domingo

JUAN CARLOS ONETTI - PARA UNA TUMBA SIN NOMBRE (7)


“Ella, Rita, era entonces, en aquel principio remoto, tal vez dispensable, de hace unos cuatro o cinco años, una muchacha de unos diez y ocho, morena, con un poco de sangre india, riéndose todo el día y sin hacerme caso. Yo tenía dieciséis, era virgen; por entonces acababan de instalar el prostíbulo en la costa y el aire de Santa María estaba espeso por el escándalo. Todo esto, ya sé, no importa, nada tiene que ver con el chivo. Lo cuento porque de esto deriva otra importancia: la que tuve que darle, un poco a espaldas de Tito, al relato de Godoy, el comisionista, sobre su encuentro en Constitución con Rita.

En aquel tiempo, el del prostíbulo y la viudez de mi cuñada, Rita era amante de Marcos, el hermano de Julita. No amante; dije por abreviar. Marcos venía de noche, siempre borracho, con el Alfa Romeo, ella le abría la puerta y se acostaban. Nada más que eso, pocas veces por mes, durante no más de una hora cada vez, salvo cuando Marcos estaba demasiado borracho y se le quedaba dormido. Yo oía el ruido del coche, la puerta de hierro, los pasos en el jardín. En aquel tiempo estaba casi todas las noches en mi dormitorio, en el piso alto, escribiendo poemas, pensando en el prostíbulo, en Julita y la muerte de mi hermano. Esperaba un rato, bajaba al jardín y los espiaba por la ventana, trepándome por la reja has­ta alcanzar un ángulo que no cubría la cortina. Rita y Marcos. Yo tenía la convicción infantil de que si se acostaba con otro no podía negarse a dormir conmigo. Pero ello dijo que no, se reía sin ofenderme, intuyendo acaso que la ofensa podía madurarme, provocar la audacia necesaria.

“Después ella se fue de casa, en seguida de la tarde en que usted y otros hombres vinieron a mirar lo que quedaba de Julita, en seguida después del fin de prostíbulo, la pedrea y el incen­dio. Hizo lo que contó Godoy. Anduvo un tiempo, con vestidos de muchacha rica, o muy parecidos, en el coche de Marcos, escandalizando un poco, agregando este escándalo al reciente del pros­tíbulo. Era menor de edad y tal vez mi padre hubiera podido evitarlo. No sé. En todo caso, no quiso hacerlo. Viajó un tiempo, cada tarde, desde la casa en la costa de Marcos, el famoso falansterio, hasta la altura de la plaza. Y volvió a viajar, en el sonoro cochecito rojo, cada noche, también ella borracha o emborrachada. Hasta que Marcos se aburrió y la cosa tuvo alguno de los sabidos finales: la dejó desnuda en un camino, la tiró al río, le dio una paliza imperdonable, o simplemen­te desapareció hasta que el hambre obligó a la muchacha a salir de la casa de la costa y buscar un hombre que significara un almuerzo. Anduvo con uno u otro por la ciudad, la plaza y los alre­dedores. Después bajó hacia la otra orilla, los cafetines de la zona fabril. Y no se supo más; sin que nos enteráramos, llegó un día en que dejamos de saber.

“Hasta aquella tarde soleada de vacaciones en que Tito y yo, forasteros en mallas de baño, tomábamos refrescos en tina mesita del club, un sábado de baile, junto a la pileta donde se zambu­llían muchachas y muchachos para disputar medallas. Uno de los muchachos repitió el relato de Godoy; soportamos la rabia y la humillación y, aunque, estoy seguro, no dejamos de pensar en la puerta de entrada de Constitución, no volvimos a hablar del asunto creo, hasta que se acercó marzo y fue necesario volver a Buenos Aires, a la Facultad, a la pensión en un tercer piso sobre la plaza.

“No le ordeno fijarse en esto o en lo otro; lo sugiero, simplemente. Cuando le pido que se fije en algo no lo ayudo en nada a comprender la historia; pero acaso esas sugerencias le sean útiles para aproximarse a mi comprensión de la historia, a mi historia.

-Claro, de acuerdo -le dije-. Volvieron a Buenos Aires, Tito y usted. Vivían en el tercer piso de una pensión frente a Constitución. ¿Te­nían ventana hacia la calle? Si ella se instalaba al pie de la escalera que da a la plaza, ¿podían verla desde la ventana? ¿Y estaba ella cerca de un puesto de diarios y revistas?

Sonrió y estuvo mirándome, un poco alegre, un poco desconfiado. Sacó la pipa del bolsillo trasero del pantalón.

-Sí, exactamente, al lado de un quiosco de diarios. Ella y el chivo; a la izquierda tenían la escalera y a la derecha los diarios y las revistas. El dueño del quiosco dejó de extrañarse y la trataba con respeto. La trataba con ese respeto, ese amor por las generalidades, esa necesidad de dignificarse como clase, por encima de las inevita­bles envidias y fricciones de la libre competencia, que se nota en las conversaciones de puerta a puerta de los tenderos.

Mientras cargaba la pipa me sugirió dos puntos para fijar mi atención. (Ya había aclarado que la pieza en que vivían daba a la plaza pero que era imposible ver desde allí el lugar en que se instalaba la mujer):

Primero, que era absurdo que Rita negociara con un chivo en Constitución; que la presencia del animal sólo podía añadir verosimilitud en Retiro. Y que, extrañamente, él había pensado en eso sólo unos días antes, cuando la enfermedad y la muerte  de la mujer le hicieron recordar toda la historia. Eso era mentira.

Segundo, que aunque su anterior relación con Rita le había hecho saber, desde el primer momen­to, desde que se enteró del cuento de Godoy, que la historia era suya, no de Tito ni de ningún otro, prefirió que la investigación, el acercamiento lo intentara Tito. Es posible que creyera ya enton­ces que la historia era más suya que de la misma mujer; es indudable que lo pensaba ahora.

