(prólogo de POESÍA COMPLETA Y PROSA SELECTA, Biblioteca Ayacucho, 1978)
PRIMERA ENTREGA
Este hombre de tan breve vida, este poeta de tan corto plazo, esta personalidad de una sola y clara pieza, este escritor que parece meterse en tan francas categorías, este Julio Herrera y Reissig es casi un desconocido.
Se dice que su poca y opaca vida transcurrió sin mayores avatares en el pobre Montevideo de fines, de principios de siglo, protegida, al margen de la política, de las guerras civiles, de la pobreza. No habría sido más que un simpático muñeco grande y rubio, que no vivió, que fue poco más que su agradable presencia, que no sufrió, que no fue desgarrado; que padeció, sí, como correspondía, su cuota de hostilidad e incomprensión provincianas.
Se diría que, pese a vivir sin trabajar, a arremeter violentamente contra las acendradas convicciones políticas de su gente, no padeció serios conflictos; que, pese a su hija natural y a los varios nombres de mujer que se vinculan con el suyo, no tuvo vida sexual ni amorosa, salvo una novia juvenil y luego el noviazgo y la boda a los 33 años con Julieta. Se diría que no conoció casi más que las paredes de su hogar, que la calle Sarandí a la hora del paseo, que algunas tardes en el café de los intelectuales, el Polo Bamba. El resto es poco más: el colegio, dos años de trabajo en la Aduana y otros dos en la Inspección Nacional de Instrucción Primaria; unos meses en las tareas del censo de Buenos Aires; dos breves estadías lejos de la capital -una en Salto y otra en Minas- que habrían enriquecido sus paisajes. Eso sería todo: para la beatería o para el reproche. Pero nadie es tan sencillo.
La verdad es que nunca se escribió la biografía que merecía esta primera figura de las letras uruguayas y americanas. Y tal vez nunca se escriba cabalmente, porque amigos devotos y familiares cariñosos fabricaron una estampa cálida, iluminada y edulcorada, descartando todo cuanto parecía conflictual o censurable. Y, después, para hacer la cosa definitiva, se fueron muriendo. Ni la obra de Herrera ni la mayor parte de sus cartas -a menudo literarias y excesivas- parecen servir para desmentirlos. Quienes escribieron sus esquemáticas biografías no tenían los instrumentos ni el método necesario; no hubo quien sumara el talento y la paciencia para rehacer al hombre a partir de las falseadas memorias, de algunos recuerdos disidentes, de lo poco que el mismo Herrera escribió sobre sí, de sus cartas, y de lo poco que dice y todo lo que no dice en sus versos, consumando una biografía existencial, profunda e íntimamente coherente.
Lo cierto es que así no pudo ser, que no se puede ser tan artista y tan vacío, tan poco interesante. Parece imposible que no dejen huellas el salto familiar de las esferas del gobierno al llano y, más tarde, de la riqueza a la pobreza; que no marquen la invalidez y la muerte de un hermano adolescente, la locura de otro, el que le era más allegado, la muerte del padre. No es posible vivir en plena juventud con el tiempo contado, en intimidad con la muerte, robando días, en esa alianza de juventud y muerte, de ambición y muerte, y ser, para usar una expresión suya, nada más que un “loco lindo”.
A dos años de su muerte, dice Darío (1): “Como sucede en casos semejantes, su historia me ha llegado vestida de su leyenda”. Pero hace suya la leyenda y afirma que Herrera vivió out of the world, que fue una especie de Beau-au-bois-dormant, y hace suyas también las palabras de otro uruguayo, Juan José de Soiza Reilly, que lo definiera como “el poeta más raro, el lírico más triste, el pecador más esteta, el jilguero de sangre más azul, el loco más ardiente, más fogoso, más bueno y más encantador que haya tenido el Plata”. Es lindo creérselo, y muchos lo habrán visto así, o no hubiera despertado tantas y tan rendidas devociones. Pero tal vez no fue tan así. Y lo cierto es que no podemos hacerle mucha fe a Soiza Reilly, porque tampoco era cierta la afición de Julio Herrera a las drogas -leyenda que Darío también compra- y que Soiza Reilly, de buena o mala fe, se encargó de propagar con la complicidad evidente del poeta en un artículo que publicó en Buenos Aires y que ilustró con fotos en que este parece estar inyectándose morfina y entregado a sus efectos.
