DESDE la segunda niñez, al menos, algunos domingos iba con mi padre o mi madre a la tradicional Feria de Tristán Narvaja, en mi ciudad natal. El “mercado de pulgas” más concurrido y de mayor diversidad, desde 1909 hasta hoy. En verdad, las ferias vecinales habían iniciado en 1878, creo que en la amplia plaza Independencia, límite entre el centro y la Ciudad vieja. Pero nada sabía yo de esos detalles históricos, tal vez mucha gente que asiste a ese relevante evento dominical tampoco los conozca. La cultura de la costumbre se impone silenciosamente, así como el día 29 de cada mes es habitual consumir ñoquis caseros, elaborados con papa y harina, con o sin salsa, con o sin carne.
No puedo olvidar, aunque el tiempo psíquico distorsione las imágenes, mi asombro infantil en el espacio de la feria, calle Tristán Narvaja, antes Yaro, esquina con la avenida 18 de julio, dedicado a los acuarios. Los estanques o peceras de grueso vidrio muy transparente exhibían una insospechada variedad de peces de toda color y toda forma: de agua fría o de agua templada, más bien gordos y de grandes colas y aletas, o ágiles y de permanente movilidad. Y de nombres extraños: scalaris, anteojos, platis, levitis, león rojo, besadores…
En una ocasión me mostraron dos axolotes, vi las branquias externas, las cuatro delicadas patas, la extensión caudal. Muy quietos estaban, apoyados en una ligera vegetación acuática. El dueño del acuario, ante mi curiosidad, dijo: “¿Ves? Son ejemplares de un pez mexicano. Son caros, los traemos especialmente de allá.”
El dios Azar quiso que décadas después tuviera oportunidad de ver, en un mercado mexicano de provincia, una hilera de estos anfibios, que no peces ni pescados, dispuesta en una tabla para la venta. Los pueblos hambrientos buscan proteínas donde sea, en México son alimento más de doscientas especies de insectos, en África ni las grandes arañas negras se salvan… Dicen que del puerco lo único que no se come es el grito.
La calle Tristán Narvaja alberga a la feria en casi toda su extensión, unas cuantas cuadras, y se desplaza también hacia otras calles que en ella desembocan. La concurrencia es extraordinaria, pues así como la diversidad de la oferta resulta exhaustiva (comestibles envasados, frutas, verduras, animales vivos -mascotas-, herramientas, ropas usadas o nuevas, libros, discos, plantas ornamentales, objetos robados, navajas, vajillas, hasta pistolas antiguas y uniformes deportivos. Solían aparecer las prostitutas que atendían en descuidadas habitaciones de paso, y no escaseaban los ladronzuelos que cumplían sus pequeños robos aprovechando la densidad o el descuido de la multitud.
Mi primer encuentro con “la mujer más fea del mundo” ocurrió un domingo lluvioso, de otoño tal vez, día que limitaba la asistencia a la feria. Pero yo había ido con un par de compañeros de quinto curso de la escuela, con permiso de mi madre, quien además me dio unas monedas de dos centésimos “para que tomes un helado”. Eran momentos de libertad, la lluvia se presentaba débil, espaciada, no suponía para nosotros siquiera una limitación.
Caminábamos desde el entronque de la calle con la avenida, hacia el norte, mirando, de curiosos más que nada. A la mitad de la tercera o cuarta cuadra vi a aquella mujer sentada en una caja de madera. Me detuve, como si una distinta fuerza de gravedad actuara sobre mí, esa noche soñaría con unas manos sin carne que me agarraban de los tobillos. Mis amiguitos siguieron su recorrida, los vería cuando su regreso, pues permanecí como una hora, quizás más, frente a la mujer.
Ella vestía faldas y blusa grises, zapatillas y medias negras, un rebozo de algodón oscuro, tal vez azul opaco, daba amparo a rostro y cabeza. A su lado, una niña de unos diez o doce años mal llevados gritaba una vez cada dos minutos, más tarde cada cuatro -según un agente de la policía que vigilaba la cuadra-, su anuncio: “¡Vean, señoras y señores! ¡La mujer más fea del mundo! ¡Por solo cinco centésimos le pueden ver la cara!”
