XI / LA MUJER Y LA CULEBRA (4)
Por la noche volvió el juez y luego oí un furioso altercado entre él y su mujer. Puede que esta deseara que me hiciese cortar la cabeza. Cómo terminó la disputa no podría decirlo; pero al encontrarlo a él, después, se mostró frío, y se retiró a su pieza sin haberme dado la oportunidad de hablarle.
A la mañana siguiente, m levanté resuelto a no permitir que nada impidiese mi partida. Tendrían que hacer algo o vérselas conmigo. Al salir para afuera, cuál sería mi sorpresa al ver mi caballo ensillado junto a la tranquera.
Entré en la cocina y le pregunté al de los botones dorados -el único en pie- qué significaba eso.
-¡Quién sabe! -respondió cebándome un mate-. Tal vez sea que el juez quiere que usté se vaya antes que él se levante.
-Qué te dijo él? -pregunté.
-¿Qué me dijo? ¡Nada me dijo! ¿Qué habría de decirme?
-¿Pero supongo que serías tú el que ensillaste mi caballo?
-¡Por de contao! ¿Quién otro lo haría?
-¿Fue el juez que te dijo que lo hicieras?
-¿Dijo? Pues, ¿por qué habría de decírmelo?
-¿Cómo puede saber, pues, si él quiere que me vaya de su linda casa? -le pregunté, empezando a enojarme.
-¡Qué pregunta! -respondió, encogiéndose de hombros-. ¿Cómo sabe usté cuándo va a llover?
Viendo que era enteramente inútil tratar de sonsacarle algo a este individuo, acabé mi mate, encendí un cigarrillo y abandoné la casa. Era una hermosísima mañana, sin una nube, y el pesado rocío sobre la hierba brillaba como gotas de lluvia. ¡Qué cosa tan deliciosa era poder lanzarse al galope otra vez, libre para ir adonde uno quisiera!
Y así termina mi relato de una culebra, que quizá no sea muy interesante; pero es auténtico, y por ese motivo tiene una ventaja sobre todos los otros cuentos de culebras que relatan los viajeros.
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