás, por enconadas pasiones cuanto por el golpe recibido.

Mientras me reclinaba regaladamente sobre el sofá comiendo uvas, la madre y la hija se sentaron una a cada lado mío, abanicándose ostensiblemente, pero creo que sólo fue para refrescarme el ambiente. Por cierto que muy fresco y agradable lo hicieron, pero las amables atenciones de Dolores eran, al mismo tiempo, tales, que bien pudieron infundir en mis venas una clase de fiebre más insidiosa de la que tenía…, un mal que ni la fruta ni los abanicos ni la flebotomía podrían curar.

-¿Quién no soportaría golpes con placer por una recompensa como esta, señorita? -dije.

-¡No diga eso! -exclamó la joven con singular animación-. ¿No le ha hecho usted un gran servicio a nuestro general…, a nuestra querida patria? ¡Si lo tuviésemos en nuestro poder darle todo lo que su corazón desease, no sería nada… pero nada! Quedaremos para siempre sus deudores.

Sonreí a sus exageradas palabras, mas no por eso dejaron de serme menos dulces.

-El ardiente amor que usted profesa a su patria, señorita, es un hermoso sentimiento -dije, algo indiscretamente-, pero, ¿cree usted que el general Santa Coloma sea tan indispensable para su bienestar?

Se mostró ofendida y respondió:

-Usted es un extraño en nuestro país, señor, y no entiende bien estas cosas -dijo la madre con dulzura-. Dolores no debe olvidar eso. Usted no sabe nada de las crueles guerras que hemos visto, y cómo nuestros enemigos han sido victoriosos gracias únicamente a la ayuda de extranjeros. ¡Ay, señor, la sangre derramada, los destierros y las infamias que ellos han traído sobre esta pobre tierra! Pero hay un hombre al cual jamás han conseguido amilanar, siempre, desde muchacho, ha sido primero en el campo de batalla, desafiando balas; el oro brasileño jamás ha conseguido corromperlo. ¿Le parece cura usted, pues, señor, que él represente tanto para nosotras que hemos perdido a todos nuestros parientes y sufrido tantas persecuciones, y que hemos sido privadas casi de con qué comer para que se enriquezcan mercenarios y traidores? Él representa aun más para nosotras en esta casa que para los demás, habiendo sido amigo de mi marido y su compañero de armas. Nos ha hecho mil favores, y si alguna consiguiese echar abajo a este gobierno infame, nos devolvería toda la propiedad que hemos perdido. Pero, ¡ay de mí!, todavía no veo salvación…

-¡Mamita, no diga eso! -exclamó la hija-. ¿Empiezas tú a perder las esperanzas cabalmente ahora cuando hay la mayor razón para tenerlas?

-¡Niña! ¿Qué puede hacer con un puñado de hombres mal equipados? -replicó la madre, tristemente-. Valerosamente ha levantado el estandarte, pero la gente no acude a él. ¡Ay!, cuando se sofoque esta revolución como lo han sido tantas otras, nosotras pobrecitas las mujeres sólo tendremos que lamentar la pérdida de amigos muertos y sufrir nuevas persecuciones…y -aquí se cubrió los ojos con el pañuelo.

Dolores echó atrás la cabeza, haciendo al mismo tiempo un repentino además de impaciencia.

-¿Entonces, mamita, esperas ver que se forme un gran ejército antes de que se seque la tinta en la proclamación del general? ¡Cuando Santa Coloma estaba desterrado, sin partidarios, tú tenías tantas esperanzas; y ahora que está con nosotras y preparándose para marchar sobre Montevideo empiezas a descorazonarte… en verdad, no te entiendo!

Doña Mercedes se levantó sin contestar una palabra y salió de la pieza. La hermosa entusiasta dejó caer la cabeza en la mano y guardó silencio, no haciendo caso de mí, mientras que una nube de tristeza velaba su rostro.

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