A UN LADO de la bahía, cuyas aguas manchadas de aceite, petróleo y basuras diversas reproducían movidas imágenes del carismático cerro de mi ciudad natal, podía verse una prolongada escollera de piedra y cemento; era la continuación de una calle de la Ciudad vieja que penetraba en el río ancho como un mar y protegía el puerto de los empujes tormentosos venidos de un lejano Sur. El anchor de la escollera permitía el tránsito de caminantes solitarios, de muchachos en bicicleta, de parejas que asociaban los sentimientos con el palpitar de la espuma y el chirriante grito de las gaviotas.
Según el rumbo del viento, que pocas veces interrumpía su discurrir, los pescadores lanzaban sus anzuelos y sus trampas desde uno u otro lado de la gruesa muralla, alzada unos tres o cuatro metros sobre el nivel del río. Eran gente sabia: al cabo de generaciones de aquellos buscadores de peces, y cangrejos para carnada, lograban casi adivinar cuáles serían los resultados de sus cacerías.
La presencia de tales hombres -era muy extraño ver a una mujer lanzando la plomada con anzuelos bien cargados, para tentar a los peces del fondo, como el lenguado- iniciaba en horas de la mañana y solía terminar con los tonos oscuros del atardecer. Sin embargo, alguna dama colaboraba en la colocación de redes circulares, de escaso diámetro, fáciles de operar, y que permitían extraer peces pequeños, jóvenes crustáceos, gusanos de formas infrecuentes. Previamente se arrojaban al agua puñados de migas de pan para atraer a esos animalitos de nombre individual -mojarras, roncaderas, pescadilla- pero que al ser capturados recibían la designación colectiva de majuga. La pesca más valiosa era la de merluza y corvina, gustaban los ejemplares de más desarrollo, por su escasez de espinas y por su sabor de bicho de agua dulce.
Todo lo referido hasta esta línea fue el bagaje informativo que adquirí en los paseos por el puerto y la escollera, a más de los muelles de carga, pero nunca ejercí la práctica de pescar. Es inevitable, cuando veo a un pescador pasar horas en equilibrada inmovilidad, mirando el flotador a la espera de que se mueva, aun ligeramente, en indicación de que la presa ha empezado a rozar la carnada, reconocer que esa actividad no está hecha para mi impaciencia.
Quiero añadir que este ensimismamiento parece señalar una actitud si no filosófica, al menos como expresión sapiencial popular; digo popular pues los pescadores, en general, mostraban equipos de limitada calidad, entre industriales y artesanales. Sus ropas eran las usuales en personas de quienes respiran en el complejo y conflictivo mundo del trabajo; había hasta gente de uniforme, empleados en empresas de seguridad o en los mercados cercanos, enfermeros del hospital más viejo de la ciudad con su túnica de opaco blancor. La pesca resultaba un descanso, una posibilidad de atenuar tensiones y presiones laborales.
Un día ya sin fecha, resolví reiterar aquellos paseos. Recuerdo el sol de finales de la tarde de un otoño excesivamente frío. Percibí con neto asombro que en la escollera solo había una pareja de pescadores y a su lado tres niños; toda esa gente de piel oscura, vestida con ropas desparejas o fuera de medida, semi descalzos, usando una especie de ojotas o chancletas o alpargatas de indudable confección casera. Salvo la mujer, que estaba fijada a una silla de metal liviano, tal vez aluminio. Ella sembraba órdenes con voces acuciantes: “¡Apúrense, carajo, que se nos va la luz! A ver, ¡bajen el medio mundo, ahora! ¡Denle más hilo a la caña, que los pescados se van pa’ adentro!”
Vi aquella red mal tejida, los artefactos no de flexible caña, sino de palo de escoba, los flotadores de corcho, las líneas demasiado finas; vi la cubeta con su carga aún palpitante, había pocos animales adquiridos con artes tan rudimentarias.
Distanciado unos pocos metros, contemplé el esfuerzo del grupo hasta que fragmentos de una sombra más amplia vinieron sobre nosotros. El frío endureció brazos, pies, movimientos. La mujer, con ayuda del hombre, se paró con evidentes molestias; su poder verbal parecía extinguido, solo dijo:
“Levanten el balde, que lo lleven entre dos, las puntas del palo en cada hombro, sí, ustedes, hagan como siempre…”
El rapaz más chico empezó a cargar cañas, redes, líneas, anzuelos, tal vez mucho para él. El hombre, con gorra militar cuyos rasgos he olvidado, si es que en verdad los llegué a ver, servía de bastón y sostén a la mujer, gorda sin duda bajo una capa de soldado muy averiada y notoriamente mugrosa. Me pareció extraño ese atuendo, completado en lo visible por una gorra militar, de las que se usan en los cuarteles o para servicios especiales.
