miércoles

PORCA MISERIA (12) - SAÚL IBARGOYEN


YA CON MIS veinte años cumplidos, en una de mis salidas a países vecinos, llegué por vez inicial a Asunción luego de breve y azaroso vuelo en una compañía brasileña -que dejara de funcionar poco después por motivos de explícita inseguridad-, cuando el atardecer extendía enormes pétalos rojos, amarillos y verde azulados sobre una ciudad chata, salvo un par de pequeños cerros, recostada contra un río poderoso como los hay en la América del Sur.

El castigado coche de alquiler que me conducía al centro de la ciudad, debió atravesar una periferia urbana con olores no conocidos por mí. Las ventanillas estaban bajas para que un aire refrigerador ahuyentara los húmedos calores acumulados durante el día; hasta el asiento cubierto por una basta tela de algodón crudo, de color indeciso, parecía exudar los restos de la presencia de otros pasajeros.

Pregunté al chofer, un mestizo de pelo increíblemente oscuro, de tez blanca ligeramente opaca, qué zona era aquella:

-Perdón, ¿cómo se llaman estas barriadas? Parecen de gente pobre…

La respuesta demoró unos segundos:

-Mire, patroncito, este es el barrio Lambaré, que rodea el cerro, no es alto, como puede ver…

-Veo que las casas se trepan por las laderas…

-Sí, el asunto es que tienen que bajar buscando el agua…

-¿No tienen agua corriente, servicios sanitarios…? 

-¡Qué van a tener! Echan su ty y su nepotí en cualquier sitio. ¡El agua falta en casi toda la ciudad!

-Y con el río tan cerca, ¿no?

-¿Usté, karaí, de dónde es?

-De Montevideo, Uruguay.

-Querrá decir urugua’y, río de los caracoles…

-Sí, es cierto, aunque allá creen que significa algo así como ‘río de los pájaros pintados’, bien diferente, ¿no cree?

-Hay mucha gente que sabe poco de nosotros, chamigo… Yo estudié, sin terminar carrera, por eso ando de chofer. No se gana mucho, pero uno vive…

-Sí, primero se come, después se piensa… Como, luego existo…

Arribamos al emblemático hotel Colonial, en el corazón de la capital, un sitio de hospedaje que la modernidad tardía latinoamericana haría desaparecer. El chofer me propuso mientras le pagaba:

-Si quiere dar luego una recorrida, karia’y, paso a buscarlo cuando le parezca.

-Está bueno eso, voy a la recepción para tomar el cuarto y le digo en cuál estoy, ¿ta?

-Sí, ´ta bien. Ah, ¿cuál es su téra?

-¿Mi nombre? Me llamo Saúl, es hebreo, pero mi apellido es vascuense: Valle en lo Alto…”.       

-El mío es Ceferino, mi teraite es Rodríguez de Francia…

Él esperaba una reacción de asombro ante el prestigio histórico de su apellido, aunque al primer renovador del Paraguay del siglo XIX se le aplican todavía calificativos infamantes. Por eso dije:

-Es un honor para cualquiera llevar esos apellidos, Ceferino. No creo yo que Gaspar Rodríguez de Francia haya sido un tirano, fue un original hijo de su época, opuesto a los poderes extranjeros…”  

Ceferino, sin duda emocionado en su patriotismo nacionalista, solo pudo agradecerme asintiendo con sutiles movimientos de cabeza.

A la media tarde siguiente fue a buscarme al hotel, yo lo esperaba en el vestíbulo para dar comienzo a un viaje dentro del viaje. Me pareció que el usado automóvil estaba más limpio, otras telas cubrían los asientos, los vidrios, impolutos, eran traspasados por un sol de fiebre. Antes de subir al asiento de copiloto, miré hacia un cielo de agresivo azul, por allá volaban a favor del aire dos o tres karakara o carcará, pájaros de rapiña, carroñeros que limpian de basura cárnica los campos y aun las poblaciones y las calles de los países pobres. 

