miércoles

LA TIERRA PURPÚREA (58) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XV / “CUANDO SUENA LA TROMPA GUERRERA” (4)

Al ver a Alday tan empeñado en dar, antes que yo, su versión del asunto, me volvió el enojo y, al mismo tiempo, el habla y las otras facultades que momentáneamente me habían abandonado.

-Señor general: todo lo que quiero decirle esto: llegué, un extraño, a la casa de este individuo de noche y a pie, porque me habían robado el caballo. Le pedí alojamiento creyendo que por lo menos todavía sobreviviría en este país el sentimiento de hospitalidad. Él y estos dos hombres me hirieron a traición, dándome un golpe en el brazo, y me han traído aquí prisionero…

-Mi buen amigo, siento en el alma que debido al exceso de celo de parte de mi gente, haya sido usted lastimado. Pero apenas puedo lamentar este suceso, por doloroso que a usted le parezca, puesto que me permite asegurarle que además de la hospitalidad, sobrevive en el Banda Oriental todavía otro sentimiento, y ese es… la gratitud.

-¡No comprendo!

-Hace muy poco tiempo, amigo, que ambos nos encontramos en un mismo apuro. ¿Es posible que usted se haya olvidado del servicio que me prestó?

Le miré atentamente, asombrado de sus palabras; y mientras le examinaba el rostro, me acudió como un rayo a la memoria aquella escena en la casa del magistrado, cuando fui con la llave a sacar a mi compañero del cepo, y cuando se paró tan precipitadamente y me tomó la mano. Sin embargo, no estaba bien seguro, y murmuré interrogativamente-: ¡Qué!... ¿Es usted Marcos Marcó?

-El mismo -repuso el general, sonriendo-, ese era mi nombre en aquella ocasión. ¡Amigos! -continuó, apoyando una mano en mi hombro y dirigiéndoles la palabra a los que nos rodeaban-. Me he encontrado ya antes con este joven inglés. Hace pocos días, cuando venía para acá, fui hecho preso al mismo tiempo que él en Las Cuevas, y gracias a su ayuda logré escaparme. Hizo esta buena acción creyendo que estaba ayudando a un pobre paisano cualquiera, y sin esperar ninguna recompensa.

Podría haberle recordado que sólo consentí en sacarle las piernas del cepo, después que me hubo asegurado solemnemente que no tenía la intención de escaparse. No obstante, como él creyera del caso olvidar aquella parte del asunto, no iba traérsela a la memoria.

Hubo muchas exclamaciones de sorpresa de parte de los circunstantes, y mirando a la hermosa joven, que estaba parada allí cerca, con los demás, encontré que sus ojos negros estaban atentamente posados sobre mí, con una expresión tan de simpatía y ternura, que en el acto se me agolpó toda la sangre en el corazón.

-Temo que le hayan lastimado gravemente -dijo el general, dirigiéndome la palabra otra vez-. Sería una imprudencia muy grande seguir en camino ahora. Permítame rogarle que se quede en esta casa, hasta que se mejore del brazo. -Entonces, volviéndose a la joven, le dijo-: ¡Dolores! ¿Quieren ustedes, tú y tu madre, hacerse cargo de mi joven amigo hasta mi vuelta, y ver que se atienda su brazo herido?

-Mi general -repuso, con una brillante sonrisa-, usted nos complacerá mucho dejándolo en nuestras manos.

Entonces, no sabiendo mi apellido, el general me presentó a la hermosa señorita Dolores Zelaya -que así se llamaba- sencillamente como Don Ricardo; después de esto el general nos dijo otra vez “adiós” y se fue a toda prisa.

Cuando hubo partido, se adelantó Alday con el sombrero en la mano y me devolvió el revólver, del que yo me había olvidado completamente. Lo tomé con la mano izquierda y lo metí en el bolsillo. Me pidió excusas por haberme tratado tan rudamente -el comandante le había enseñado la palabra-, pero sin el menor viso de servilismo en su manera o modo de expresarse, en seguida me ofreció la mano.

-¿Cuál quiere -le pregunté-, la mano que usted me ha lastimado o la izquierda?

En el acto dejó caer al lado la suya, y entonces, saludando, dijo que esperaría que yo hubiese recobrado el uso de mi mano derecha. Volviéndose para irse, añadió, sonriendo, que esperaba que el daño sanaría pronto de modo que pudiese empuñar una espada por la causa de mi amigo Santa Coloma.

Su manera me pareció algo independiente.

-Sírvase ahora llevarse su caballo -le dije, pues lo necesito más, y acepte mis agradecimientos por haberme conducido hasta aquí en mi camino.

-No hay de qué -repuso con un cortés ademán de la mano; me alegro de haber podido prestarle este pequeño servicio.

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