JULIO RICCI: UN MANIÁTICO PERSEVERANTE
Un día de 1968 —¡cerca de cincuenta años!— se apareció en la Editorial Alfa, donde a la sazón yo trabajaba como lector de manuscritos, redactor de solapas y consejero editorial, un señor cerca de la cincuentena, con un aire de persona mayor y gesto doctoral, vestido con unos pantalones a cuadros en perfecta desarmonía con una camisa y una corbata estridente como jamás se podría imaginar en el Montevideo de aquellos años.
Se presentó modestamente —“soy el profesor Julio Ricci”— y con voz grave y rotunda me dijo que traía el manuscrito de su primer libro de ficción para publicarlo en la editorial, Los maniáticos, un conjunto de siete cuentos que había ido redactando en forma pausada a lo largo de una década. Daba por hecho que su libro sería aceptado.
Su currículo —a priori— no parecía ayudarlo: lingüista, hablando seis o siete lenguas, había enseñado en Suecia, Italia y Estados Unidos y acababa de regresar a Montevideo tras una larga ausencia. No solo parecía desfasado físicamente, sino fuera del contexto habitual del “intelectual compatriota” de la época, aunque cronológicamente podría haber sido un integrante de la Generación del 45. Nos dejó el manuscrito y al leerlo descubrí que, pese a su marginalidad y a la mirada oblicua y sesgada con que abordaba la realidad, sus cuentos tenían una profunda raíz montevideana, aunque esa perspectiva fuera inédita hasta entonces. Por lo pronto, sus personajes, deliciosa galería de funcionarios oscuros e ineptos cargados de mediocres ambiciones y de una ineficacia que se traducía tanto en la derrota de sus vidas privadas como en la del sistema que integraban en sus más bajos peldaños, eran uruguayos con vocación de perdedores. Personajes acosados por manías —de ahí el título de Los maniáticos— obsesiones como la del coleccionismo que sortea el absurdo como en «Los coleccionistas de escupidas», nota extrema que rozaba lo desagradable, riesgo escatológico que el propio Ricci definió como «territorio de la literatura asqueante». Entre ellos sobresalían inmigrantes de países centro-europeos: el inefable Pivoski y el perseverante Schmidt, anunciando una presencia humana y literaria que gravitaría luego en la mayoría de sus relatos y que, nada paradójicamente, era también muy montevideana.
La lectura del manuscrito fue para mi una revelación y no me fue difícil convencer a Benito Milla, el director de Alfa, para que se publicara unos meses después. Había una razón suplementaria. El mundo literario de Ricci estaba emparentado con otro escritor marginal y atípico de los años 60, Héctor Urdangarín, del que Alfa había publicado Una forma de la desventura en 1966 con el nombre literario de Garini, con que Milla lo había bautizado y que adoptaría desde entonces.
Pero había más. Julio Ricci era no sólo un fiel admirador de la literatura de Garini, sino un amigo del que reconocía lealmente su deuda literaria. Ricci concurría con un grupo de escritores de la generación del 60 a la chacra situada en las afueras de Montevideo donde Garini, contra toda suposición para un escritor, cultivaba flores para la venta. Allí, en las informales y tumultuosas reuniones regadas de vino “frutillado” de la zona, se sellaron muchas de las lealtades que solidarizaron en la amistad a representantes de edades y estilos muy diversos. Recuerdo, al pasar, a Ariel Méndez, Juan Carlos Legido, Nelson Marra y Manuel Márquez.
Ricci sería el encargado de recordar ese legado a través de su tenaz labor difusora de la obra secreta y marginal de Garini. En 1979 publicó Equilibrio y otros desequilibrios en su editorial, Géminis, y prologó en 1994 la edición de las obras completas de Garini por la editorial Yoea, con la que se le tributó un tardío reconocimiento
Sin embargo, aunque la temática fuera similar y pudieran trazarse paralelos entre la desesperanza y las incoherencias del mundo de Garini y la “estética de lo feo” y las “manías” de los “pequeños seres” que poblaban Los maniáticos, Ricci profundizaría en el absurdo y el humor negro a través de seis volúmenes de cuentos de obsesiva recurrencia y estilo unívoco, escalonados paciente y deliberadamente en el tiempo: Los maniáticos (1970); El grongo (1976); Ocho modelos de felicidad (1980), Cuentos civilizados (1985), Los mareados (1987), Cuentos de Fe y Esperanza (1990) y Los perseverantes (1993).