-Tal vez por causa de esa misma seguridad -dijo-. El día que llegamos a Buenos Aires sólo volvimos de madrugada a la pensión. Era una noche de calor, tormentosa. No habíamos hablado de Rita. Salimos del subterráneo dentro de la estación, innecesariamente, alargándonos el camino, y rehicimos el trayecto de Godoy; el de la sorpresa, no el de la desconfianza. No estaba. Nos detuvimos a mirar la plaza desde lo alto de la escalera, a charlar de probabilidades de lluvia, de los cambios que imaginábamos haber descubierto en los amigos, de las ventajas de vivir en Santa María y en Buenos Aires. No vino.

“El día siguiente era feriado o no había necesidad aún de ir a la facultad. Me lo pasé tirado en la cama, con un libro o cara al techo, y no quise salir con Tito. Pensaba en ella, claro, pero muy en el fondo; pensaba en Buenos Aires, afuera y rodeándome , .intentaba enumerar mis motivos de asco por la ciudad y las idiosincrasias de la gente que la ocupa. Esto, claro, sin olvidar una enume­ración semejante para Santa María. Tito volvió al anochecer y anduvo dando vueltas, proponiendo temas que no le interesaban, haciendo preguntas que yo no respondía. Pensábamos en lo mismo, yo lo sabía y comencé a enfurecerme. Sería desleal, se me ocurre, contarle ahora qué pienso de Tito; pero como usted lo conoce, sería, además, inútil. Ser gordito puede ser un defecto, una irresponsabilidad juvenil; pero él va a ser obeso y con aceptación.

(Debe haber sido porque sentía treparle la pie­dad o no lograba esconderme que esencialmente sólo por piedad -y su forma impura, el remordimiento- había venido a contarme la historia. A pesar de todo, aparte de todo, aparte del placer de una noche entera en primer plano, de la em­briaguez de ser el dios de lo que evocaba. Debe haber sido por eso que recurrió a diversas debi­lidades: la Ironía, la vanidad, la dureza).

-Véame. Tirado en la cama, con esta misma pipa apoyada en el mentón, compartiendo silencioso un secreto, un deseo, con mi imbécil amigo del alma. Es posible que cuando mi padre reviente... O sin esperar a eso. Usted sabe, como todo el mundo en Santa María, que hay un testamento de mi cuñada; que no estaba legalmente loca cuando lo hizo y que pronto voy a cumplir 22 años. No me ocultó nada. Es posible que acabe como usted, o que me case con la hermana de Tito, que me asocie en la ferretería y me llene de orgullo viendo mi nombre en los membretes de las facturas. Puedo hacer cualquier cosa. Pero aquello... Usted no sabe qué había para mí en la imagen de Rita guiando con la cuerda al chivo en la es­tación, asaltando con la gastada mentira a los que pasaban. Y los dos pensando en lo mismo, yo en silencio y horizontal. Tito dando vueltas y ensayando temas. Él pensaba con entusiasmo en una probabilidad de aventura, en que sería fácil -puesto que ella había llegado a eso, a pedir limosna con delicuescencia- una noche de amor, amistosa, con turnos decididos por una moneda revoleada. Tal vez incluyera al chivo. Y me enfurecía estar sabiendo que una parte mía se Inflamaba con la misma invasora inmundicia. Y me enfurecía saber que, sin embargo, para mí, la mentirosa pordiosera con el animal era, además, Rita, alguien inimaginable para Tito. Pero es seguro que pen­sábamos en lo mismo, que estábamos deseando, matices a un lado, el mismo encuentro, el mismo provecho.

(Estaba en mangas de la popular camisa esco­cesa mordisqueando la pipa, exhibiendo en un es­peranzado simulacro de sonrisa los dientes blan­cos y agudos. Exigiendo mi condenación. Tal vez le hubiera hecho bien pero no quise dársela).

-Puedo indignarme -le dije. Traté de llenar las copas pero él se adelantó y entonces pude ver, superpuestos y confundiéndose, dos respetos: el que él me tuvo siempre, a pesar de todo, de tan­tos pequeños todos, porque sabe que pertenece­mos a la misma raza, y que yo, principalmente por indolencia, me he mantenido fiel a ella. Podría ser su padre y no sólo por la edad. El otro respeto era deliberado y falso; lo usaba para defenderse, para conservar las distancias y la superioridad. Pero yo no pensé: es un niño. Le tuve amor y lástima y le di las gracias por el vino-. Puedo hacer el imbécil si eso ayuda a que continúe el relato.

Ya se me había ocurrido mi venenosa, increíble contrahistoria cuando pensé: “Rita, no me acuerdo de su cara y un chivo. Esto es lo que estuvo repitiendo, mostrando, toda la noche y desde el sábado en que fui a esperarlos al cementerio. No hemos avanzado un paso, un día. La mujer y el chivo. Como si hubiera hecho turismo con ellos y me exhibiera de regreso dos, tres docenas de instantáneas en las que aparecen, en poses variadas, una mujer y un chivo”.

-Gracias -dijo y volvió a sonreír; fue hasta la ventana y se inclinó sobre el silencio que empeza­ba a extenderse en la plaza; regresó echando hu­mo, sonrió otra vez-. No necesito que me ayude de ninguna manera activa. Basta con que escu­che. Pero sólo si quiere. No se si tengo verda­deras ganas de continuar. Además ¿le importa lo que me importa a mí? Puedo estar equivocado cuando creo que mi historia es infinitamente más importante que la historia. La historia puedo contársela en dos o tres minutos y entonces usted, sobre ella, construye su historia y tal vez...

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