martes

PORCA MISERIA (2) - SAÚL IBARGOYEN


LA CALLE central de aquel barrio -que aparece de golpe en mis sueños como un calmado cauce de arena oscura bordeado de árboles añejos, parientes de los plátanos que vinieron de París-, fluía en ligera bajada hacia uno de los parques más concurridos de la ciudad: un conjunto de no siempre cuidados jardines, segmentados por senderos de grava de discreta anchura y cruzados por un débil arroyo, engendrado tal vez por el lago artificial que surcaban botes a pedal y veleros infantiles; jardines que recibían el amparo de los crecidos eucaliptos, las modestas acacias, los esplendentes laureles blancos, los sauces de largas lágrimas verdes.

Los fines de semana de buen sol, saturados por los aires de templanza llegados de la muy próxima playa de enrarecidas aguas dulces, separada del parque solo por la rambla o costanera, una multitud variopinta acudía a aquellos sitios de descanso y limpia diversión, quizás a descargar las duras tensiones cotidianas o a rememorar horas o días o momentos de veloz bienestar, que a veces se confunden con la felicidad.

A un costado del lago, como enraizado en su profunda orilla, había (hay) el llamado Castillo del Parque, y en verdad lo era, como una copia en pequeño de aquellas construcciones medievales que todavía sobreviven en el imaginario popular, gracias a los cuentos de lejano origen, a los libros para ojos infantiles, al cine y la televisión, tal vez en tanto resabio cultural, pero de seguro en cuanto modelos de enajenación ideológica.

Y esto que escribo se vio ratificado en una ocasión en que, ya con más tiempo vivido y respirado, paseaba por el lado del parque adonde la vegetación era más cerrada. El susurro de la arenilla y la piedra machacada no logró ocultar una emisión de voz, más bien un gemido que traspasó ramas y hojas. Me acerqué orientando la mirada en función de aquellos sonidos que se daban en un mismo tono, y entonces vi al hombre tirado entre finos troncos, raíces salientes, hojas desmerecidas, trapos y papeles en confusión.

“¿Qué le pasa, señor?” pregunté a la figura que apenas movió la cabeza.

Mientras esperaba una respuesta, percibí hedores conocidos y no menos vomitantes, una revoltura de gases que casi podía tocar, o sea, el olor general de la miseria. No puedo llamarlo “universal”, pues nuestra especie es la costosa habitante de un ínfimo punto de materia en un mínimo rincón de una galaxia irrelevante ubicada en uno de los infinitos universos que combaten contra la Nada. Si fuera universal ese olor, ¡qué absurdo aporte habríamos dado a lo eterno que, según el Rig Veda, es uno pero tiene muchos nombres!       

El gemido se trasladó a dimensión de gruñido cuando repetí la pregunta. Por entre las ramas pude ver que el hombre alzaba una cara de asombrosa y desquiciada pelambrera, muchas canas entretejidas con endurecidos cabellos casi amarillos. La boca y los escasos dientes surgieron de la apertura del enredado bigote y la barba, otros gruñidos fueron emitidos, como tratando de copiar algún idioma humano. Los ojos apenas se abrían, apenas se cerraban, en movimientos espasmódicos e intraducibles. Vi que el cuerpo, es decir, la totalidad del hombre, estaba en situación de desnudez; a un lado, una manta de lana no muy gruesa, lastimada por manchas y fluidos orgánicos. 

Finalmente, un brazo se estiró hacia mí, la mano diestra se abría en gesto limosnero, pensé enseguida, pero no, pues la otra mano, protegida en parte por una venda de colores opacos y surcada por densos coágulos, se alzó también hasta reunirse con su hermana de cinco dedos. Digo cinco, pues la mano siniestra, en realidad, solo tenía tres: la miserable venda, en medio de un ámbito de entreluces y semi sombra no ocultaba esa ausencia.

“¿Qué necesitas? ¿Qué alguien te cure? ¿Agua, ropa, comida?” fueron mis estúpidas interrogaciones.

Hubo un gruñido casi aullado, el hombre se sentó para mirarme desde una altura más digna. Asombrosamente, dijo sin aviso:

“El que está solo no precisa nada.”

