DE LAS ESCUELAS públicas a las que asistí entre los seis y doce años, mis recuerdos se han empalidecido. Solo con mucha voluntad de la que llaman “positiva” lograba yo una adaptación más o menos precaria, pues los cambios de domicilio practicados por mi familia originaban, no solo problemas de enseñanza, ya que también cambiaban las maestras, sino de convivencia con un alumnado asimismo cambiante.
El ámbito social era, generalmente, un entramado de capas medias sobre el que ya he comentado bastante. Si bien mi familia tenía un nivel cultural y educativo mayor que el del común, el llamado “popolo minuto” (¡teníamos una discreta cifra de libros!), los niveles de la economía cotidiana se identificaban con los de los barrios que fuimos conociendo.
Puedo rememorar, apelando a un llamamiento profundo en función de alcanzar la libre asociación de ideas y de imágenes, la escuela de la calle Simón Bolívar, nombre del excepcional dirigente en las luchas por la independencia de América Latina en el siglo XIX. Una de las canciones que solíamos cantar en las jornadas festivas, en el espacioso patio del colegio, estaba dedicada al gran héroe, cuyo ideario esencial tiene todavía amplia vigencia.
Esa canción y el Himno patrio unían por unos momentos a los niños, de tal modo que las evidentes diferencias de clase -aun entre capas sociales de limitados recursos y consumo balbuceante- se borraban en razón de la energía rítmica emitida desde los discos de 78 revoluciones y, más que nada, por la acción del maestro de música, don Nepomuceno, quien logró incrustar en nuestras neuronas las melodías que ahora evoco -para que la escritura fluya, aun tropezadamente.
Con ocasión del festejo de una fecha patria, con las filas de alumnos formados por su estatura, de menor a mayor y no según los grados que cursaban, a más del plantel de maestras y la imponente directora, hubo que esperar estirados minutos para el inicio. Alguien de la administración informó: “hay apagón, corte de luz, debemos esperar.”
Una onda de desánimo conmovió a todos. Las túnicas blancas con su moño azul empezaron a exhibir su impaciencia, poco después las filas perdieron su equilibrio, las maestras -vestidas igual que sus discípulos pero sin moño- no demoraron en exhibir su inquietud. La señora directora, cuyo nombre ignoré durante mis dos años en ese colegio, adelantó una decisión, pues el sol del mediodía impulsaba, con fotones intolerables, un desorden que ella no podía aceptar.
Entonces gritó, como una potente diosa homérica:
-Maestro Nepomucenooo! ¡Niñoooosss! ¡Vamos a cantar sin música!
Y enseguida:
-¡A las filas, cada uno en su sitio! Maestro: ¡empezamos ya!
Esa ordenanza cruza la finísima red del inconsciente, y por eso ahora escucho lo que voy a escribir: “¡Simón Bolívar libertador, que cruzas los montes y los llanos!” y estoy cantando también, con una voz que creí perdida.
Canto, sí, llevando los ritmos con sutiles toques de zapatos en el piso de hormigón. Canto, y de pronto alguien vacila, tiembla a mi lado diestro, miro de reojo, luego de frente, lanzo los brazos para detener la caída de un alumno de segundo grado, Flaquito lo llaman. Pero no puedo, soy apenas más alto y más fuerte que él. Caemos los dos en la manchada dureza del suelo.
Los restantes miembros de la ahora afectada fila continúan cantando, miran de costado, no todos, como si la canción los ubicara en una dimensión inaccesible. Pido ayuda, una niña de cuarto grado, regordeta y bien peinada, toma al Flaquito por un brazo, casi del sobaco, me dice:
-Agarralo igual que yo, ¡vamos arriba!
Pero el desmayado no reacciona, entonces lo sacamos arrastrando hasta un claro entre las filas, la directora nos ve, envía a un portero a que cargue con el rapaz.
-¿Qué le pasa a este niño? Sí, usted me lo lleva a la enfermería, ya mismo.
La canción está por finalizar, la gordita y yo volvemos a nuestros lugares. Minutos después de entonar el Himno patrio regresamos a los salones, debíamos recoger nuestros útiles y formarnos para salir. A la puerta de la escuela esperaban los familiares, madres en su mayoría, o hermanos más grandes.
Era un viernes, teníamos el fin de semana para un uso mediocre de la libertad. Sin dinero para el barato cinematógrafo del barrio, sin dinero para helados o bizcochos dulces, los varones recurríamos al deporte nacional: el fútbol. Todo espacio era apto, en especial la calle y una retaceada plaza cerca de la costa, los balones eran de hule (un lujo) o de trapos y cueros atados para darles cierta esfericidad. Las niñas jugaban con muñecas caseras, de telas usadas, algunas tenían triciclo o patines (otro lujo), practicaban la rayuela, las mamás las cuidaban directamente, estuvieran donde estuvieran. Si no podían vigilarlas, las metían en casa a estudiar o a entretenerse con sus amiguitas. A veces los hermanos mayores cumplían una labor quasi policiaca.