-Vamos primeramente a Lambaré, ¿’ta bien?

-Sí, es buen comienzo.

Hicimos un camino diferente de los rumbos de entrada a la ciudad. Las  principales calles céntricas transformaban primeramente su suelo asfaltado en vías más estrechas, apenas empedradas, para convertirse luego de pocas cuadras en indecisos senderos de tierra colorada -tierra de trópico y subtrópico- bordeados por viviendas cuya calidad descendía a medida que nos alejábamos del centro. Casi todas tenían un breve patio al fondo, con límite de cercos de alambre o tablas ligeras; cada patio cumplía la función de huerto familiar para consumo interno. En las aceras que se confundían con los espacios de tránsito vehicular, crecían penosamente laureles blancos y rosados, y naranjos raquíticos de fruto amargo.

-Nadie recoge las nará que caen al suelo, solo los más hambrientos, o los mita’í que aquí hay cantidá, aunque sea pa’ matar la sed, ¿ve usté?

-Dices que los niños abundan…

-Sí, tenemos gurís de más, la gente no sabe cuidarse. Dicen que fabricar hijos es pa’ que los pueblos no se acaben.

-Bueno, según dicen también, tal vez fabricarlos sea el único placer de los pobres.

-Mi madre tuvo ocho, solo quedamos tres... Dos murieron de diarrea a los pocos meses, los dos mayores se fueron pa’ l’Argentina, a buscar trabajo, a veces nos escriben desde Buenos Aires. De las tres hembras, mis hermanas, le digo que una se murió en el hospital, un parto mal atendido.

Ceferino detuvo su relato, como poniendo más cuidado en la conducción de su coche. Agregó al término de un minuto:

-Mi hermana Mangarí era la menor de todas, ni dieciocho tenía… Médicos y enfermeras se olvidaron de ella, había un partido de fútbol de nuestro seleccionado y todos se distrajeron con la radio o la tele. El gurí nació por su cuenta, solita en su cama, ella apenas pudo subirlo hasta su pecho… Cuando se acordaron de atenderla, ya estaba muertita,  con el hijo ñepá y prendido a una teta. Eso nos dijeron al día siguiente, cuando fuimos al hospital… Mangarí se había internado sin saberlo nosotros, nunca supimos por qué putas no nos avisó... Ah, me disculpa por esta historia triste…   

Continuamos avanzando asediados por los polvorientos fuegos de la mañana, un silencio era necesario, un descanso para no respirar la turbiedad del pasado.

-Las otras dos estaban casadas, lejos de aquí, al norte, por Cerro Corá, ¿le suena, no? Por ahí mataron al presidente López, cuando la jodida guerra contra la Triple Alianza, casi acaban con nosotros, ¿cuánto hace? ¿más de cien años? De ahí en delante nunca nos repusimos… Pa’ mí que esa guerra todavía sigue…

-¿Y que fue de sus hermanas?

-Ah, bueno, ellas trabajaban con sus maridos, que eran hermanos, en un pedazo de tierra de poca producción. Hubo un pleito sangriento en la zona, porque los hacendados grandes y los menonitas disputaban una cuestión de límites. Otros campesinos participaron, y el ejército y los capangas o sicarios de los hacendados, hubo represión a lo bestia, una matazón que se llevó a mis hermanas y a mis cuñados, hasta les quemaron los ranchos, y no solo a ellos. Eso vino a saberse días después, yo fui a buscar los cuerpos, tenía diez años menos, un mitarusu, un muchachito. Me dijeron que toda la gente revoltosa estaba bien enterrada, en un pozo grande, en las afueras de un pueblo que se llama Pedro Juan Caballero… Quedé como vacío de mí mismo, por eso le dije que aquella guerra sigue…

El coche se había adentrado hasta las raíces de una de las laderas del cerro Lambaré. Quedó ubicado fuera del camino, protegido bajo unos naranjos de hojas deformadas por el calor. Bajamos sin hablar, Ceferino hizo cantar a la campana que colgaba de un portón de tablas carcomidas, esperamos unos minutos, una figura femenina se acercó pausadamente desde la entrada de su casa, entre esta y el portón no había más de cinco metros. La frontera del restringido terreno estaba marcada por el habitual alambrado.

