La lengua, según dice Benveniste, es el único sistema semiótico capaz de interpretar a otro sistema semiótico (sin embargo, pueden, sin duda, existir obras límites, en el curso de las cuales un sistema simula interpretarse a sí mismo: El Arte de la Fuga). ¿Cómo la lengua, por tanto, se las arregla cuando debe interpretar la música? Al parecer, muy mal.
Si se examina la práctica corriente de la crítica musical (o conversaciones “sobre” la música: a menudo equivalentes), se advierte claramente que la obra (o su ejecución) jamás es traducida bajo otra categoría lingüística que la más pobre: el adjetivo. La música es, por tendencia natural, aquello que recibe, inmediatamente, un adjetivo.
El adjetivo es inevitable: esta música es esto, esta interpretación es aquello. Sin duda, desde el momento en que hacemos del arte un sujeto (de artículo, de conversación), no nos queda otro camino que predicarlo: pero en el caso de la música, esta predicación adopta fatalmente la forma más fácil, más trivial: el epíteto.
Naturalmente, este epíteto, al que se va y se regresa por debilidad o fascinación (pequeño juego de sociedad: hablar de una música sin emplear nunca un solo adjetivo), este epíteto tiene una función económica: el predicado es siempre la muralla con la que el imaginario del sujeto se protege de la pérdida de que está amenazado: el hombre que se provee o a quien se provee de un adjetivo es, ya herido, ya gratificado, pero siempre constituido; existe una imaginaria de la música, cuya función es tranquilizar, constituir al sujeto que la oye (¿sería que la música es peligrosa -vieja idea platónica-? ¿Abriéndonos al goce, a la pérdida? Muchos ejemplos etnográficos y populares podrían tender a probarlo), y este imaginario llega inmediatamente al lenguaje a través del adjetivo. Debería ser reunido un dossier histórico a este respecto, dado que la crítica adjetiva (o la interpretación predicativa) ha alcanzado, a lo largo de los siglos, algunos aspectos institucionales: el adjetivo musical se hace, en efecto, legal, cada vez que se postula un ethos de la música, es decir, cada vez que se le atribuye un modo regular (natural o mágico) de significación: entre los antiguos griegos, para quienes la lengua musical (y no la obra contingente), en su estructura denotativa, era inmediatamente adjetiva, al estar ligado cada modo a una expresión codificada (rudo, austero, orgulloso, viril, grave, majestuoso, belicoso, educativo, altivo, fastuoso, doliente, decente, disoluto, voluptuoso); y entre los románticos, desde Schumann a Debussy, que sustituyen o añaden a la simple indicación de los movimientos (allegro, presto, andante) predicados emotivos, poéticos, cada vez más refinados -dados en lengua nacional, de forma que disminuya la huella del código y desarrolle el carácter “libre” de la publicación (sehr kräftig, sehr präcis, spirituel et discret, etc.)
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