En su primer libro Ricci logró representar, a través del grotesco, de lo ácidamente burlón y en el recuento de las pequeñas miserias humanas de la mediocridad que nos rodea, llámese burocracia, meros convencionalismos, egoísmo, jerarquía, prepotencia ejercida en forma arbitraria por lo que llamaba los “gelonios”.
El Grongo, un Leviatán criollo
Años después, publicado en 1976, en el período más sombrío de la dictadura, El Grongo resultó representativo de esos años de represión. Una verdadera literatura “del subsuelo” uruguayo, hecha de pasiva o activa resistencia, se gestaba a partir de esa especie de monstruoso “Leviatán” criollo.
Leí El Grongo en París, después de cuatro años de separación del Montevideo cotidiano en que viví hasta marzo de 1972 y de una literatura que seguía hasta ese momento en todas sus manifestaciones y que luego sólo descubriría a través de envíos amistosos. Mi lectura tuvo que pasar por una dura prueba: la de ser leído fuera de su contexto, distancia que no siempre beneficia a las obras de ficción uruguaya. Y de ambas pruebas —tiempo y lejanía— El Grongo salió indemne y con una extraña fuerza capaz de conmover el recuerdo y la imaginación.
Si para el primero —el recuerdo— se necesitaba de la memoria, es decir, haber vivido en ese Montevideo subterráneo y marginal de los cuentos de Ricci, para la segunda todo era mérito del autor. Si la imaginación está libre de ataduras y propone un burlón y equívoco viaje por un mundo de fantasía e irrealismo, la memoria trabaja sobre un territorio real aunque patético, al modo de la tradición decimonónica del realismo ruso, autores que había leído cuidadosamente, especialmente Las almas muertas de Gogol y Memorias del subsuelo de Dostoievski. Pero en El Grongo hay una visión más sarcástica y cruel. Julio Ricci compone una serie de cuentos donde hay humor negro, burla y una visión marginal de la realidad circundante empapada de poesía y un tierno humanismo más despegado de la realidad narrada que en los autores rusos y esa distancia le permite ser más cáustico y menos solemne.
En El Grongo se respira una atmósfera similar a la de Los maniáticos. Los malentendidos en que está basado el cuento «El regalo para el amigo de Hungría» oscilan entre una cierta irracionalidad obsesiva y la realidad del mundo de Ladislao: ha prestado una revista y exige su devolución, por sobre todas las cosas, incluida la amistad con el protagonista. En «El Profesor» la ironía es más directa. El profesor de inglés Juan Iriondo, con sus problemas económicos y su vida oscura y solitaria, intenta un imposible diálogo con su alumno, el ejecutivo y directivo Roberto Bisutti. «Yo todavía estoy asido al pasado, soy una pieza del mecanismo del pasado y en mí funcionan todas las categorías del sentimiento —se dice Iriondo— esas categorías que hacen del hombre un ser tan cambiante, tan contradictorio, tan insatisfecho». Esas categorías de un sentimiento que en el pasado era posible practicar con interlocutores, sea un amor femenino o una amistad masculina bien entendida, ahora se sienten como dolorosamente ridículas y pueden llevar a una muerte lánguida, de puro abandono, como es el caso de Juan, el solitario héroe del relato «Juancito», cuyos mejores momentos de la vida «los pasaba en la noche, porque el batallar de la vida durante el día lo achicaba, casi lo aniquilaba».
En «El Shoijet» la búsqueda absurda del amigo judío de la infancia, Lázaro Dorón, asume caracteres de auténtico descenso a un centro de la tierra desconocido. La búsqueda de Lázaro es más que una resurrección; es un hurgar en los meandros de la colectividad judía donde puede estar realmente el compañero de juegos de la infancia perdida, aunque ahora tenga más de setenta años. «¿Para qué quería encontrarlo? El pasado era el pasado y no comprendía de dónde surgía en mí ese deseo enfermizamente ansioso de reconstruirlo y sobre todo en la persona de Lázaro Dorón», se dice el héroe en el centro de la búsqueda que habrá de proseguir hasta el encuentro final, un encuentro hecho de imposibilidad, ya que Lázaro no habla, ha perdido la memoria y yace semiparalizado en un sillón. Es imposible volver al pasado, aunque se reconstruyan inútilmente sus piezas, parece decir una no escrita moraleja del cuento.
