miércoles

LA TIERRA PURPÚREA (35) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


X / ASUNTOS RELACIONADOS CON LA REPÚBLICA (3)

Nos llevaron, entonces, a una media legua de Las Cuevas, donde vivía el juez con su familia. Su residencia era una casa de estancia, sucia y muy descuidada, con numerosos perros, gallinas y chiquillos en rededor. Nos desmontamos y se nos condujo inmediatamente a una gran sala en la que encontramos al magistrado sentado a una mesa cubierta de papeles. Dios sabrá de qué se trataban! El juez era un hombrecillo de escasa talla, de enjutas facciones, bigotes y barbas encanecidos, tiesos como cerdas y erizados como los mostachos de un gato; y sus ojos, o por mejor decir, uno de ellos -pues sobre el otro llevaba atado un pañuelo de algodón- chispeaba de rabia. No bien hubimos entrado, se abalanzó a la pieza en pos de nosotros una gallina seguida por su cría de una docena de pollitos; estos se distribuyeron inmediatamente por el suelo en busca de migas, mientras que la madre, más ambiciosa, voló sobre la mesa, desparramando los papeles a derecha y a izquierda con el viento que produjo.

-¡Que mil demonios se lleven a estas malditas aves! -gritó el juez, levantándose enfurecido-. ¡Mirá, hombre! ¡Andá a buscar a tu patrona y traéla pacá en el acto! ¡Decile que yo mando que venga!

Esta orden fue cumplida por la persona que nos había anunciado, un tipo mugriento, de cara atezada, vestido con un andrajoso uniforme de soldado; y en dos o tres minutos volvió seguido por una mujer gordinflona muy desaliñada, apareciendo, sin embargo, de muy buen humor, y que en llegando, se dejó caer rendida en una silla.

-¿Qué pasa, Fernando? -preguntó, respirando con dificultad.

-¿Qué pasa? ¿Cómo podés tener la desfachatez, Toribia, de hacerme esa pregunta? ¡Mirá nomás el revoltijo que han hecho tus malditas gallinas con mis papeles!... ¡Papeles que atañen a la seguridad de la República! ¿Qué medidas vas a tomar, ¡mujer!, para que esto no se vuelva a repetir antes que yo haga matar a todas tus gallinas?

-¡Pero, Fernando! ¿Qué querés que yo haga, hijo? ¡Tendrán hambre, supongo! Yo que creía que me habías hecho llamar para pedirme mi opinión respecto a estos prisioneros… ¡Pobres infelices! ¡Y aquí me traés vos con tus gallinas!

La apacibilidad de Doña Toribia obró como aceite sobre las llamas del furor de su marido. Este se abalanzó por la sala aquí y allá, volteando las sillas a patadas, y lanzándoles a los pollos reglas y pisapapeles, con intento, al parecer, de matarlos, pero con pésima puntería, gritándole, alzándole la mano a su mujer, y cuando ella se reía, amenazándola con meterla en el cepo por contumacia. Por último, después de grandes dificultades, se consiguió hacer salir a todos los pollitos, y se puso al sirviente que guardara la puerta, con órdenes terminantes de degollar al primero que procurase entrar mientras se tomaban las medidas del caso. Habiéndose restablecido el orden, el juez encendió un cigarrillo y empezó a serenarse.

-¡Proceda! -dijo al oficial desde su silla al lado de la mesa.

-¡Señor juez! -dijo el oficial-. Cumpliendo con mi deber, he prendido a estos dos forasteros que andan sin pasaporte u otro documento cualquiera que compruebe lo que dicen. Según lo que cuentan, el joven este es un millonario inglés que anda por el país comprando estancias, y el otro, su pión. Hay veinticinco razones para no creerles jota de lo que dicen; pero no tengo el tiempo ahora para dárselas a conocer. Habiendo encontrado cerradas las puertas del juzgado, los he traído por acá a costa de grandes inconvenientes; y ahora sólo estoy esperando que usté despache este asunto, sin más demora, para tener un poco de tiempo y atender a mis propios asuntos.

-¡No me trate usté tan perentoriamente, señor oficial! ¿Qué se figura usté que yo no tengo también asuntos particulares que atender, o que el Gobierno les da de comer y viste a mi mujer y a mis hijos? ¡No, señor! ¡Seré el sirviente de la república, pero no el esclavo!; y permítame hacerle presente, señor oficial, que los asuntos oficiales deben despacharse durante las horas de oficina y en su propio lugar.

-¡Señor juez! -dijo el oficial-. Soy de opinión que un magistrado civil nunca debiera meterse en asuntos que incumben más propiamente a las autoridades militares; pero ya que estos asuntos se arreglan de otro modo, y que tengo la obligación de venir, en primer lugar, con mis informes a usté, estoy aquí solo para saber -sin meterme en ninguna discusión acerca del puesto que ocupe usté en la república- ¿qué es lo que debe hacerse con estos dos hombres que he traído?

-¿Qué debe hacerse con ellos? ¡Mándelos al mismo diablo si quiere! ¡Degüéllelos, suéltelos, haga lo que le dé la gana, puesto que usté es el responsable de ellos y no yo! Y tenga la más completa seguridad, señor oficial, que no dejaré pasar un informe respecto al lenguaje insubordinado que se ha permitido usar con sus superiores.

-¡No me asustan de ningún modo sus amenazas, señor Juez! -respondió el oficial-; porque no es posible ser culpable de insubordinación contra una persona a quien no se le tiene la menor obligación de obedecer. Y ahora, señores -añadió el oficial dirigiéndose a nosotros-, me han aconsejado que los ponga en libertad; ¡pueden seguir viaje!

Marcos se puso apresuradamente de pie.

-¡Sentate, hombre! -gritó el enfurecido magistrado, y el pobre Marcos, muy cabizbajo, volvió a sentarse-. Señor teniente -continuó el iracundo viejo-: puede usté retirarse. La república que usté pretende servir, estaría, quizás, igualmente bien servida sin su valiosa cooperación. ¡Váyase, señor, a atender sus asuntos particulares y deje aquí a sus hombres para que cumplan mis órdenes!

Se levantó el oficial, y después de hacer una profunda e irónica reverencia, giró sobre sus talones y salió de la pieza.

-Lleven a estos dos hombres y métanlos en el cepo -prosiguió el pequeño déspota-, pues los interrogaré mañana.

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