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RICARDO AROCENA / CRÓNICAS DE LA PATRIA VIEJA (2da. Época)


EL SARGENTO RUIZ Y LA CONSPIRACIÓN
Con el triunfo insurgente en Capilla de Mercedes hacía poco más de una semana, la campaña oriental había comenzado a alborotarse y el clima de nerviosismo y zozobra había ganado a vecinos y autoridades de Montevideo hasta niveles intolerables. Nadie sabía a ciencia cierta de donde provenían, aunque quienes los transmitían daban a entender que de “fuentes bien informadas”, lo concreto es que los rumores corrían a cada instante en la “muy fiel y reconquistadora”, poniendo en ascuas a su población.
Eran repetidos en calles y plazas, en la iglesia a la salida de la misa, en los hogares a la hora de del almuerzo y de la cena, entre los soldados que custodiaban las murallas y en extramuros, entre las autoridades y la simple gente de a pie y aunque en su mayoría eran meras especulaciones difíciles de corroborar, encontraban eco en un entorno ávido de información.
Unos aseveraban que en Mercedes había muerto una importante “porción de sarracenos” y que como respuesta el Virrey Francisco Javier de Elío había ejecutado sumariamente a dos insubordinados de la Fragata Mercurio y luego partido para Colonia, otros disentían diciendo que navegaba rumbo a Río, pero en lo que todos los rumores coincidían era en que “lo habían trastornado mucho las noticias” sobre el  aparentemente imparable alzamiento criollo.
Desde el triunfo juntista, Montevideo, custodiado por una fuerte escuadrilla naval integrada con fuerzas de desembarco se erigió como el baluarte españolista destinado a impedir el progreso de la revolución en la región platense. Regía un riguroso bloqueo, los puertos habían sido cerrados a los barcos porteños y el propio Virrey, haciendo referencia a Buenos Aires, había proclamado, que “todo el que pase a aquella ciudad, se transforma en reo, por orden del gobierno”.
Una flotilla al mando de Miguel Ángel Michelena asumió la tarea de controlar las costas del Río Uruguay, adonde la amenaza insurgente contaba con más perspectivas por las posibilidades de obtener ayuda desde la otra orilla, pero nada había alcanzado y las autoridades estaban comprobando que la revolución era más contagiosa que la peste y que amenazaba a la propia Montevideo.
Uno de sus puntos obviamente más sensibles era el puerto, cuya ensenada además de albergar a la poderosa flota española, era visitada por gran cantidad de buques de otros países que podían ser fuente de subversión. La vigilancia era por lo tanto rigurosa y las partidas españolas controlaban cada fragata, cada guadaño, cada falupa y a la variopinta población que rondaba el apostadero.
EL DISCIPLINADO SARGENTO RUIZ
Formado desde su más tierna juventud en la férrea disciplina del ejército colonial, no entraba en la cabeza  del Sargento Real de la Armada Tomás Ruiz que los súbditos pudieran cuestionar a las autoridades y privarlas de sus facultades, simplemente debían acatar a los superiores, cualquier otra cosa era anarquía, por lo cual lo único que correspondía era colaborar en mantener el orden, como él  lo hacía y para lo que había sido destinado.
También hasta él habían llegado innumerable cantidad de rumores. En particular aquel día un delator le había informado que un grupo de oficiales de la guarnición, que estaba reunido en un buque americano, se aprestaba a fugarse en un bote a Buenos Aires.  Por eso su andar era más tenso que el de otros momentos mientras buscaba un lugar discreto desde donde poder inspeccionar.
Miró su reloj. Eran las cinco y media de la tarde y el ocultamiento del sol producto del mal tiempo aumentaba las penumbras y favorecía su accionar y el de sus soldados. Había  intentado comunicar a sus superiores la información de que disponía, pero al no lograr su objetivo decidió actuar por su cuenta. Se tenía confianza, ya en otras ocasiones había hecho gala de iniciativa y don de mando y esta era una oportunidad invalorable para demostrar y demostrarse su capacidad de planificación y de adelantarse a los acontecimientos.
