jueves

LA TIERRA PURPÚREA (44) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XII / LOS MUCHACHOS EN EL MONTE (3)


Entonces hice que se sentara y me contase de este juego tan extraordinario. Me dijo que ninguno de los muchachos vivía cerca; algunos venían desde algunas leguas a la redonda y habían escogido este sitio para sus juegos por su soledad, pues no querían ser descubiertos. El juego era un simulacro de combate entre Blancos Colorados, con sus maniobras, sorpresas, escaramuzas y todo lo demás.

Por último, me compadecí del joven patriota, pues se había torcido un pie y apenas podía caminar, así que le sostuve el brazo hasta que llegamos al lugar donde estaba escondido su caballo; entonces, habiéndole ayudado a montar y dándole un cigarrillo que tuvo la desfachatez de pedirme, le dije alegremente “adiós”. Volví atrás a buscar mi caballo, empezando a hacerme mucha gracia todo el asunto, pero… ¡el caballo había desaparecido! Aquellos pícaros de muchachos me lo habían robado para vengarse, supongo, por haberles interrumpido el juego; y para que no cupiese la menor duda al respecto, habían dejado dos pedacitos de trapo, uno blanco y otro colorado, prendidos de la rama donde había atado las riendas de mi caballo. Rondé algún tiempo por el monte, y aun grité a toda voz, esperando inútilmente que aquellos malvados muchachos no fuesen a llevar las cosas hasta el extremo de dejarme sin caballo en ese paraje solitario. Pero no se veían ni oían en ninguna parte, y como hiciérase tarde y tuviera un hambre y sed atroces, por último resolví ir en busca de alguna habitación.

Al salir del monte encontré el contiguo llano cubierto de ganado que pacía tranquilamente. De haber procurado pasar por entre ellos, habría sido una muerte segura, pues este ganado medio cimarrón siempre se venga en su señor, el hombre, cuando le encuentra a pie al raso. Mientras venían de la dirección del río, paciendo lentamente y orillando el monte, resolví esperar que lo dejaran atrás antes de abandonar mi escondite. Me senté y traté de armarme de paciencia. Pues las bestias no se apresuraban y continuaron pasando al lado del algarrobal a paso de tortuga. Eran como las seis de la tarde antes de que hubieran desaparecido los más rezagados, y entonces me aventuré a salir de entre los árboles, hambriento como un lobo y temiendo ser alcanzado por la noche antes de encontrar alguna habitación. Me habría alejado unas diez cuadras del monte, y caminaba apresuradamente en dirección del Yí, cuando, al pasar por encima de una loma, me encontré de repente cara a cara con un toro que estaba tendido en el pasto, rumiando tranquilamente. Por desgracia, el bruto me vio al mismo tiempo y se levantó en el acto. Tendría, creo, unos tres o cuatro años, y un toro de esa edad es aun más peligroso que uno mayor, siendo igualmente feroz y mucho más ágil. No había refugio de ninguna clase cerca, y sabía muy bien que el tratar de escapar corriendo sólo aumentaría el peligro; así que después de observarle durante un momento, me hice el indiferente y seguí caminando; pero el toro no iba a dejarse engañar de esa manera y empezó a seguirme. Entonces, por la primera, y -¡Dios quiera!- la última vez en mi vida, me vi obligado a recurrir al sistema gaucho, y echándome en el suelo boca abajo, me quedé ahí haciéndome el muerto. Es un expediente detestable y peligroso, pero en las circunstancias era el único que ofrecía alguna esperanza de escapar a una muerte sumamente horrorosa.

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