Tampoco se puede aceptar como bueno su pregonado dandismo. Deslumbrado el joven poeta por la figura de Roberto de las Carreras (2), incorpora, entre otras cosas -y gozoso, adueñándose de una forma más de distanciarse de la aldea-, además de unos pocos desplantes famosos, cierto módico refinamiento en el vestir, algunas novedades que parecen haber escandalizado a los paseantes de la calle Sarandí que, por otra parte, se escandalizaban con poco. Él mismo lo detalla: “unas polainas, un frac o una corbata”. El dandismo modela la vida entera de un hombre; es una disciplina exigente y total que no se limita a una corbata blanca o a unos guantes de piel de Suecia. Y aun en ese retaceado terreno, Herrera no podía ir muy lejos; no tenía dinero. Su padre le daba lo necesario para locomoción y para cigarrillos, y llegó a financiarle La Revista, pero no parece haber sido un pródigo ni un Creso. La hermana de Julio (3) disculpa su escasa biblioteca por aquella carencia. Y, por sobre todo, a Herrera le faltó la verdadera decisión, la terrible voluntad del dandy. Vaya dandy recibiendo en camiseta, tomando mate amargo y guitarreando de oído en un altillo descascarado. O permitiendo, o haciendo, que le tomaran las fotos que publicó Soiza Reilly en una habitación y en una cama desordenadas, de nuevo en camiseta, y exhibiendo en el suelo una prosaica palangana. Las fotos ni siquiera lo dejan pasar por un exquisito o un lánguido o un maldito decadente. Por lo demás, la que acompañaba a las fotos fue una solitaria afirmación considerada unánimemente como una mistificación del poeta, que blandía la jeringa -en realidad sólo empleada para calmar sus terribles ataques de taquicardia- para fingir un vicio de moda y, una vez más, épater les bourgeois.
Tal vez sea posible, desde ya, rectificar algo que importa más. Una y otra vez, y no siempre con ánimo peyorativo, se le muestra viviendo out of tde world -como dijera Darío-, como un nefelibata, un ignorante de la realidad y del país en que vivía, que no tomó parte ni partido. Pero no fue así: conoció, tomó partido. Y el más difícil. Es más, lo tomó en circunstancias nacionales y familiares que lo hacían casi imposible para alguien en su situación. Y lo hizo públicamente, cerrándose puertas y posibilidades. No era un acto heroico: las consecuencias no le preocupaban demasiado (aunque después se queja retóricamente) porque parecía dispuesto a vivir siempre como un hijo, pero sí estaba revelando lucidez y valentía. Él, de familia colorada, nieto y sobrino de prohombres, incrustado en una de las facciones dirigentes de su partido, osó renegar de su divisa roja y hacer la denuncia del partidismo sin ideas, “despreocupado de un porvenir general” que caracterizaba a las dos colectividades opuestas -blancos y colorados- que se dividían el corazón de la república. En días de ceguera partidista, de odios acérrimos, de guerras civiles, se atreve a publicar en 1902 la carta que dirigiera a su amigo Carlos Oneto y Viana, bajo el título de Epílogo wagneriano a “La política de fusión”, en la que denuncia las gloriosas batallas como una siniestra gimnasia propia de salvajes, y a los gloriosos caudillos como caducos figurones que señorean sobre un campo de muerte, y en la que barre los suelos con los partidos vacíos, retrógrados y anacrónicos (3).
Notas
(1) En la conferencia que dictó en Montevideo en 1912.
(2) Ver Cronología.
(3) Herminia Herrera y Reissig, Julio Herrera y Reissig, Grandeza en el infortunio.
(4) Florencio Sánchez, el gran dramaturgo uruguayo de la misma generación, que luchó en las guerras civiles junto a los “blancos”, incurre en sus Cartas de un flojo en el mismo razonado desdén. Coinciden en lo esencial, pese a que sus experiencias fueron tan opuestas. Herrera conoció muy de cerca y por dentro los avatares de la política nacional mientras que Sánchez hizo su experiencia en el campo de batalla.
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