Como pude, esfuerzo de voluntad mediante, me permití señalar:

“Hay quien piensa que un hombre solo, no es nada…”

“Eso mismo -comentó en fuerte carraspeo-, eso somos, solos o con otros: nada.”

“Mira, de todos modos, voy a buscar una ambulancia, tu mano está infectada, ah, y tus pies, recién los veo bien, todos llenos de marcas, cicatrices, mataduras…”

“Más tengo en el culo, nene” y se puso boca abajo, y empezó a agitar las nalgas, temblores voluntarios y de extraños ritmos.

Entonces me aparté de aquella cueva vegetal, de aquella insólita danza, y corrí hasta el hospital para niños que estaba a unas cinco cuadras. Allí dejé la información necesaria, alegando que era un urgencia, me obligaron a exhibir un documento, enseñé mi carnet de estudiante, “enseguida salimos para ahí, no te preocupés, muchacho”.

Y salí bien de rápido hacia la costanera o rambla, pasando cerca del bello hotel adonde muriera, en 1919, el poeta Amado Nervo. Quería llegar a la facultad de ingeniería que se hallaba en construcción, un edificio que aún destaca por su imponente trazado y su ubicación casi frente al “río grande como mar”. La rápida caminata, por momentos una carrera contra mí mismo, produjo una fatiga especial que enlenteció mis últimos pasos. Busqué el sitio adonde venía a pescar, niño aventurero, en la pequeña laguna cuadrangular y paralela a la futura entrada a la facultad, pero solo había el inicio de un muro, de inaccesible altura. Detrás de él, imaginé el tiempo de limitadas pesquerías (mojarras, bagres, peces no bautizados), recordé a los dos o tres amigos que me acompañaban, cerca de ese espacio de piedras, trozos de cemento, cables perdidos, estaba la vivienda de Adán, el hombre alto, rubio, de músculos movibles y poderosos. Había alzado su hábitat clavando lonas usadas en la primera pared del edificio, aún incompleta, para sostenerlas altas con un par de palos. La cama era un montón de trapos bastante limpios, a más de una cobija de lana, recuerdo que azul con bordes dorados. Se veía un farol, de esos con mecha encendida al aceite. De un cajón junto al escaso lecho, asomaba un entrevero de posibles camisas, suéteres, pantalones.

¿Por qué Adán? ¿Quién le dio ese nombre para que hasta ahora aquel ser humano existiera en nuestra memoria? Sabíamos que vivía casi siempre desnudo, lo mirábamos tomar sus baños en la laguna, él pescaba con nosotros, en parte se alimentaba de lo que todos lográbamos capturar. Acosado por el hambre, nos decía, pero vestido y siempre descalzo, iba a procurar comida adonde le dieran, sobre todo los alimentos sobrantes que recibía de los restoranes próximos, es decir, de los cocineros que, a cambio, solicitaban sus favores. Así era, y lo supimos mucho después, un intercambio de sexo por comida. Según entendimos bajo otras lunas, su extendida cabellera rubia atraía asimismo y desmedidamente a los trabajadores de la zona; algunos le obsequiaban zapatos, que él rechazaba, o ropa diversa, que aceptaba. También supimos que a veces seducía a algún muchacho sin experiencia y su rol cambiaba. 

Los vientos sociales empujaron a mi familia hacia otras regiones de la ciudad. A veces regresaba al parque con alguna novia, a la que halagaba invitándola con un helado de crema o chocolate, hazaña económica que me conducía al desaliento si luego la muchacha perdía interés en mi presencia o no correspondía al menos con la fugacidad de un beso. Pero el rencuentro con aquel Adán destrozado y solitario, metido en un inmundo paraíso, borró todas las otras instancias que el parque me había ofrecido. En mis visitas a la ciudad natal contemplo desde la costanera el transformado hotel de Amado Nervo, el edificio completo de la facultad de ingeniería y su esplendente laguna, la sabia estatua de Confucio y la de Yemanyá, diosa de las aguas. Esa contemplación la ejerzo en días de sol abierto o en noches en que incontables focos de luz eléctrica todo lo iluminan. Miro entonces hacia los árboles que dieron techo al Edén de aquel desnudo Adán urbano y me pregunto que habrá debajo de la sombra.                