Por eso el corazón le latió más fuerte cuando reparó que dos hombres embarcaban en un bote rumbo a la Fragata que estaba vigilando, aguzó la mirada y se dio cuenta que los conocía y decidió observarlos ya que su actitud le resultó sospechosa.  Sus nervios se tensaron más, cuando no mucho rato después, advirtió que otro militar, también conocido, el Subteniente Rafael Salvador, embarcaba en un guadaño rumbo a donde estaban los dos primeros, enfundado en un capote debajo del cual escondía un bulto, que se le ocurrió que era sospechoso.
Al no verlo regresar decidió averiguar y a la vuelta del guadaño al muelle, salió del escondite para interrogar al patrono de la embarcación.
-¿Adonde fue con el  pasajero? -tronó con voz metálica
-Lo dejé a bordo de una Fragata Americana, me dijo que tenía mucha prisa, porque tenía que partir para Santa Lucía -fue la escueta respuesta.
-Diga todo lo que haya notado -volvió a tronar, un poco fastidiado ante la circunspección del interrogado.
-En el costado de la Fragata Americana había un bote de dos velas listo para salir -fue la contestación.
Para Ruiz no cabían dudas pero para ratificar sus sospechas y notando a cierta distancia la presencia de otra embarcación, preguntó a los gritos a sus tripulantes, a los cuales apenas podía ver dada la oscuridad reinante, si habían advertido algún movimiento extraño, ante lo cual en portugués le contestaron lo mismo que el propietario del guadaño. Los testimonios lo convencieron: los reunidos en la Fragata Americana querían fugarse para Buenos Aires.
Eran las 7 y media cuando Ruiz resolvió embarcarse junto a toda la partida en una falúa para impedir la evasión, pero se dio cuenta que poco podía hacer con sus escasas fuerzas y entonces despachó a un cabo hasta la Fragata Ifigenia, solicitando el apoyo de tropa armada. Ni bien llegaron los refuerzos decidió enviar a algunos de ellos junto a sus hombres, también a esa Fragata bajo el mando del soldado Juan Castilla, e inmediatamente embarcó en su guadaño para corroborar con sus propios ojos la situación.
Pero no estaba tranquilo y no podía estarse quieto, lo había ganado la incertidumbre y por eso, al cabo de un rato, escaló ansioso la Fragata Carmen, que era la más próxima, para observar con mayor comodidad.
Eran las 8 de la noche cuando dirigió sus pasos a la Fragata Ifigenia, para hablar con el que estuviera al mando, quien resultó ser el Sargento Segundo Elías de la Cal. Le era familiar aquel extraño ritual de proas y popas acercándose y alejándose al ritmo de las olas por lo cual llegó a destino sin problemas; jadeaba inquieto, pero las embarcaciones diseminadas por la bahía le estaban sirviendo de inmejorable escondite.
Ni bien notó que la embarcación que había solicitado estaba lista, ordenó al Sargento que la dirigía que se apostase al lado del navío Inchiman o Xaviera y observase los movimientos del bote sospechado, mientras enviaba al cabo de la partida que se colocara al costado de la Fragata Carmen. Dicho esto, inmediatamente trepó hasta otro buque, para prevenir a su contramaestre que cuando viese desatracar del  barco Americano el bote a vela, pusiera un farol encendido en la serviola de babor.
Tenía todo planificado, no podía equivocarse, nada podía fallar. Le parecía de vital importancia su misión y saboreó de antemano las lisonjas de sus superiores; estaba convencido de que por la detención de aquellos desertores  sería recompensado y que su accionar sería anotado en su foja de servicios.
OPERATIVO COMANDO
Eran las nueve. Ni bien los centinelas de la Fragata Española le avisaron que una embarcación avanzaba en persecución de otra, Ruiz impotente comenzó a gritar, mientras que  Elías, que vigilaba desde el Inchiman, subía al bote de su fragata junto con sus marinos, para salir en su seguimiento. Vociferaba repetidamente que arriasen las velas y al no obtener respuesta, ordenó que les dispararan, pero exasperado apreció que las armas no funcionaban. 