Los cinco pasaron a mi costado izquierdo, marchaban como si estuvieran fuera del tiempo. Buscaron el centro de la escollera. El menor de los niños volteó para mirarme durante unos segundos. Empecé a caminar como si entrara en un desierto. Llegaron ellos al nacimiento de la calle de la Ciudad vieja, siguieron solo una cuadra más, se detuvieron ante una puerta apenas tocada por el envío luminoso de un farol esquinero. Comprendí que me esperaban. Llegué junto al grupo, una hediondera casi visible arrasó mis narinas, perturbó la respiración, produjo una alergia defensiva, estimuló estornudos sorprendentes. La puerta de altas y corroídas maderas se abrió con una especie de desquiciado lamento, la familia oscura entró primero, salvo a uno de los rapaces.
“Oye, Donato, que pase el señor, vos cerrás la puerta, ¿ta?” ordenó la hembra dominante, con voz menos agresora.
Entré, empujado o atraído por una fuerza inédita. Transitamos la estrechez del zaguán, la puerta cancel -normal en construcciones de ese tipo- simplemente no existía, solo un marco semi arrancado. En el piso de baldosas maltratadas o faltantes, pedazos de vidrio de opacados colores. Del zaguán pasamos a un patio descubierto, pues gran parte del techo estaba en el suelo; en realidad, un techo que había sido una claraboya corrediza de gruesos cristales y no liviana estructura métalica. El basural anidado en aquel espacio semejaba la pesadilla materializada de un esquizofrénico
Un pasillo o corredor nacía en el patio, se adivinaban habitaciones deterioradas y mugrientas detrás de las puertas o cortinas como puertas que se abrían o cerraban sobre él. Caminamos como una procesión de la corte de los milagros hasta una cocina con dos mesas de tabla sin pulir, varias hornallas semi encendidas, trastos y vajillas en dispersión. Capas de tizne, fruto sin duda de humos antiguos producidos por el combustible de leñas y carbón, se pegaban a las paredes y al altor de una chimenea de chapa de hierro, cuyo curvado cuello atravesaba la pared sobre la que se apoyaba el conjunto de hornallas. Un gran recipiente de basura se situaba en un rincón, los niños jugaban a arrojarle desperdicios -huesos, cáscaras, espinas- y gritaban “¡otro doble! ¡le emboqué!”, como si fuera una partida básquetbol. Lo que caía fuera, ahí quedaba.
-Ah, veo que la Cristina ya puso a hervir el agua. Fijate, Gelio, si le metió un poco de sal y pimienta -se dirigió la señora al hombre, ya sentada de nuevo en su rígida silla.
-Sí, Marina, le puso bastante, ya la probé -fue la respuesta.
Iban apareciendo los nombres de aquella gente, “al fin, me dije” sin pensar demasiado en los motivos que hasta allí me habían conducido.
Era yo, en esos momentos, como una simple hoja transportaba por los aires del otoño. Al rato apareció la Cristina, un mulata de quince a dieciocho, menos desaseada que los otros, ni flaca ni maciza, más alta que todos, rostro de infrecuente hermosura y cierta redondez, cabello muy corto, con un vestido de amarillor desgastado, sandalias mínimas, liviano olor a jabón barato, jabón de coco. Solo después percibí su labio leporino, un dato que alteraba la visión inicial pero que aumentó en mí una súbita atracción que, al cabo de muchas lunas, suele resucitar cuando huelo expresamente el jabón de coco que adquirí ese mismo día y que aún conservo, agrietado y seco, en su envoltura original. Sé bien que es algo más que una ayuda para la memoria en su lucha contra la mera imaginación.
Cuando el agua hirvió a satisfacción de doña Marina, dio orden de volcar parte del contenido de la cubeta o balde en la profunda olla popular. Pescados y crustáceos que los restoranes desechan se cocinaron juntos, en una especie de comunión alimentaria. Luego de unos minutos, medidos solo por las costumbres del hambre, Cristina y el Gelio, tal vez su padre, retiraban el agua hirviente con gordos cucharones y tazas de latón. Finalmente, el contenido era volcado sobre la mesa más grande, cuyas tablas quedaron más o menos limpias por la acción de las aguas; estas cayeron al piso para encharcarse en formas caprichosas, diseñadas por el mismo azar que me había llevado hasta la presencia de Cristina, la musa de hermosura imperfecta.
Ya situados todos, incluso yo, de pie y alrededor de la mesa, doña Marina tomó entre sus dedos de la diestra uno de los pescaditos, lo metió en la boca de labios espesos, masticó y dijo: “¡Está a punto, mi gente… salió buena la majuga!”
De inmediato cada uno de los comensales metió mano directa en la masa de animalitos cocinados, para pescar a su modo lo que podían en función de hambres históricamente acumuladas. Logré atrapar una flaca sardina, la mordí con inexperiencia de persona presuntamente civilizada, un picor salado ocupó paladar, lengua, encías; sensación fugaz, mientras los dientes desmenuzaban exiguas carnes blancas y apartaban molestas espinas. Solo dejé cabeza, aletas y cola. Mientras manducaba aquellas livianas proteínas, imaginé a la mesa como una chorreante fuente plana de cuatro patas.