En otros relatos, como «La cola», el sentido es más explícito: la vida es un paciente participar en una larga cola que lleva, lenta pero seguramente, de la niñez a la muerte. La vida es un expediente para el que hay que cumplir un trámite administrativo que empieza con una larga cola que la devora integralmente. Hay que ponerse en la cola, vivir en ella, esperando que alguien al final nos atienda y ese atendernos es pasar inevitablemente a la muerte. La vida en la cola, asociada a un típico modo de pasar horas esperando ser atendido, que caracterizaba un montevideano estilo de vida ante ventanillas de la administración o para la obtención de artículos de primera necesidad, puede ser la base de un relato realista, pero también el elemento inicial de una alegoría que desde la anécdota traza una simbólica mueca sobre el destino individual y nacional. La única amenaza a su rutinaria existencia y al lento avanzar hecho de noches a la intemperie, miserias y alegrías que bailan al compás de las estaciones del año, está hecha por la posible irrupción violenta de «el Grongo», al que temen al mismo tiempo que ignoran, el único capaz de romper la cola, detener para siempre «el trámite». Pero «el Grongo», como el Godot de Samuel Beckett, no llega, aunque dio simbólicamente título al conjunto de relatos.
En ese momento, 1976, nos quedamos con ese Julio Ricci nostálgico, con amigos judíos y polacos; con el profesor de inglés que no puede comunicarse amistosamente con su frío alumno; nos quedamos con el hombre de corazón y no con los «gelonios» (hombres dirigidos por el estómago y los órganos genitales) con que poblaba algunas de sus mejores páginas, tan bien analizados por Jaime Monestier. Aunque llamemos a «El Grongo», felizmente el monstruo no llega y nos quedamos con el mejor Ricci, el que nos abrazó a través del Océano Atlántico con un volumen de relatos montevideanos tan entrañables como desolados.
Sospeché entonces —y lo confirmo ahora— que El Grongo podría ser leído en cualquier idioma y en cualquier país, una capacidad de ser universal desde la comarca que Ricci ya había logrado en Los maniáticos y que es el privilegio de la buena literatura, algo que confirmaría en sus libros ulteriores.
Amigo fiel en Montevideo y en París
En mis viajes sucesivos a Uruguay, las visitas a la casa de Julio Ricci en Viejo Pancho, 2585, eran una etapa ineludible. En verano, me recibía en camiseta y un informal pantalón de piyama y sacaba dos sillas a la vereda; en invierno, me hacía pasar a un salón desordenado prolongado en una mesa de comedor llena de papeles y con una vieja máquina de escribir, prueba inequívoca de su condición de escritor, pero sobre todo de fiel corresponsal. Nadie como Ricci ha mantenido una correspondencia tan sostenida, extensa y sincera con sus amigos —entre los que me contaba— en esos años difíciles. Sus cartas eran un boletín de noticias, reflejo de sus odios y amores, de sus opiniones tajantes, cuando no lapidarias, pero esencialmente honestas, escritas en hojas tamaño folio a un espacio en esa gastada máquina. Sentado en un sofá resbaladizo de plástico brillante, acompañado de su esposa Iris —fiel compañera y precisa correctora de los libros publicados por su editorial Géminis o en la revista literaria “Foro Literario” que publicó contra viento y marea durante una década larga— Ricci recibía a sus amigos y corresponsales, muchas veces llegados de universidades norteamericanas o canadienses o de países de la Europa del Este. O de París, como era mi caso.
Otras veces, lo acompañaba un “intelectual compatriota”. El poeta Álvaro Miranda solidario en la aventura de “Foro Literario”, pero, sobre todo, Gustavo Seija, un escritor con el que su personalidad y estilo, su temática y visión sesgada de la realidad, se hermanaba en el laconismo, las largas pausas entre las frases o el silencio “decidor”. Alguna vez, recuerdo, comí con ellos pizza con muzarela abrumado por esos largos silencios, pero sintiéndome solidario de la profunda amistad que existía entre los dos.
