XI / LA MUJER Y LA CULEBRA (1)
Volví pensativo, porque después de haberle hecho ese insignificante servicio a Marcos, empecé a sentir cierto remordimiento, y también dudas, respecto de la estricta moralidad de todo aquel asunto. Admitiendo que al sacarle sus desventurados pies del cepo había hecho una buena acción enteramente digna de elogio, ¿podía eso justificar la adulación que había empleado para ganar mi objeto? O, expresándolo brevemente en las palabras del tan conocido adagio: ¿puede el fin justificar los medios que se emplean? Por supuesto que sí, y en casos muy fáciles de imaginar. Supongamos, por ejemplo, que tuviese un amigo muy querido, enfermo, nervioso y de delicada salud a quien se le hubiese metido en la cabeza que había de morir en cierta noche cuando el reloj estuviera dando las doce. Yo, en tal caso, sin consultar a ningún perito en materia de ética, me pasearía rápidamente por la pieza de mi amigo, manipulando con disimulo sus relojes, hasta que los hubiese adelantado todos una hora, y en el momento preciso en que fueran a dar las doce de la noche, le mostraría triunfalmente mi reloj, informándole, al mismo tiempo, que la muerte había faltado a la cita. Un engaño de esta naturaleza no se le haría cargo de conciencia a ningún hombre. El hecho es que las circunstancias deben siempre tomarse en cuenta, y que cada caso debe ser juzgado según sus propios méritos. Pues bien, el asunto de la llave y el cómo lo obtuve no era uno que yo pudiese juzgar, por haber yo mismo hecho el papel principal; le tocaba más bien a un sutil erudito casuista. Por consiguiente, tomé nota, con la intención de plantearle el caso imparcialmente a la primera persona así dotada que encontrase. Habiendo dispuesto de este modo, de un asunto fastidioso, sentí un gran alivio, y volví otra vez a la cocina. Pero no bien me hube sentado, cuando descubrí que quedaba todavía por arrostrar una de las desagradables consecuencias de mi acción, o sea el titulo de la obesa dama a mi imperecedera devoción y gratitud. Me recibió con los labios que se deshacían en sonrisas; y las más dulces sonrisas de algunas gentes con que uno se encuentra, son menos soportables que las más torvas miradas. Para defenderme, me hice el que no podía más de sueño, y puse la expresión más estúpida que pude darle a mi fisonomía, que es tal vez de por sí demasiado franca. Fingí no oír, o entender mal todo lo que me decían; por último, era tanto el sueño que parecía tener, que más de una vez estuve a punto de caerme de la silla, y después de cada exagerado cabeceo, levantaba la cabeza precipitadamente y miraba con vagos ojos a mi rededor. Mi pequeño iracundo dueño de casa apenas podía disimular una plácida sonrisa, pues jamás en su vida habría visto a nadie con un sueño tan atroz. Por último, reparó, misericordiosamente, que yo parecía estar cansado; y me aconsejó que me fuera a la cama. De muy buena gana me retiré, siguiéndome con su mirada un par de ojos tristes y reprensores.
Dormí profundamente en la cómoda cama que me había provisto mi rolliza Gulnare, hasta poco después de rayar el día, cuando me despertaron con su canto los numerosos gallos de la estancia. Recordando que debía encepar a Marcos antes que se presentara en escena el iracundo don Fernando, me levanté y vestí a toda prisa. Encontré al mugriento soldadote de los botones dorados ya en la cocina tomando su matutino mate amargo, y le pedí que me prestara la llave del cuarto del prisionero, pues así me había dicho que hiciera la señora. Se levantó y él mismo fue conmigo a abrir la puerta, no queriendo, sin duda, confiarme la llave. Cuando abrió la puerta, nos quedamos algún tiempo en silencio… ¡la pieza vacía! El prisionero había desaparecido y una gran abertura en el techo de totora mostraba cómo y por dónde se había escapado. Mucho me irritó la que nos había jugado el tipo, y sobre todo a mí, porque hasta cierto punto era yo el responsable. Por fortuna, el soldadote que abrió la puerta no pensó por un momento que yo pudiese haber sido su cómplice; observó, sencillamente, que por lo visto, los soldados, la noche antes, debieron de haber dejado el cepo sin echarle llaves, de modo que no era de extrañar que el prisionero se hubiese escapado. Cuando se levantaron los demás, se habló el asunto con muy poca excitación o interés, de lo que deduje que el secreto de la fuga quedaría entre la dueña de casa y yo. Esta buscó la oportunidad de hablarme a solas, y meneando su rollizo dedo índice en señal de fingido enojo, me susurró-:
-¡Ah, joven engañador! ¡Usté lo arregló todo con él anoche, y yo sólo he servido de instrumento!
-¡Señora! -protesté con dignidad-, le aseguro, palabra de inglés, que jamás tuve la menor sospecha de que ese hombre tuviera la intención de escaparse. Estoy sumamente fastidiado con lo que ha sucedido.
-¿Qué cree usté que me importa un bledo que se haya escapado? -respondió-. ¡Ay, amiguito lindo!, si lo tuviera en mi poder, con qué gusto abriría por usté las puertas de todos los presidios de la Banda Oriental!
-¡Por Dios, señora, que usted es zalamera! Pero debo ir ahora donde su marido para peguntarle qué piensa hacer con el prisionero que no ha intentado fugarse –y con esa excusa me escapé.
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