jueves

PORCA MISERIA (18) - SAÚL IBARGOYEN

   
EN LA COSTANERA o malecón de una ciudad de México que da al océano Pacífico, cerca de un imponente hotel para turistas europeos y estadounidenses, y también japoneses y chinos, mientras paseaba con unos amigos para beneficiarnos con un sol de relativa potencia mañanera, pude apreciar una forma humana que se estiraba debajo de una de las bancas que ofrecían descanso a los paseantes. Me detuve unos segundos para mejorar la observación primera. Pero como nuestra paseata continuaba, decidí regresar apenas tuviera chance.
  
Pasados desayuno y almuerzo, mis amigos resolvieron dormir una siesta en el modesto hostal adonde nos alojábamos. Esto favoreció mi sencillo plan de pasar otra vez frente al Gran Hotel Mervin, pues aquella figuración tirada sobre las baldosas de granito, con la banca de madera dura como techo, había comenzado a obsesionarme. Incluso, en las pláticas durante las comidas se me dijo que estaba como distraído: “Soy vasco, por lo tanto una persona que tiende al ensimismamiento” respondí.
  
Miré debajo del asiento de descanso, nadie había allí, ya desde lejos pude notarlo. Pero sí había huellas: una estera o petate enrollada / o, un vaso, un plato y una cuchara de plástico, papel de baño sujetado por una piedra.
  
Era evidencia todo aquello de que el huésped regresaría a su estrecho imperio. Por lo tanto, crucé la costanera y entré en el vestíbulo del Gran Hotel Mervin. Frescura de aire artificial, sillones y mesitas adecuados para el ocio, la taza de café, la copa de licor, la frívola lectura de revistas, la exhibición de lo banal como propuesta de vida. Se escuchaban conversaciones en inglés, francés, coreano, alemán, japonés, a veces en español, tal como en el metro de Nueva York.
  
Ya ubicado, pedí una cerveza a un precio de escándalo. A través de los ventanales podía observar la banca, a la espera de que su circunstancial inquilino apareciera. De paso podía contemplar los movimientos del océano, el cambiante tono de las espumas, el tránsito de agresivas gaviotas, el discurrir de hieráticos pelícanos. Horas pasaron, bebí la segunda cerveza importada de Alemania. No me alcanzaba para pagar una tercera, salí hacia los últimos calores de la tarde. Se insinuaba la inauguración de la noche, el sol desaparecía sin apuro, las luces de la costanera resplandecieron de súbito, entonces, al cruzar en medio de peatones parlanchines y reidores y coches de lujo cercanos a la soberbia, vi que una figura sin relieve se escurría debajo de la banca de piedra granate.
  
Me apresuré a sentarme en la banca, como legitimando la presencia de aquel ente humano que de seguro solo deseaba dormir. Comprendí que, aunque tuviera un cuerpo pobremente vestido y alimentado y aunque se instalara en sitio de tanta concurrencia, nadie lo detectaba, invisible como la gente “color de la tierra”.   
  
El viento del mar comenzó su danza que confirmaba el inicio de la noche, el malecón fue perdiendo su clientela, que buscó otros locus amenus: bares, restoranes, locales de diversión, de cacería sexual, de droga. Me incliné hacia la forma respirante que parecía dormir. ¿Cómo abrir un diálogo, ¿qué decir que no fuera tomado por ofensa?
  
-Buenas noches, ¿necesita usted algo? ¿No tiene frío? -palabras que quisieron representar una actitud solidaria, ajena a la piedad y a la mala conciencia.
  
La respuesta demoró un par de minutos, creo:
  
-No, ni necesidad ni frío…
  
-¿Está acostumbrado a dormir así?
  
-No confunda, acostumbrada querrá decir…
  
-Es que no pude verla bien, cuando cruzaba la avenida… Perdón, señora…
  
-Señorita, eso soy.
  
-Disculpe, ¿cómo le hace para… estar como está?
  
-Una vive de necia, nomás, ¿entiende? Una se deja llevar…”
  
-Como una gaviota en el viento…
  
-Más o menos.
  
-Pero… siempre no fue de ese modo… ¿Usted, qué hacía antes?       
  
-¿Antes de qué?
  
-Bueno, de niña, de joven… aunque supongo que es joven…
  
-Dígame, ¿a usté que carajo le importa mi vida? Soy lo que soy, y usté será como es, ¿o qué?
  
-Es que quiero ayudar, solo eso...
  
-¿Por qué, si no tiene que ver con usté?
  
-Me educaron así, me enseñaron que debemos ser solidarios con la gente necesitada, no solo en cuestiones materiales… -mi discurso me pareció tonto, sin fundamento.
  
-Ah, usté es religioso… ¿Mormón, católico, evangelista…?
  
-No, señorita, ninguno de esos: soy solidario, y en política, de izquierda de verdad, por justicia social para todos…
  
Me estaba fatigando de seguir inclinado, al hablar hacia el suelo de baldosas, sin distinguir la cara de la mujer. Me llegaba un olor a cuerpo mal lavado, a cigarro, a aguardiente barato.
  
-¿Por qué tengo que creerle?
  
-Yo le digo mi verdad, haga lo que guste con ella -y me enderecé hasta pararme.
  
-¿Ya se va, señor? Veo que la plática lo aburre…
  
-Si me permite, con todo respeto, le ruego acepte una colaboración, no es mucho, no, pero siempre ayuda -y coloqué cerca de la voz, pues no quise buscar su rostro, el dinero que no gasté en la tercera cerveza.
  
Apareció una mano de veloces dedos, escuché:
  
-Lo agarro porque usté es distinto, no habla de coger, me hace acordar a un profesor que tuve en mitad de la secundaria… Eso fue hace como diez años, o más…
  
Me alejé por la acera, sin mirar hacia rumbo alguno, un simple caminar hacia delante, tal vez en un viaje en espiral, tan sin sentido como los remolinos de arena y polvo que el océano empezaba a soltar sobre las alegres luces de aquella ciudad cuyo nombre es simplemente un par de sílabas que no puedo recordar.   


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