jueves

LA TIERRA PURPÚREA (43) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XII / LOS MUCHACHOS EN EL MONTE (2)


Un estrepitoso griterío respondió de otra parte del monte, seguido por el más profundo silencio. Luego, volvió a resonar la trompeta, alarmándome sobremanera. Mi primer impulso fue montar a caballo y escaparme; pero, recapacitando, concluí que estaría más seguro quedándome escondido entre los árboles, puesto que al apartarme de ellos me verían los rebeldes, ladrones o lo que fueran. Poniéndole el freno a mi caballo para estar pronto a escaparme, le conduje dentro de un tupido matorral y allí le até. Continuó el silencio que había caído sobre el monte, y por último, no pudiendo soportar más tiempo la incertidumbre, empecé a caminar cautamente, revólver en mano, en la dirección de donde habían venido las voces. Deslizándome silenciosamente por entre los arbustos y árboles donde más tupidos crecían, llegué, por último, a la vista de un claro de dos o trescientos metros de extensión cubierto de pasto. ¡Cuál sería mi asombro al ver cerca de uno de sus bordes a un grupo de muchachos entre diez y quince años de edad, de pie y enteramente inmóviles! Uno de ellos empuñaba una trompeta, y todos ellos llevaban un pañuelo o pedazo de trapo colorado atado a la cabeza. De repente, mientras les aguaitaba, acurrucado entre el follaje, resonó estruendosamente una trompeta del lado opuesto del claro, y otro grupo de muchachos, llevando pañuelos blancos en la cabeza, se precipitaron por entre los árboles y avanzaron, dando estruendosos vivas mueras, hacia el medio del terreno. De nuevo tocaron su trompeta los cabezas coloradas y salieron osadamente al encuentro de los recién llegados. Mientras las dos bandas se iban acercando una a la otra, cada una encabezada por un muchachón que de rato en rato dirigíase a su séquito  y con violento además los arengaba como para animarles, me asombró ver que, de repente, todos desenvainaron grandes facones como los que usan los gauchos y se arremetieron con extremada furia. Al momento se formó una confusa masa que luchaba desesperadamente y lanzaba los más horripilantes gritos, brillando sus largos facones mientras los blandían a la luz del sol. Se atacaron con tal furia, que al poco rato todos los combatientes estaban tendidos en el suelo, salvo tres muchachos con distintivos colorados. Entonces, uno de esos pícaros sedientos de sangre tomó la trompeta y sonó un trompetazo en señal de victoria, acompañado de los vivas mueras de los otros dos. Mientras en esto se ocupaban, uno de los muchachos de pañuelo blanco se puso trabajosamente de pie, y empuñando un facón, acometió a los tres colorados con temeraria valentía. Si no hubiese quedado pasmado de asombro con lo que había presenciado, habría corrido en el acto a socorrer al muchacho en su desesperada empresa; pero en un instante sus tres adversarios se le fueron encima y le derribaron al suelo. Entonces, dos de ellos le sujetaron por los pies y los brazos, mientras que el tercero alzó su facón y estaba a punto de hundirlo en el pecho del prisionero que se esforzaba desesperadamente por escaparse, cuando dando un gritazo, me puse de pie y me precipité a ellos.

Inmediatamente se levantaron y huyeron, aterrorizados y gritando, hacia los árboles; entonces -¡más maravilloso todavía!- los muchachos muertos… resucitaron, y levantándose, huyeron de mí, corriendo en pos de los demás. Esto me hizo detenerme, pero viendo que uno de ellos cojeaba penosamente tras sus compañeros, eché a correr de repente y lo alcancé antes de que llegase al abrigo de árboles.

-¡Ah, señor, por Dios, no me mate! -me suplicó prorrumpiendo en lágrimas.

-¡No tengo ningún deseo de matarte, grandísimo pillo, pero mereces una buena tunda! -repliqué, pues, aunque muy aliviado por el giro que habían tomado las cosas, estaba sumamente fastidiado de haber pasado por todas estas terroríficas sensaciones sin saber para qué.

-¡Sólo estábamos jugando a los Blancos Colorados! -imploró.

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