jueves

ROLAND BARTHES - EL GRANO DE LA VOZ (3)


Desde el punto de vista del feno-canto, Fischer-Diskau es, sin duda, un artista irreprochable; todo, en la estructura (semántica y lírica), es respetado; y sin embargo, no hay nada que seduzca, nada que arrastre al goce; es un arte excesivamente expresivo (la dicción es dramática, las cesuras, las opresiones y las liberaciones del aliento intervienen como seísmos de pasión) y por ello mismo no excede jamás a la cultura: es el alma quien acompaña aquí al canto, no el cuerpo: que el cuerpo acompañe a la dicción musical, no gracias a un movimiento de emoción, sino por un “gesto-opinión” (1): esto es lo difícil: tanto más en cuanto que toda la pedagogía musical enseña, no la cultura del “grano” de la voz, sino los modos emotivos de la emisión: se trata del mito de la respiración. ¡A cuántos profesores de casto oído profetizar que todo el arte del canto residía en el dominio, la buena conducta de la respiración! La respiración es el pneuma, el alma que se infla o se rompe, y todo arte exclusivo de la respiración tiene la posibilidad de ser un arte secretamente místico (de un misticismo aplanado a la medida del microsurco de masa). El pulmón, órgano estúpido (¡el bofe de los gatos!), se hincha, pero no se tensa: es en la garganta donde se endurece y recorta el metal fónico, es en la máscara donde estalla la significancia, hace surgir, no el alma, sino el goce. En F.D. no creo oír más que los pulmones, nunca la lengua, la glotis, los dientes, los tabiques, la nariz. Todo el arte de Panzera, por el contrario, reside en las letras, no en el fuelle (simple rasgo técnico: no se le oía respirar, sino solamente cortar la frase). Un pensamiento extremo regulaba la prosodia de la enunciación y la economía fónica de la lengua francesa; unos prejuicios (surgidos generalmente de la dicción oratoria y eclesiástica) eran derribados. Las consonantes, de quienes se piensa con demasiada facilidad que forman el armazón de nuestra lengua (que no es, sin embargo, una lengua semítica) y a las que se impone siempre para “articular”, destacar, enfatizar, para satisfacer a la claridad del sentido, Panzera recomendaba, al contrario, en muchos casos, patinarlas, devolverles la usura de una lengua que vive, funciona y trabaja desde hace mucho tiempo, para hacer de ellas el simple trampolín de la vocal admirable: la “verdad” de la lengua residía ahí, no su funcionalidad (claridad, expresividad, comunicación): y el juego de las vocales recibía toda la significancia (que es el sentido en lo que puede ser voluptuoso): la oposición de las é y de las è (tan necesaria en la conjugación), la pureza, me atrevería a decir casi tan electrónica como el sonido estaba tenso en ellas, alzado, expuesto, mantenido, de la más francesa de las vocales, la u, que nuestra lengua no ha recibido del latín: de la misma forma, P. conducía sus más allá de las normas del cantante -sin renegar de esas normas: su era prolongada, es cierto, como en todo arte clásico del canto, pero este prolongamiento nada tenía de campesino o de canadiense; era un prolongamiento artificial, el estado paradójico de una letra -sonido, totalmente abstracta (por la brevedad metálica de la vibración) y totalmente material (por el arraigo manifiesto en la garganta en movimiento) a la vez-. Esta fonética (¿Soy el único en percibirla? ¿Es que oigo voces en el interior de la voz? Pero, ¿no es la verdad de la voz ser alucinada? ¿No es un espacio infinito el espacio entero de la voz? Este era, sin duda, el sentido del trabajo de Saussure sobre los anagramas), esta fonética, decía, no agota la significancia (esta es inagotable): al menos impone un compás de espera a las tentativas de reducción expresiva operadas por toda una cultura sobre el poema y su melodía.

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