Ricci vino a Francia en dos ocasiones. Una invitado por la Maison des Ecrivains de Saint-Nazaire y, otra, directamente a París. En la primera, Nicasio Perera San Martín, un uruguayo director de la Casa, donde estuvieron, entre otros, Marosa di Giorgio, Ricardo Prieto y Luís Campodónico, le abrió las puertas para que escribiera una siniestra alegoría de la dictadura uruguaya en tono de ciencia ficción o anti–utopía, suerte de 1984 de Orwell, Un mundo feliz de Huxley o Nosotros de Zamiatin, El desalme, donde gracias a la “expropiación” del alma y sus auxiliares el pensamiento y el espíritu que no sirven para nada según el presidente, se puede lograr la felicidad.
En la segunda ocasión se hospedó en mi casa. Al cabo de unos días, una vez superado el jet–lag, noté que no salía y al volver de mi jornada de trabajo, lo encontraba siempre sentado, con un aire melancólico y cada vez más deprimido. Lo incité a visitar la ciudad, le di un plano del Metro y una guía Michelin, pero seguía sin moverse hasta que un día literalmente lo empujé para que visitara el Centro Pompidou, que no conocía. Volvió al cabo de media hora con una botella de vino bajo el brazo y me dijo entregándomela: “¿No te has dado cuenta todavía de que yo no vine a visitar París, sino a verte a vos?”. Me quedé desconcertado y nos bebimos, en un silencio cómplice, la botella de vino. La amistad estaba definitivamente sellada.
Palabra hedionda y estética de lo asqueroso
Un lector de Ricci reconoce sin dificultad sus cuentos. Son inconfundibles la atmósfera, la temática, el personaje construido alrededor de una situación absurda, cuando no humillante, episodios menores que se disimulan en general en la vida cotidiana, pero que aquí se retrazan con regodeo morboso, con ese inquietante sentimiento de ser extraño a sí mismo, de sentir abyección por su propio “yo”, desprecio resignado y, en ningún caso, angustioso rechazo existencial. La “palabra hedionda” en que se solazan, constitutiva de lo que nos atrevemos a llamar una verdadera “estética de lo asqueroso”—al modo de la “comunicación excrementicia” de Swedenborg— no elude lo escatológico ni lo groseramente provocador.
Sin embargo, Ricci, aunque quiere identificar deliberadamente a algunos de sus personajes con seres odiosos y despreciables, no provoca en el lector más que piedad y una cierta lástima desvalida. Es el caso del protagonista de «Los domingos no los paso más en casa de mi señora» por el cual el autor siente desprecio, según confiesa en el prólogo, y al que nosotros—los lectores— vemos con otros ojos, aunque lo obvio y lo más crudamente realista aparezca como gratuito. Ricci ha logrado lo que no siempre es posible: conmover, forjar solidaridades inesperadas con seres en principio despreciables.
Se descubre, no sin azoro que en esa abyección subyace la oscura rebelión del ser contra lo que lo amenaza desde el mundo exterior, cuyas reglas no controla y que parecen animadas por mecanismos absurdos y opresivos que, en el mejor de los casos, desconoce. Situado al margen de lo posible, de lo tolerable, de lo pensable, el ser desprotegido de Ricci se protege del oprobio de los demás por el rechazo que él mismo impone con su auto-segregación.
Si algunos de sus personajes son uruguayos representativos de una clase media baja y popular donde se descubren sin dificultad los tics, manías y estereotipos que el humor negro convierte en verdaderos paradigmas identitarios de la “orientalidad”, la mayoría de sus creaturas son inmigrantes de Europa central (polacos, alemanes, húngaros, checos y eslovacos, muchos de ellos judíos) por los que no oculta una simpatía, no exenta de piedad. La ternura que inspiran el húngaro Szomogy (protagonista de los relatos Las ideas parsimoniosas del Sr. F. Szomogy y Las amistades del Sr. Szomogy) o el “ruso” Nikitín, no es más que el reflejo de la marginalidad y la profunda y aterida soledad en que viven, anhelo de afecto y solidaridad que los convierte en verdaderas “almas muertas” rioplatenses.
