domingo

JUAN CARLOS ONETTI - PARA UNA TUMBA SIN NOMBRE (10)


III (2)

Con una mano de cortos dedos y anillos complicados buscó un cigarrillo, lo puso en la boquilla amarillenta y lo encendió. Entonces ella se apartó tímida de la pared, sonrió nerviosa, habló tartamuda. Tal vez algo la obligó a dejar colgante y hacia atrás el brazo derecho, como si sostuviera un ronzal invisible. A medida que recitaba se iba arre­pintiendo; vio que el cuello de la camisa tenía tajos y mugre; que la brillosa corbata estaba raída, que el traje de invierno había sido usado en muchos veranos.

(“Pero tenía el aire de haber perdido a la mamá entre un gentío; me miraba moviendo la boca como si estuviera por decir una palabra inventada por él, una palabra que yo no había oído nunca y que podría sonar como insulto o disculpa. Creo que no dijo esa palabra ni ninguna otra. Le ahorré ese trabajo; le ahorré casi todos los trabajos esa noche y durante muchos meses. Y todavía estaríamos juntos, creo, si no fuera por Jerónimo; porque a él le dio por inventar a Jerónimo, y cuando el pobre­cito creció y yo entré a quererlo no pudo sopor­tarnos. Nada más que por eso. Era más haragán que los otros, que cualquiera que yo haya conoci­do. Pero esto no quiere decir que ninguno de los otros haya trabajado nunca. Era increíble. Como si acabara de morirse. No del todo. Comía, aunque sin vino. Fumaba. Quería llevarme a la cama cada vez que me tenía cerca. Pero aparte de esto esta­ba muerto, boca arriba, las manos abajo de la ca­beza, mordiendo la boquilla amarilla, pensando sin remedio” ).

Tal vez ella sospechaba que este ocio no sólo era más intenso, más voluntarioso que el de los anteriores hombres, sino también de calidad distin­ta. Debe haberlo sentido muchas tardes al irse, muchas madrugadas al volver; nunca, ni después, tuvo palabras o ideas que expresaran aquella sen­sación. Pero sabía que algo extraño y permanente ocupaba el cuerpo del hombre taciturno, siempre en la penumbra o indiferente al ciclo de luces y sombras; siempre mordiendo la boquilla, poseído. Pensó al principio que estaba enfermo; se acos­tumbró después a comparar a los demás hombres con la medida de este y cuando se cumplió el tiempo estaba absolutamente desprevenida, inca­paz de desear un cambio y de creer en él.

Casi no habló tampoco aquel día, el hombre. Pe­ro cuando ella se despertó bajo el estruendo hueco y fanfarrón de un tren de carga, lo vio de pie, re­cién lavado con una camisa limpia sostenida en los brazos por ligas metálicas, chupando sin mo­ver los labios el humo de la boquilla enhiesta, jun­to a la ventana clausurada que daba al patio del conventillo y apenas lo mostraba. De perfil a los vidrios manchados de pintura, de tiempo, de gente, sin animarse todavía a mirar hacia afuera, des­pierto al fin pero inseguro, infeliz y dichoso por haber sido arrojado del éxtasis, tratando de habi­tuarse. Casi no habló.

-Dame lo que puedas de lo que trajiste ano­che. Tiene que alcanzar. Pero por las dudas.
Ella le dio el dinero, todo el de anoche, y algu­nos pesos más que guardaba en el armarlo. Es­taba segura de que no volvería a ver al hombre. Se sentó en una silla y empezó a recordar vertigi­nosamente los meses que habían vivido juntos, a extraerles una póstuma ternura que tal vez durara hasta el encuentro con el próximo hombre o tal vez, desvaneciéndose, con sorpresivas resurrec­ciones, mucho más tiempo. Nunca se sabe. Supo, en cambio, qué hacía Ambrosio con el dinero que ella le daba en los regresos, con los billetes su­cios y los puñados de monedas que depositaba en la cama y que él no exigía, que se limitaba a pedir con indiferencia y seguro. “Dame lo que puedas”. Porque nunca salía sin ella y ni siquiera tomaba vino. De modo que aparte de las comidas y del precio invaluable de la mitad de cama que ocupaba, no podía imaginársele otro gasto que el de los veinte cigarrillos diarios.

Lo vio, ya vestido, alzar el colchón y escarbar en la estopa; lo vio traer los billetes, alisarlos y amontonarlos encima de la mesa. Se empeñaba en ignorar esta última escena: las manos cuadradas llenas de anillos manejando el dinero con una novedosa destreza profesional; el damero del hule descascarado que ocupaban ingenuas flores marchitas; el calentador de bronce, una media larga y desinflada; la cabeza joven con el brillante pelo recién peinado que se inclinaba sin avidez sobre el dinero, no despierta del todo, prolongando, adormecida, el ensueño de nueve meses. No quería ver esto sino el corto pasado, simple y espanto­samente pobre, que la obligaba a inventar cada cosa, a esconderla allí y descubrirla. Y cada cosa, una vez descubierta, tenía que ser bautizada y alimentarse de ella, de Rita. Era fácil y era nada, comprobaba con asombro: un hombre o una forma masculina, tiritando o sudando, inmóvil en la sombra; una cabeza yacente y empecinada, hecha inhumana por la meditación, por el desdén al mundo, por el sometimiento, aceptado con orgullo, a la fatalidad de crear.

Y ahora esto; el largo y fecundo sueño hiber­nal había terminado para siempre. Así estaba, soñoliento pero despierto, doblando los montoncitos de dinero, despidiéndose sin palabras, viviendo esa hora de entusiasmo y desgarramiento. Ella no se levantó para besarlo; recibió sin comprender la sonrisa que le vino desde la puerta; lo supuso alejándose lento, cegado por la luz del mediodía. Después ocupó en la cama el lugar donde había estado el hombre todo el tiempo, durante todo el breve pasado que era posible reducir a una es­cena.

Salió al anochecer, impulsada sólo por la cos­tumbre, cambió saludos con el diariero y repitió, sin convicción, con extraño buen éxito, la historia de la parienta desaprensiva de Villa Ortúzar. Se fue muy tarde y demoró en el restaurante; estiró, sin contarlo, el dinero ganado que ya no tenía ob­jeto. Pudo ver desde el patio la luz que limitaba la puerta de la habitación, y avanzó y abrió negándose a pensar, a creer. El hombre, Ambrosio, no estaba en la cama ni desvestido; acuclillado, atento, reconociendo con benévolo espíritu crítico lo que había hecho, se dejaba lamer un pulgar por el chivato, blanco, que atacaba y retrocedía inhábil sobre las duras patas muy abiertas. Comparando con su recuerdo, que Rita había creído definitivo, el hombre fue locuaz y cordial; parecía más del­gado, un poco ojeroso, con un aire de liberación y amansado orgullo.

-Hay que conseguir leche y una mamadera. Tenía miedo de atarlo, de que se lastime.

Ella estuvo mirando un rato, sin comprender y despreocupada.

-Así que ahora somos tres -dijo y se rió.

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