-Decime, ¿cuánto tiempo la podemos ver? ¿Vale el gasto? -las preguntas de una dama clasemediera, acompañada de una explícita sirvienta, que cargaba una gran bolsa de compras.
-No sé bien, todo lo que quiera, doña… -respondió la muchachita, limpiándose las narices con el ruedo de su triste vestido.
-Está bien, tomá los cinco. ¿Y ahora?”
La niña, vuelta de pronto una moza de neta seguridad, recibió la moneda y apartó sin prisa el rebozo protector: la mujer se movió en su asiento, alzó el rostro hacia el de la dama, sin bajar totalmente los párpados, las manos cruzadas sobre la endeblez del pecho.
La señora entró en un momento silente, cubrió su boca con diez dedos, no pudo evitar un paso hacia atrás, tropezando con la sirvienta, creo que exclamó o fue una alucinación auditiva: “¡Jesús! ¡Esto es horrible! ¡No puede ser!” Y de inmediato salió como espantada, arrastrando a su acompañante; observé que esta solo se reía sin entender a su patrona, ni tampoco el horror que, de seguro, parcialmente había contemplado.
La muchachita cubrió de nuevo a la mujer, quien inclinó la cabeza, tal vez para dormitar como quien se libera de un ámbito perverso.
“¡Pasen, señoras y señores! ¡Vean a la vieja más fea del universo!”
Allí me quedé, montando guardia, fascinado por el colgajo de piel de la mejilla derecha, por la nariz desmesurada que caía frente a la boca, por los labios anchos y oscuros, por el ojo que trataba de asomar entre arrugas como cicatrices, por el otro ojo blanquecino y sin vida, por las poderosas verrugas que parecían caminar por la cara.
En la hora siguiente, marcada por las campanas de una iglesia inubicable, tres parejas de edades y condición diversas entregaron el dinero para ver a la mujer. La sorpresa y el rechazo fueron similares en aquellas seis personas, que también buscaron alivio en la negación, pero ese mecanismo mental no anula la realidad. Entendí, no sé cómo, muchas lunas adelante, que todos los mirones habían desechado la ocasión de aumentar las dimensiones del conocimiento, de tener acceso a una manifestación secreta de la verdad cósmica.
Ese resumen, erróneo o no, lo haría paseando por la feria de Tristán Narvaja a la vuelta de mi exilio en México. Era yo un adulto que buscaba a la anciana monstruo, a la no-hembra humana, con la certeza de no encontrarla. Sin embargo, empecé a preguntar por ella y la muchacha a quienes atendían sus puestos de venta, a los mayores de sesenta, uno de los cuales me informó, desde un aliento a licor fuerte, grapa quizás:
-¿Dice usté de la vieja aquella, el Bichofeo? Bueno… resulta que un domingo de invierno, lluvia y granizada, su nieta la descuidó porque estaba con el novio, ellos se metieron en el bar de la esquina. Cuando volvieron, el Bichofeo no estaba. Nadie la vio irse, solo quedaba el cajón donde se sentaba, ella hacía ahí sus necesidades…
Esta última afirmación resucitó en mis narinas, instantáneamente, la hediondera que emanaba de la mujer. Insistí:
-Pero, ¿qué pasó con ella?”
-Nada más que desapareció, nunca nadie supo del Bichofeo, ni la nieta… La familia se jodió porque sacaban plata mostrándola como animal de circo…
El hombre hablaba con acento italiano, quizá napolitano.
-Tristes noticias me da usted, señor. Yo la veía de chico pero nunca me dio asco, como a los que pagaban por verle la cara…
-Mire, yo soy creyente, pero si esto es amor de Dios, ¡pa’ que sirve ese amor! Ah, ¡porca miseria!”
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