sábado

CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE) 61 - LOS CANTOS DE MALDOROR

CANTO SEGUNDO

11 (3)

La gente simple cuenta, a quienes quieren creerlo, que la puerta sagrada se cerró por sí sola, girando sobre sus desconsolados goznes, para que nadie pudiera asistir a esa lucha impía, cuyas peripecias habrían de desarrollarse en el recinto del santuario violado. El hombre del manto, mientras recibe crueles heridas con una espada invisible, se esfuerza por acercar su boca al rostro del ángel; piensa sólo en eso y toda su acción tiende a ese fin. El ángel va perdiendo energías, y parece presentir su suerte. Ya lucha sólo débilmente, y ve llegar el momento en que su adversario podrá besarlo a su gusto, si eso es lo que quiere hacer. Pues bien, ha llegado el momento. Con su musculatura oprime la garganta del ángel, que ya no puede respirar, y le vuelve el rostro, apoyándolo sobre su odioso pecho. Por un instante se conmueve ante la suerte deparada a ese ente celestial, que le hubiera gustado tener por amigo. Pero piensa que es el enviado del Señor, y no puede contener su enojo. Ya está: ¡algo horrible va a tener entrada en la jaula del tiempo! Se inclina y acerca la lengua llena de saliva a esa mejilla angélica, de la que parten miradas suplicantes. Pasea un rato su lengua por esa mejilla. ¡Oh!... ¡mirad!... ¡Eh, mirad!... ¡la mejilla blanca y rosa se ha vuelto negra como el carbón! Exhala miasmas pútridas. Se trata de la gangrena, ya no puede dudar. El mal corrosivo se extiende por todo el rostro, y de allí prolonga su furia hacia las partes inferiores; pronto todo el cuerpo se convierte en una vasta llaga inmunda. Él mismo, atemorizado (pues no creía que su lengua contuviera un veneno tan potente), recoge la lámpara y huye de la iglesia. Una vez afuera, percibe en el aire una forma negruzca, con las alas carbonizadas, que emprende vuelo penosamente hacia las regiones celestiales. Ambos se miran, mientras el ángel asciende hacia las alturas serenas del bien, y él, Maldoror, por el contrario, desciende hacia los abismos vertiginosos del mal… ¡Qué mirada! ¡Todo lo que la humanidad ha pensado durante sesenta siglos y hasta lo que pensará en los siglos venideros, podría estar cómodamente contenido en esa mirada, tantas cosas se dijeron en ese adiós supremo! Pero debe entenderse que eran pensamientos más elevados que los surgidos de la inteligencia humana, en primer término por tratarse de esos dos personajes, en segundo término por la circunstancia misma. Esa mirada los ligó con una ansiedad eterna. Le causa asombro que el Creador pueda tener misioneros de alma tan noble. Por un instante cree haberse engañado, y se pregunta si no hubo un error en seguir la ruta del mal como lo hizo. El desconcierto ha pasado: persevera en su resolución, y piensa que es un destino glorioso vencer tarde o temprano al Gran Todo, a fin de reinar en su lugar sobre el universo entero y sobre legiones de ángeles tan hermosos. El ángel le hace comprender sin palabras que recobrará su forma primitiva a medida que se acerque al cielo; deja caer una lágrima que refresca la frente de aquel que le provocó la gangrena, y desaparece poco a poco como un buitre, elevándose entre las nubes. El culpable mira la lámpara, causante de todo lo que antecede. Corre como un demente por las calles en dirección al Sena y allí lanza la lámpara por el parapeto. La lámpara remolinea unos instantes para hundirse definitivamente en las aguas cenagosas.

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