Parejas incomunicadas (cuento “Las cerillas, II”), “pequeños seres”, temerosos funcionarios (“La pared”, “La necesidad de ser esquizofrénico”, “La jerarquía”, “El cronista de obituarias”, “El gerente” y “La baba”), personajes inmersos en la abyección recorren los cuentos falsamente “civilizados” y viven en un universo opresivo de pequeñas miserias acumuladas hasta la desesperación, lejos de los “modelos de felicidad” pregonados irónicamente desde el título de uno de sus volúmenes de cuentos: Ocho modelos de felicidad (1980).
El discurso de los comportamientos límite, de quienes viven en una situación de borderline, en la frontera de lo asimilable y de lo pensable, no se traduce en disidencia o rebeldía, sino, por el contrario, en una fascinación conformista: la de ser perdedores natos. La fascinación del oprobio que tienen muchos de sus personajes explica el secreto consentimiento de víctimas que asumen con docilidad un destino que para otros sería insoportable. La mayoría de los personajes de Ricci “socializan” perfectamente sus comportamientos “contaminantes”, lo que en otros sería causa de profundas psicosis, al punto que su comportamiento se ritualiza.
Una ritualización que no tiene nada de sacra y mucho de simple rutina que el autor no tiene reparo en valorar, aunque “todos dicen odiar” pese a que en el fondo la “aman furiosamente”. Lo que ocurre, nos dice en Ocho modelos de felicidad es que “uno no valora en la vida las pequeñas cosas de la rutina cotidiana: el desperezarse y restregarse los ojos por la mañana, el café con leche, el descomer, el almuerzo, en fin todo lo que se repite y que llena nuestra vida”.
Una rutina que puede ser calculada en forma estadística, razonamiento extremo, cuando no exasperado que, sin embargo, da la dimensión del absurdo existencial. Los anti-héroes de Ricci calculan las toneladas de comida que han ingerido a lo largo de sus vida (unas 30 toneladas en los primeros cuarenta años) y los desechos en orina y materias fecales que producen. Calculan el tiempo de sus micciones, para descubrir que, al término de sus vidas, es como si hubieran “orinado 78 horas de seguido” y se hubieran pasado “miles de horas sentados en el water”.
La “bio-estadística” desarrollada en Ocho modelos de felicidad sobre las “Operaciones vitales en los primeros cuarenta años” da porcentajes en comidas, diversiones, bebidas, e incluye un riguroso cálculo de “puntos” que se adjudican para conocer exactamente los términos de las invitaciones con que se jalona una amistad: los cigarrillos, los cafés, el whisky que se ofrece y se recibe, relación de intercambio que aspira a un riguroso equilibrio en la “balanza comercial” de una existencia promedio, aunque reconozca que “Era horroroso ver todo esto en cifras. Era horroroso ver cómo el hombre se entregaba al desbarajuste, al despilfarro, a la joda económica, en dos palabras”.
El sexo y el amor también aparecen como meras necesidades biológicas del mismo tipo del “comer” y el “descomer”. El amor está reducido en principio a los “apetitos genitales” que buscan quedar “ahitos de carnalidades” gracias a los “ejercicios de intimidad” que detalla en Cuentos civilizados. El “equilibrio biológico” del sexo se resuelve en “transacciones” e “intercambios”, verdaderas “operaciones del amor”, cuyas pequeñas miserias pueden transformarse en “luchas” tragicómicas para que las “anfructuosidades” de un “peludáceo” puedan coincidir momentáneamente con las de una “gorda desdentada” o en una “transacción” imposible entre gordos que no pueden “establecer intercambio”.
Estos “ejercicios” estadísticos del sexo tienen variantes que el señor Grau —ordinario personaje del cuento “Las operaciones del amor”— denomina con letras : “la variedad A, la B, la C, etc.” solazándose en su descripción minuciosa, “la que más le agradaba era la H”, pero cuya tarificación por parte de las prostitutas se establece en función del número de “embolismos” y del kilaje de los clientes.
