EN LA COSTANERA o malecón de una ciudad de
México que da al océano Pacífico, cerca de un imponente hotel para turistas
europeos y estadounidenses, y también japoneses y chinos, mientras paseaba con
unos amigos para beneficiarnos con un sol de relativa potencia mañanera, pude
apreciar una forma humana que se estiraba debajo de una de las bancas que
ofrecían descanso a los paseantes. Me detuve unos segundos para mejorar la
observación primera. Pero como nuestra paseata continuaba, decidí regresar
apenas tuviera chance.
Pasados desayuno y almuerzo, mis amigos
resolvieron dormir una siesta en el modesto hostal adonde nos alojábamos. Esto
favoreció mi sencillo plan de pasar otra vez frente al Gran Hotel Mervin, pues
aquella figuración tirada sobre las baldosas de granito, con la banca de madera
dura como techo, había comenzado a obsesionarme. Incluso, en las pláticas
durante las comidas se me dijo que estaba como distraído: “Soy vasco, por lo
tanto una persona que tiende al ensimismamiento” respondí.
Miré debajo del asiento de descanso, nadie
había allí, ya desde lejos pude notarlo. Pero sí había huellas: una estera o
petate enrollada / o, un vaso, un plato y una cuchara de plástico, papel de
baño sujetado por una piedra.
Era evidencia todo aquello de que el
huésped regresaría a su estrecho imperio. Por lo tanto, crucé la costanera y
entré en el vestíbulo del Gran Hotel Mervin. Frescura de aire artificial,
sillones y mesitas adecuados para el ocio, la taza de café, la copa de licor,
la frívola lectura de revistas, la exhibición de lo banal como propuesta de
vida. Se escuchaban conversaciones en inglés, francés, coreano, alemán,
japonés, a veces en español, tal como en el metro de Nueva York.
Ya ubicado, pedí una cerveza a un precio
de escándalo. A través de los ventanales podía observar la banca, a la espera
de que su circunstancial inquilino apareciera. De paso podía contemplar los
movimientos del océano, el cambiante tono de las espumas, el tránsito de
agresivas gaviotas, el discurrir de hieráticos pelícanos. Horas pasaron, bebí
la segunda cerveza importada de Alemania. No me alcanzaba para pagar una
tercera, salí hacia los últimos calores de la tarde. Se insinuaba la
inauguración de la noche, el sol desaparecía sin apuro, las luces de la
costanera resplandecieron de súbito, entonces, al cruzar en medio de peatones
parlanchines y reidores y coches de lujo cercanos a la soberbia, vi que una
figura sin relieve se escurría debajo de la banca de piedra granate.
Me apresuré a sentarme en la banca, como legitimando
la presencia de aquel ente humano que de seguro solo deseaba dormir. Comprendí
que, aunque tuviera un cuerpo pobremente vestido y alimentado y aunque se
instalara en sitio de tanta concurrencia, nadie lo detectaba, invisible como la
gente “color de la tierra”.
El viento del mar comenzó su danza que
confirmaba el inicio de la noche, el malecón fue perdiendo su clientela, que
buscó otros locus amenus: bares, restoranes, locales de diversión, de cacería
sexual, de droga. Me incliné hacia la forma respirante que parecía dormir.
¿Cómo abrir un diálogo, ¿qué decir que no fuera tomado por ofensa?
-Buenas noches, ¿necesita usted algo? ¿No
tiene frío? -palabras que quisieron representar una actitud solidaria, ajena a
la piedad y a la mala conciencia.
La respuesta demoró un par de minutos,
creo:
-No, ni necesidad ni frío…
-¿Está acostumbrado a dormir así?
-No confunda, acostumbrada querrá decir…
-Es que no pude verla bien, cuando cruzaba
la avenida… Perdón, señora…
-Señorita, eso soy.
-Disculpe, ¿cómo le hace para… estar como
está?
-Una vive de necia, nomás, ¿entiende? Una
se deja llevar…”
-Como una gaviota en el viento…
-Más o menos.
-Pero… siempre no fue de ese modo… ¿Usted,
qué hacía antes?
-¿Antes de qué?
-Bueno, de niña, de joven… aunque supongo
que es joven…
-Dígame, ¿a usté que carajo le importa mi
vida? Soy lo que soy, y usté será como es, ¿o qué?
-Es que quiero ayudar, solo eso...
-¿Por qué, si no tiene que ver con usté?
-Me educaron así, me enseñaron que debemos
ser solidarios con la gente necesitada, no solo en cuestiones materiales… -mi
discurso me pareció tonto, sin fundamento.
-Ah, usté es religioso… ¿Mormón, católico,
evangelista…?
-No, señorita, ninguno de esos: soy
solidario, y en política, de izquierda de verdad, por justicia social para
todos…
Me estaba fatigando de seguir inclinado,
al hablar hacia el suelo de baldosas, sin distinguir la cara de la mujer. Me llegaba un
olor a cuerpo mal lavado, a cigarro, a aguardiente barato.
-¿Por qué tengo que creerle?
-Yo le digo mi verdad, haga lo que guste
con ella -y me enderecé hasta pararme.
-¿Ya se va, señor? Veo que la plática lo
aburre…
-Si me permite, con todo respeto, le ruego
acepte una colaboración, no es mucho, no, pero siempre ayuda -y coloqué cerca
de la voz, pues no quise buscar su rostro, el dinero que no gasté en la tercera
cerveza.
Apareció una mano de veloces dedos,
escuché:
-Lo agarro porque usté es distinto, no
habla de coger, me hace acordar a un profesor que tuve en mitad de la
secundaria… Eso fue hace como diez años, o más…
Me alejé por la acera, sin mirar hacia
rumbo alguno, un simple caminar hacia delante, tal vez en un viaje en espiral,
tan sin sentido como los remolinos de arena y polvo que el océano empezaba a
soltar sobre las alegres luces de aquella ciudad cuyo nombre es simplemente un
par de sílabas que no puedo recordar.
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