Las actividades de sábado y domingo se ampliaban a los bares, frecuentados por los papás. Eran puntos de reunión para beber, fumar, intercambiar chismes políticos, deportivos y mujeriles, discutir todo lo posible y escuchar la transmisión de los partidos del campeonato nacional de fútbol, certamen centrado en la capital. Es decir, todo aquello se apegaba a ciertas normas de convivencia no escritas; hubo como una operación del inconsciente colectivo para olvidar al Flaquito. Nadie preguntaba por él, entonces fui el sábado a la peluquería barrial, “La tijera de oro”, cuyo dueño era un gallego muy laborioso y, además, la persona mejor informada en cuadras a la redonda. Un peluquero es como un médico: en algún momento hay que recurrir a sus servicios. Y el gallego José, entre tijeretazos y navajazos y peinetazos, ejercía su oficio -nada de arte había en él- al mismo tiempo que recolectaba datos, opiniones, anécdotas, sucesos reales o no, por lo tanto, debía saber qué había acontecido con el Flaquito.
Me conocía desde que nos habíamos radicado en una esquina del Barrio Sur, sus golpes de tijera resultaban hasta agresivos, según la edad del cliente. Cuando retiraba casi a cuchilladas mi otrora generoso cabello, el cuero de la cabeza ardía de dolor, acentuado por el masaje con alcohol vulgar que evitaba las infecciones.
Atendía a un cliente cuando llegué al local, como había mucha plática, debí esperar no pocos minutos. Mientras el señor aquel, pura melena y bigote considerable, se ponía de pie, y José sacudía los pelos del mandil protector, inquirí de este modo (lo rememoro parcialmente):
-Don José, usté que sabe todo de por aquí, ¿qué pasó con el Flaquito? Ayer se desmayó…”
-Espera que se siente el señor… Acomódese, sargento, que ya se le atiende -se dirigió a un hombre alto, carnudo, en uniforme de policía y desarmado.
Colocó un mandil limpio sobre el pecho del nuevo usuario y mientras afilaba sus tijeras me dijo, como si hablara con un ausente, neutralizando la voz:
-Mira, el Flaquito se murió. No de hambre pero sí por la caída. En el hospital para niños descubrieron que se le formó un jodido coágulo en la cabeza… -continuó afilando las tijeras de oro falso-. Se le detuvo el cerebro, eso fue de por la noche, una de mis parientas tiene un salón de costura, allí trabaja la mamá del Flaquito, por eso se enteró y enseguida me pasó la novedad… -empezó a peinar la dura pelambre del policía y aplicó el tijeretazo inicial, pero ¿quién podría cortar su discurso?
El parlamento del gallego José adquirió un creciente auditorio, hubo repeticiones, suspensos, efectos de timbre y tono de voz, todo aquello se movía en un espacio paralelo al corte de cabellos.
Pregunté a dónde vivía el Flaquito, el fígaro popular me dijo:
-En su casa ya no vive, ahí ahora lo velan, nomás… Es en la esquina de esta calle con la diagonal de la carnicería, allá habrá gente, supongo, son como cuatro cuadras…
Llegué hasta la entrada del edificio, una vivienda espaciosa dividida precariamente en tres presuntas casas: restos de la burguesía de fin de siglo reciclados por la pobreza. Solo unas personas pocas a la puerta, cigarro, charlas a desgano, baldosas escupidas, una mujer sin rostro, llorando.
En el patio trasero se efectuaba el velatorio, el cajón con su huésped estaba sobre una mesa, cuyas patas desparejas vacilaban si alguien se aproximaba a observar al Flaquito. Tendrían que pasar muchas lunas para que me correspondiera ver otros ojos tan cerrados como aquellos.
Lo miré varias veces, de los pies ocultos a la visible cabeza, pues era lo único que la sábana mortuoria no había cubierto. Vi una fea mancha sobre la sien derecha, limpiada con descuido. Alguien me apartó con gesto natural, una señora de vestido gris y pañuelo sin bordar en el cuello:
-Está bien, ya cumpliste. ¿Eran compañeros de clase?
-No, estábamos en grupos distintos…”
-Solo vos vinistes de toda la escuela…”
-Creo que casi nadie se enteró, a mí me lo dijo el peluquero, don José…
-Es un chismoso el gallego, pero hoy dijo la verdá.
-¿Es cierto que se desmayó de hambre?
-Y sí, acá se desayuna salteado… Ese día no sirvieron el vaso de leche en la escuela, ¿no?
-Ni en toda la semana, mi madre me daba dos bizcochos con grasa y con eso…
-Tuviste suerte, nene. ¿Cómo te llamás?
-Jerónimo -mentí- como el indio de las películas de vaqueros,
-Bueno, nos vamos para el cementerio, queda cerca, lo llevaremos de a pie, no hay ni pa’ pagar un coche de mierda…
-Chau, doña. ¿Qué pasará con él?
-Nada, qué va a pasar si ya pasó…Hablás lindo pa’ ser tan chico… -suspiró derrotadamente para llamar a los de la familia que estaban al otro lado de la mesa.
Me salí enseguida, tenía hambre, llegué a mi casa, bebí una taza de leche bien caliente, mastiqué a lo bestia un pan de pura cáscara, de parado contra la mesa de la cocina. Mi madre escuchaba la radio, era fanática de la ópera italiana. Mi padre de seguro en el bar con sus amigos, atentos al partido del sábado. Mi hermana cosía las faldas de su muñeca favorita.
Terminé de tragar y beber, sentí algo que en mi juventud primera llamaría resurrección. Quité de los labios unas aplastadas gotas de leche, una pequeña miga tal vez. Había aprendido para siempre la sacralidad de la comida, que las bacterias y las ballenas conocen mejor que nosotros.
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