UNA PRIMA de mi madre -que me abstengo de nombrar aquí, casada con un militar de algo grado e ideología fascistoide-, a la que visitábamos con rítmica frecuencia, pues nos invitaba a comer el primer domingo de cada mes, nos dijo en cierta ocasión, ya levantados los manteles, si la acompañábamos a su recorrida dominical por la parte norte del barrio. Es decir, la sección menos favorecida económicamente, como separada de las confortables y sólidas casas de capas medias pretenciosas, construidas en los pocos periodos de bonanza que tuvo el país, al cabo de las guerras imperiales, que muchos confundieron con luchas por la democracia mundial y la libertad de espíritu.

Dijimos que sí, mi madre, mi hermana y yo. Mi padre no asistía a esas comidas porque mantenía marcadas diferencias ideológicas y partidarias con el coronel y su esposa; sus ideas eran de tono nacionalista democrático-burgués, con algún asomo de socialdemocracia.

Era más que el comienzo de una asentada tarde de otoño temprano, quizá las tres horas pasado el mediodía, que nos incitó a caminar las varias cuadras hasta una angosta avenida, de piso de tierra mezclada con grava, o sea, el límite entre las dos secciones del barrio. El cambio fue golpeante. No sé hasta ahora cuánta gente malvivía en aquellas casillas de tablas precarias, hojalata corrugada y zinc en deterioro. No había ventanas, a lo más una puerta; los techos de lámina estaban asegurados con piedras irregulares, adoquines y baldosas tal vez extraídas de plazas lejanas.

La prima, mujer de decisiones permanentes, iba guiándonos por el  callejón más ancho, una divisoria definida por los mismos habitantes, ciudadanos de cuarta categoría, que había dado simetría a la endeble planificación de tanta pobreza.

Caminamos unas cuatro cuadras, siempre hacia el norte, hasta arribar a un terreno de diezmada dimensión, con una estropeada valla de alambre y chapas oxidadas que lo protegía parcialmente del arroyo, “esa parte de la calle por donde suelen discurrir las aguas”. Al pie del alambrado se veía una canaleta plena de líquidos inclasificables, estancados, bajo el asedio de mosquitos zumbadores y moscas desesperadas de sed. Cruzamos de una zancada el arroyo paralelo y entramos por una puerta de tablas corroídas, con dos caños por jambas. En una especie de alféizar, leímos: “Shangrilá”.

Unos quince metros más adelante estaba la casucha o choza o chabola o como se llame. El terreno era expresión de un caos de basura en medio de otro mayor: el desorden vegetal que los inquilinos o propietarios habían permitido desarrollar a las simples fuerzas naturales; un desorden que, pensé como niño sorprendido, podría en un cercano tiempo cubrir cualquier trazo o señal humana que allí se hubiera registrado.

No sé bien cómo alcancé ese pensamiento, derivado de la contemplación de un futuro que se produciría con solo imaginarlo. En fin, idea e imaginación funcionando como un sueño tremendamente arraigado a la realidad tachable, respirable, rechazable.

No hubo necesidad de tocar a la vacilante puerta, pues esta era una cortina que, de seguro, había pertenecido a los grandes ventanales de las residencias burguesas de la Ciudad vieja, el núcleo fundacional de una urbe en desprolijo crecimiento.

Una voz rasposa nos recibió:

“Adelante, ¿qué viento la trajo por aquí, señora?” la cortina fue desplazada a un lado, “ah, veo que tiene compañía…”

“Buenas tardes, don Alejo, vengo con una prima y sus hijos. La tarde está linda para dar un paseíto, ¿no cree?”

“Sí, sí, está buena, pero usté sabe que nosotros no salimos mucho, en verdá, casi nada…” la voz se arrastraba un poco.

“¿Y doña Lucasia, está descansando? ¿Cómo anda de las vistas?”

Los cuatro visitantes estábamos apretados sobre el hueco de entrada, como rechazados por la densidad del humo y los vapores que indicaban una cocina en acción. Pude avanzar algo y vi una olla sobre un fuego a carbón y leña verde. El agua del recipiente estaba por hervir, y avanzando dos pasos más logré percibir, con sorpresa de niño alucinado, que ninguna otra cosa había en la olla, ni papas ni zanahorias ni fideos ni grasa ni trozos de carne.

