sábado

JUAN CARLOS ONETTI - PARA UNA TUMBA SIN NOMBRE (9)


III (1)

Jorge quería conocer al hombre; estaba seguro que comprendería todo mejor si lograba verle la cara. No sólo la particular historia de Rita, la en­trada y permanencia del chivo en su vida, sino, también, aquellas cosas que habían elegido a Rita para mostrarse: el absurdo, la miseria, la empecinada vorágine. Aunque este hombre, el que esperaba ahora en la pieza o en una cantina próxi­ma al puente del ferrocarril, en un bodegón lo bastante roñoso como para asimilar rápidamente la presencia del chivo, no podía ser ya más que uno cualquiera, de turno. No Ambrosio, el creador, el que había meditado durante tardes y noches, fu­mando cara al techo en un camastro, sin moverse para encender la luz, temeroso de toda distracción que lo apartara del hallazgo próximo y elusivo. No Ambrosio, ya que había desaparecido, aventado por su propia obra, por el detalle de perfección que se aventuró a imponer. Nada más que este detalle. Porque hubo, en la mitad del segundo año en Buenos Aires, un precursor. Apareció después de un número no excesivo de hombres, después de ta­reas esporádicas: sirvienta, obrera, vendedora en una tienda.

Sugirió primero, el precursor, el truco del regre­so al pueblo natal, de los pocos pesos que faltan para completar un boleto de segunda clase, de ida solamente, porque la derrota frente a la gran ciudad había sido definitiva y porque la idea de librarse de Rita para siempre tentaba a los candidatos. El alivio de sentir que bastaba desprenderse de unos pesos para que la vida se comprometiera a no hacerlos coincidir jamás con la oscura, agria, insistente forma de la mujer. Muchos, al principio, pagaron su cuota fácilmente, rabiosos, coaccionados por la superstición. Pero todos los negocios tienen sus rachas, sus inexplicables vaivenes. El público empezó a mostrar, de pronto, una descon­certante tendencia a decir que sí casi sin dificul­tad y a ofrecerse para acompañarla hasta la boletería y completar allí el precio del pasaje. Más de una vez se encontró con que no sólo el dinero del filántropo sino el suyo propio, el qué guardaba, semiexhibido, en un sucio pañuelo de colores, era invertido totalmente en un cartoncito blanco, esté­ril, con las siempre increíbles, fabulosas dos palabras: Santa María. Esto pasaba durante el segundo año, en Retiro.

De modo que el precursor maldijo varias veces, asqueado, sacudido de asombro, la falta de fe de los hombres, el mezquino instinto que los impul­saba a buscar garantías, aún en la caridad. Y al­guna noche de ayuno, de forzada lucidez, decidió, simplemente, que el truco podía seguir siendo útil si se le daba vuelta como a un guante, si la cabeza pasaba a ocupar el sitio de la cola. De modo que ella no había sido vencida aún por la indiferencia, el desamor de la gran ciudad; recién llegaba, tal vez condenada a sufrir esa derrota, pero disfrutan­do todavía de una serie de admirables cosas conmovedoras, alineadas, prontas, intactas. No abundaban los Godoy con tiempo y curiosidad bas­tante para acompañarla hasta un taxi y entregar al chófer el importe del viaje. El truco invertido de­mostró ser eficaz en las tres estaciones de Retiro, trabajadas sucesivamente cada jornada, durante un invierno, una primavera y un verano.

Tal vez ya hubiera desaparecido el precursor cuando la competencia comenzó a hacerse sentir en los balances de medianoche realizados sobre una mesa de restaurante junto al parque de diversiones.

En todo caso, siempre había un hombre al otro lado de la mesa, un gesto de desprecio, de desen­canto o de clara amenaza que no lograba atenuar los bajos montoncitos de billetes planchados con los dedos ni las improvisadas justificaciones y es­peranzas que ella iba ensayando. Alguna vez, tam­bién molestó la policía. Hasta que el precursor, u otro hombre cualquiera, aconsejó paternal y sufi­ciente el traslado a Constitución. Es posible que hablara de trenes cargados de jugadores afortuna­dos que llegaban de Mar del Plata. El caso es que ella aceptó mudarse; por otra parte, ya estaba viviendo en el sur de la ciudad, cerca del olor a curtiembre del Riachuelo.

Entonces, en seguida o meses después, apareció Ambrosio. El perfeccionador entró en la vida de la mujer como un candidato, bastante bueno a dis­tancia. Usando con cautela los pocos elementos disponibles, puede ser reconstruido como un mozo de corta estatura, robusto, lacónico, peludo. Puede ser imaginado más que lacónico; casi mudo, per­manentemente arrinconado, con la expresión pen­sativa de quien persigue sin éxito algo en qué pen­sar. Y, otra vez, silencioso, como si todavía no hubiera aprendido a hablar, como si persistiera en la añosa tentativa de crear un idioma, el única en que le sería posible expresar las ideas que aun no se le habían ocurrido.

Bajó de cualquier tren, de cualquier pasado pres­cindible, de cualquier corva y casi ajena experien­cia para entrar en el alto túnel iluminado donde ella esperaba, elegía y atacaba. Caminó velozmente, por costumbre, acercándose incauto al encuentro, al metro cuadrado de baldosas que le habían re­servado el destino para que pudiera crear su obra y ser. Y, letra por letra como estaba escrito, se entreparó al acercarse al primer escalón: el cómplice anochecer de verano que hacía latir en el fo­llaje, en el espacio abierto de la plaza, sus antiguas y vagas promesas, lo asaltó de frente y lo detuvo. Él sabía que estaba vacilando entre una mujer, una rueda de amigos, otra mujer a la que podría pedir dinero; ignoraba que estaba vacilando entre su verdadero nacimiento y la permanencia en la nada.

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