El saludo de Ceferino y el diálogo posterior se dieron en lengua guaraní. Quedé fuera por un lapso indefinido. Luego, Ceferino me miró, diciéndome:

-Ella dice que nos va a dar la consulta, es una kuña paje, conoce el futuro, pasa por el presente, rechaza el pasado. ¿Le interesa?

-Claro, me interesa…

-A esto vinimos, karaí.

El portón nos dejó pasar y entramos en una habitación al fondo de la vivienda, de una sola ventana encortinada de rojo, una mesa en el medio y ninguna silla. Estuvimos de pie tal vez una hora, tal vez dos. Ella hablaba guaraní, era monolingüe cerrada, “no usa la lengua de los blancos”, dijo Ceferino.

-¿Y cómo hago para que entienda lo que le diga? -pregunté con una inesperada ansiedad.

Ceferino consultó con la mujer, me dijo:

-Solo debe escuchar, después tendrá tiempo de soñar lo que ella cante…

Porque la bruja o chamana o lo que fuera, hablaba cantando. Eso producía en mis oídos una dormidera, un abandono, una caída hacia un extraño silencio, algo que yo no conocía.

Ya de regreso, con el cerro Lambaré extraviándose entre el polvo de la primera tarde, comenté conmigo mismo y con Ceferino:

-No comprendo por qué no puedo recordar el rostro de la mujer, ni como estaba vestida, solo el paño rojo en su cabeza, solo un olor a madera quemada, madera no seca, verde…

-No se inquiete, karai Saúl, eso también lo va a soñar.

Descendí a la entrada del hotel, Ceferino no quiso aceptar el pago por aquel viaje a ninguna parte, me dijo:

Hasta aquí llegamos, le aconsejo un buen baño, una comida ligera, carne de pollo, mandioca hervida, fruta buena, agüita fresca y una siesta larga, no olvide que tiene que empezar a soñar…

Se despidió con un respetuoso apretón de mano. Era como cinco años más viejo que yo, y me trataba como a un hombre casi en la madurez.

-Usté va a regresar a Asunción, pero a partir de ahora, ya nunca nos veremos. Cuando sueñe sabrá por qué…

Permanecí a la entrada del hotel un buen rato, sin energía para subir los dos pisos hasta mi habitación. Así pude sentir un hondo olor a ropas mugrientas, a madera calcinada, a comida descompuesta, a excrementos y sueros humanos, como si aquello naciera de mi piel, de mi pelo, de mis ojos.

En las pesadillas de esa noche, hubo una gran visión de cuerpos revueltos, de soldados desnudos, de cabezas desprendidas, de manos sin dedos y dedos sin uñas, de cañones ardientes, de caballos destripados, de lanzas partiendo vientres, de sables segando gargantas, de banderas incendiadas, de un ilimitado coágulo aplastando el pasto de Cerro Corá.

Mis días restantes en Asunción resultaron una realidad transparente y turbia, pesada y leve, como escamas pesadas y plumas volanderas, “todo mezclado”, dijera Nicolás Guillén. Lunas después volví a aquella ciudad asentada sobre la unión de dos grandes ríos del Sur, no busqué a Ceferino Rodríguez de Francia, tal vez estaría peleando su guerra en alguna parte. Y los sueños continúan todavía, reproduciéndose, narrando con la voz silenciosa de la bruja lo que no quiero ver, porque a veces perdemos la chance de que el recordar sea una opción de alta libertad.  

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