Estas “transacciones”, estos “ajetreos” y “luchas rápidas por las conexiones” son las verdaderas “operaciones del amor” que dan título a uno de los cuentos más logrados de Ricci, donde se relatan las dudas y titubeos de un hombre indeciso y sensible mirando de lejos una esquina donde se apostan prostitutas y planeando, semana a semana y durante más de dos años, “ocuparse” con una de ellas, Liliana. Aunque reconozca que sólo los hombres “groseros e incultos” se apostan en la esquina lo que le parece “un tanto vulgar” en tanto todos “miran con un deseo enfermizo” la hilera de mujeres, el protagonista, el Sr. X se instala cada sábado en el café, “bañado y perfumado” por “si llegaba a estar con ella”. El desfile de “clientes” —hombres “odiosos y oscuros y feos y sucios”— a los que se imagina “haciendo cosas” o que relatan “cosas horribles, una especie de aberraciones”, después de ocuparse con las mujeres, aparece contrapuesto al “encuentro en el infinito y en la eternidad” que planea el Sr. X, pero que nunca concreta, pese a estar seguro que con él todo “sería diferente”.
Porque, en realidad, detrás de la brutal procacidad donde el amor se reduce a “sesiones de bestialidades”, se adivina una crítica de un mundo sin amor, apenas insinuado en “metejones” momentáneos (con la gorda Teresa), o en los nostálgicos recuerdos que preceden la muerte de Nikitín, en el relato “La muerte del extranjero”: “algunos momentos de amor, los lugares del amor, las formas del amor”.
La dimensión internacional de Ricci se anuncia, sin embargo, en otro cuento —“La carta”— donde el absurdo se metamorfosea en un desesperado anhelo de ternura. Un hombre anodino hasta por su propio nombre, Juan González, ordena viejos papeles y encuentra, diez años después de un viaje en avión entre Varsovia y Copenhague, el talón de resguardo del pasaje y la anotación del nombre y la dirección de su compañera de asiento: Iwona, una joven polaca con la que habló durante el vuelo.
Asido con desesperación a su recuerdo, reconstruye en una carta que le escribe, las nimiedades de una conversación impersonal que ha adquirido a través de la distancia espacial y temporal, la dimensión de una impostergable comunicación. En la larga misiva que ignora si llegará a su destino, la memoria recupera hasta el té (herbatá) y la torta que comieron en el avión, los gestos de unos y otros. El tiempo transcurrido, diez años, y el exotismo evocado —Polonia— desde un prosaico Montevideo, dan a la epístola un tono de irrealidad que, sin embargo, no surge explícitamente de ninguno de los detalles evocados. El absurdo no es el resultado de la carta en sí, sino de la doble dimensión del espacio y el tiempo conjugadas en el azar del hallazgo de una dirección anotada en el curso de un viaje casi olvidado y, sobre todo, del tono confesional y angustiado con el que un anónimo compañero de asiento pretende ser recordado y comprendido diez años después.
El frío aeropuerto de Varsovia, el aire modesto y aturdido de la joven Iwona, todo se cubre de una nostalgia que el propio autor de la carta sospecha “empalagoso, viscoso, llorisqueante”, porque —aunque le pida una cita en el espacio y en el tiempo (“Ahora he pensado que debemos encontrarnos de nuevo”)— es consciente de que: “Usted tendrá que hacer mucha memoria para recordar que estuvo con un pasajero tomando café en Copenhague. Uno a veces pretende demasiado de los demás. Espera que lo recuerden, que lo tengan registrado en la memoria. Tonterías”.
Tonterías, tal vez, pero Juan González se despide diciendo: “Ahora quedaré esperando su carta. Estoy seguro de que pronto aguardaré al cartero con desesperación”. Una desesperación que le resulta contagiosa al lector.
En estas páginas Ricci confirma su mundo y una maestría del relato corto donde, sin temor a las situaciones chocantes, al uso de vulgarismos o de neologismos sugerentes (como “carcajadeando”), sus personajes aparecen más desvalidos y desamparados que nunca, apenas sostenidos en el filo de una existencia absurda, por el gesto disimulado de la ternura con que el autor finalmente los protege de la indiferencia de los “otros, los “demás” que se creen normales.
Los “demás” —nosotros— tenemos una deuda con el escritor y el amigo Julio Ricci: publicar sus cuentos completos, como él hiciera con su amigo Garini. Ojalá salga de este homenaje que le tributamos hoy, este proyecto, que no es otra cosa que intentar saldar una deuda, no sólo con su obra, hoy desperdigada, sino con la literatura uruguaya escrita desde los márgenes, desde esa periferia donde podemos encontrar muchas de sus mejores páginas.
Montevideo, 27 de Octubre 2008
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