“Mamá” casi exclamé “¡solo tienen agua caliente para comer!”

Mientras la prima culminaba su fugaz diálogo, avancé dos pasos más y entonces distinguí, pese a mi naciente miopía, a la doña Lucasia, sentada con todo y gordura en un sillón desviscerado, color nada, y vi que uno de sus párpados estaba derrumbado, y vi que el otro apenas si tapaba un ojo todo blanco, que me hizo recordar a una pelota de tenis.   

Entonces mi madre dijo:

“Nene, vení para acá, que no te dieron permiso…”

Don Alejo intervino:

“Está güeno, señora, ustedes son de la casa.”

La prima habló como quien se dirige a nadie, dijo:

“Mire, don, le traemos unas bolsitas de arroz, fideos gruesos, sal, boniatos, papa de Polonia, aceite de maíz, unas lonjas de charque, frijoles, azúcar y café. Qué bueno que ya está hirviendo el agua, así podrá preparar el almuerzo…”                

“¿De Polonia, señora? ¿Y en dónde queda eso?”

“Sí, porque fracasó la cosecha de papas en este país de haraganes y descontentos, y hubo que importar…”

Y yo, niño asombrado del comienzo de su voz personal:

“Polonia está en Europa, señor. ¿No hay polacos en el barrio? De allá vino mucha gente, me contó mi papá…”

“¡Que sabihondo en este gurí!” comentó la prima “Pero su hermana es más discreta y sabe más que él…”

Yo iba a contestar, tímido como era y aún soy, pero mi madre detuvo el impulso solo con una mirada de notable energía catalana. El vasco en mí se apartó hacia el mugrero del terreno, “lleno de silencio y de furia”, para mostrar la cara de un rapaz obediente y educado.

Alejándome, pude escuchar las costosas palabras de don Alejo:

“Gracias, gracias, señora, es una buena ayuda para estos viejos… Ah, y ese pibe parece bien avivado… De ahí va a salir un lindo hombrecito, seguro…”

“Hasta pronto, don Alejo” saludó la prima.

Al llegar a la avenida estrecha como frontera, le pregunté a mi madre, para que oyera su prima:

“Mamá, ¿por qué hay gente tan pobre? Y parecen buenos… ella está ciega y medio gorda, y él flaco como palito de dientes…”               

La prima, sin mirarme, puso sus imperiosas frases en el aire:

“Don Alejo es buena persona. Le da casi toda la comida a Lucasia. Ella está ciega desde hace tiempo, Dios vio las cosas feas que hizo y así la castigó. Tuvieron un hijo, que salió malandrín, a los quince se metió a delincuente, lo apresaron, lo sumieron en un reformatorio pero se escapó a los dieciocho y nunca más se supo de aquel desgraciado… A don Alejo lo disculpo, se rompió una pierna cuando era albañil, le corresponde la pensión mínima… Si yo no los ayudara… La verdad, que con gente así ningún país puede progresar… Ni siquiera arreglan un poco ese rancho miserable. Tenían dos o tres perros que se fueron para no morirse de hambre…”               

“¿Y usté por qué los apoya…?” no pudo mi madre evitar la pregunta, arriesgada sin duda, que el rapazuelo vasco desprendió de su boca.

La prima miró por sobre mi cabeza el apagado paisaje de la ciudad perdida, dijo:

“Dios me indicó ese camino, es una misión que debo cumplir, aunque este pobrerío incapaz no la merezca… Yo no pregunto, solo obedezco. Así como mi marido es soldado de la patria, yo soy soldado del Señor Dios. Pero basta de conversación, faltan todavía algunas cuadras…” ella había terminado su lección de autoritaria filantropía.

Dejamos a la prima en su casa, tomamos el autobús para un viaje nada breve, pregunté a mi madre:

“¿Por qué hay gente pobre?”

Mi madre, una cristiana que solo admitía a Jesucristro, su dios-hombre personal, acarició la oscurecida claridad de mi pelo, solamente dijo:

“Vasco como eres, te preguntarás eso mismo dentro de unos años…”

Mi hermana, mayor que yo, se sostuvo en su silencio habitual, como un adelanto del otro silencio que, al final de su juventud, se mezclaría con la locura.

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