El silencio nocturno se llenó de voces e imprecaciones y del sonido de embarcaciones surcando el mar. La falúa dirigida por Manuel Rodríguez probó cerrar el avance de la embarcación por el lado de la proa y ante lo que le pareció un intento de eludir la maniobra, el soldado Juan Castilla alertó excitado:
-Tratan de zafarse de la falúa de una bordada. 
Impelidos por su grito sus camaradas realizaron tres disparos de intimidación e inmediatamente los del bote arriaron las velas y detuvieron su avance. Fueron rápidamente rodeados por la falúa de Rodríguez, el bote de Elías y el guadaño del Sargento Ruiz.
A bordo de la lancha viajaban los norteamericanos Juan Wardell y Samuel Farber, de 35 y 26 años respectivamente, el porteño Rafael Saldarriaga de 19, el coruñés José María Lorenzo de 29, el montevideano Anacleto Martínez de 21, y Ángel Monasterio, de Santo Domingo de la Calzada, de 33 años. Junto con ellos también fueron demorados el page de Farber, Santiago, de apenas 15 años, oriundo de Suecia y un esclavo de apenas 11 años, llamado Twix Shandy, originario de Sabannah, África.
Por orden de Ruiz fueron enviados al Ifigenia incomunicados y con la mayor custodia, en su opinión no había duda de su culpabilidad. Además, por si querían otras pruebas, pensaba informar que mientras atracaba al costado del bote, había percibido que uno de aquellos individuos, que no podía distinguir quien había sido, había arrojado al agua unos papeles, ante lo cual había ordenado a Juan Castilla que los recogiera y que controlase que nadie tirara nada más. Entre ellos había varias cartas que  casi seguramente comprometían a los arrestados.
El sargento estaba apurado, saboreaba de antemano el reconocimiento del que en su opinión era merecedor y por eso quería  redactar cuanto antes el parte militar y remitirlo al Comando General. Desde su punto de vista todo estaba claro, aunque en realidad cualquier mirada imparcial de los hechos  revelaba que las pruebas eran circunstanciales y no podían evitar una duda razonable.
El tenso ambiente político que sofocaba a Montevideo condenaba a aquellos individuos de antemano. Por eso, el 9 de marzo, el día siguiente de su detención, con presteza Gaspar de Vigodet, Gobernador de Montevideo, nombra como fiscales al Teniente Coronel José Bureau y a Miguel Granada y como secretario a José Bianchi, para la “averiguación escrupulosa y exacta de los motivos que los obligaron a emprender la fuga”.
EL JUICIO
El parte de Ruiz fue destinado a que sirviera “de cabeza en el proceso” y su redactor fue citado como testigo principal. Con emoción el Sargento vistió sus mejores galas y concurrió a la entrevista, era el momento de gloria que durante tantos años había acariciado y no lo iba a desaprovechar, por eso abundó en detalles y no dudó en involucrar a los jefes de la Fragata Americana acusándolos de complicidad, entre ellos a su capitán, Joseph West, quien fue engrillado e incomunicado y sometido a fatigosos interrogatorios.
Sus escritos y declaraciones sirvieron para dar inicio a un ominoso proceso, que postró durante 120 días a los encausados en un verdadero calvario, durante el cual soportaron tan extremas vejaciones que uno de ellos cayó al borde de la enajenación y en el intento de suicidio. Finalmente fueron puestos en libertad por el Virrey Elío a solicitud de los vecinos Félix de Ayala, José R. Guerra, José Rodríguez y Mateo Gallego, quienes argumentaron que luego de cuatro meses de “grillos, hambres  y miserias”, habían “demasiadamente compurgado” el “conato a emigrar”.
El Virrey fundamentó su resolución diciendo que las “extraordinarias circunstancias actuales” impedían el “progreso y resolución de este proceso por el orden dispuesto por las ordenanzas militares”. Elío tenía otras urgencias, es que del otro lado de las murallas montevideanas amenazaba el ejército sitiador enviado por Buenos Aires y comandado por José Artigas y José Rondeau.

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