Cristina masticaba con cuidado, sin la voracidad de los otros. Limpiaba labios y dedos con un trapo informe, tal vez un pañuelo vencido por mil usos. Cuando iba a recoger otra pieza, pues curiosamente el voraz masticadero colectivo había excitado mis glándulas salivales, ella me dijo:
-Parece que te gusta nuestra comida…
-Dime, ¿siempre comen así? -respondí preguntando.
-A veces nada de nada, nosotros dependemos del mar: cuando no hay, no hay.
-Pero… no es el mar, es el río…
-Pa’ nosotros es el mar y será el mar.
-Ah, ya veo: es como un padre para ustedes…
Ella deglutió un trozo de carne blanquecina, inquirió:
-¿Estás pirado, sos loquito? ¿Un padre de agua sucia…?
-Mira, es una forma de decir. Porque los papás son los que llevan comida a la casa, ¿no es?
-Nosotros somos los que buscamos el morfe, ¿o crees que alguien nos regala algo?
Pesqué otra sardina en medio de unas cuantas manos. Reconozco que había cierto respeto entre ellos: nadie disputaba la presa que otro había capturado. Pensé que era gente que había aprendido a tener hambre.
Me hubiera gustado invitar a la Cristina a caminar por aquel barrio costero, o a tomar un café o un helado, pero no era miembro del clan, más bien rana de otra charca o pájaro de otros vientos. Pregunté:
-Dime, ¿don Gelio es pariente tuyo? ¿Y doña Marina… y los muchachitos?
-Somos una familia… Gelio es el papá de los tres, Marina es la mamá, yo soy hija de ella y la pareja de él… ¿entendistes?
Su resumida respuesta me colocó en situación de silencio, demoré veinte o treinta segundos, penosamente logré insistir:
-¿Y tu papá, quién es?
Cristina interrumpió su suave masticación, no quise ver su labio partido de nacimiento, comentó:
-Está muerto, hace tiempo se resbaló mientas pescaba en la escollera, al caer en las rocas se lastimó la cabeza, nadie lo atendió, estuvo tirado ahí muchas horas, desangrado y congelado, así fue la cosa… Por eso Gelio, que me cuida desde entonces, no quiere que pise la escollera, tampoco que vaya a los muelles, dice que hay tipos abusivos que nada más ven mi cuerpo… Mi cara parece que les da asco…
-No digas lo que estás diciendo, puedes operarte, además, de fea no tienes nada, más bien al contrario… Bueno, me voy yendo. Me despides, por favor, y buen provecho…
Al llegar a la puerta, percibí por su olor que ella me había seguido. Intenté mover el pasador del cerrojo, separar las deterioradas tablas, se hizo difícil, Cristina lo hizo por mí.
-Te acompañé porque nadie, que no sea de la casa, puede abrir.
Pisé la acera, recién entonces me volví para mirarla, dije:
-Gracias por la plática y por la comida, aunque la majuga frita es más sabrosa…
-Tengo que cobrarte lo que comiste, acá nada es de gratis.
No me asombré, no pude asombrarme ante aquellos códigos que todavía no consigo descifrar. Le entregué varios billetes, una cifra excesiva por dos flacas sardinas hervidas.
-Es mucho… ¿cómo te llamás?
-Jerónimo –mentí-, como el indio piel roja que peleó contra los soldados yanquis.
-Con esta plata se puede pagar más que un almuerzo…
-Depende de lo que uno compre, ¿no es así? -y al alejarme, mirándola un instante de frente, agregué-: Como nadie puede saber cuál es valor de adentro de las personas y las cosas, se inventaron los precios… -y ya sin mirarla terminé-: Además, hay gente que vale mil veces más de lo que aparenta, pero no todos lo dicen ni lo reconocen…
Ella elaboró una especie de grito, con el acento que su labio roto le imponía:
-¡Jerónimo! Para cuando vuelvas ya estaré operada, voy a juntar plata, ¡yo te lo digo!”
Nunca alcancé a elaborar la energía suficiente para regresar a la derruida casa de la calle de la escollera. Es que aún no tengo una verdad clara sobre aquel suceso, ni siquiera puedo asegurar que los nombres de los integrantes del clan sean los que escribí. Quizá deba aceptar que aquella realidad fue más potente que el discurso de la memoria y que logró alterar el recuerdo que ella misma producía. Si el pasado es médula del presente y este la raíz del futuro, me planteo por qué jamás he podido tocar, palpar, rascar, herir los eventos que seres como la nombrada Cristina han dejado en mi cambiante realidad de cada día de todos estos años. Es probable que vivamos el pasado hacia delante y el futuro hacia atrás, con el presente como una bisagra que interactúa fuera de nosotros, así de simple.
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