sábado

FERNANDO AINSA EXCLUSIVO DESDE ESPAÑA


La confesión tácita del fracaso filosófico ante la muerte, lo que Miguel de Unamuno llamó “la capitulación del silencio” me llevó a titular mi libro CAPITULACIONES DEL SILENCIO Y OTRAS MEMORIAS que acaba de publicar Ediciones Olifante de poesía. En él, uno de los textos trata directamente del tema de la muerte, “Papá se topa con el muro”, y creyéndolo alusivo a esta fecha en que en todo el mundo se conmemora “el día de los difuntos” lo adjunto.

PAPÁ SE TOPA CON EL MURO

Desde que recuerdo a mi padre lo veo rodeado de libros.
Era un diletante de la cultura y los temas de su biblioteca, que había concentrado en el segundo piso de su casa en Montevideo, desde cuya ventana veía el Río de la Plata
(y era testigo de las tormentas que agitaban sus aguas pardas)
tan variados como sus intereses: musicales,
(empedernido melómano, había fundado con unos amigos el Club uruguayo de amigos de Mozart)
pictóricos
(con pesados álbumes de reproducciones de museos europeos, láminas pegadas en páginas acartonadas, desde el Ermitage al Prado)
y literarios: biografías, diarios íntimos, memorias
(Valey, Amiel, Gregorio Marañón y Samuel Pepys, ocupando un lugar de honor).
Libros con los que había ido cubriendo las paredes de ese despacho en el que se había refugiado con los años, entre los que no era ajena la poesía y algún libro de filosofía, un inevitable Shopenhauer con sus cáusticas frases sobre las mujeres.
Cuando fue envejeciendo mi padre empezó a preocuparse de la muerte
              (de su muerte)
En cada uno de mis viajes a Montevideo me hablaba de su creciente obsesión y de las lecturas que iba haciendo sobre el tema que lo carcomía:
esa muerte que inexorablemente se le avecinaba.
Tenía unos ochenta y cinco años y sabía que su tiempo restante era escaso. Hablaba de la muerte como de un muro cada vez más próximo, la pared contra la que inevitablemente chocaría. Leía sin parar sobre “el fin a que nos abocamos todos” y me pedía que le trajera libros o me los encargaba para que se los mandara por correo.
Curiosamente, no eran las suyas preocupaciones religiosas o metafísicas, sino antropológicas: el ser humano ante la muerte, según las civilizaciones y los períodos históricos.
Le mandé o le llevé en mano en mis viajes anuales, los clásicos sobre el tema de Louis Vincent Thomas, Philippe Ariès y su Historia de la muerte en Occidente, la reflexión sobre la desacralización del morir de Edgar Morin; Mourir autrefois de Michel Vovelle, estudioso de las “actitudes” ante la muerte y la “soledad de los moribundos” que enfrenta Norbert Elias.
Me los comentaba luego con el entusiasmo de un joven universitario, preparando su tesis de “pasaje al más allá” a defender ante un tribunal extraterreno. Enumeraba ritos africanos o de perdidas islas de la Polinesia y recordaba los curas seguidos de presurosos monaguillos llevando los Santos Óleos de la extremaunción al domicilio de agonizantes y las puertas con crespones negros de su infancia zaragozana.
No faltaban en sus evocaciones los recuerdos sobre antepasados provectos sobrepasando los noventa con donaire, aunque la sombra de su padre
              (mi abuelo, al que no conocí, fallecido antes de mi nacimiento)
muerto a los cincuenta y seis años, ennegrecía sus expectativas.
Con los años —ya cercano a los noventa— la idea de la muerte cobró otra dimensión: la existencialista, con Miguel de Unamuno, su autor preferido. Tenía en su despacho las obras completas editadas por la Universidad de Salamanca en dieciséis tomos, con marcas de papelitos referentes al tema.
Una muerte que “vendrá de noche, sí, vendrá de noche,/ su negro sello servirá de broche/ que cierre el alma,/ vendrá de noche sin hacer ruido…”.
Una muerte como la que sufre la madre de Augusto Pérez,
el protagonista de Niebla:
“lenta, grave y dulce, indolorosa, que entró de puntillas y sin ruido, como un ave peregrina, y se la llevó a vuelo lento, en una tarde de otoño”;
muerte que Unamuno describe como un “ensimismamiento”, un levantar muros desde adentro, en esa “soledad sustancial”, la “capitulación del silencio” que es el acto de morir.
Detrás del sillón de ruedas
—donde estaba confinado desde hacía un par de años—
mi padre tenía un cuadro de Bacci Venuti representando a Petrarca, víctima de un síncope mortal, caído sobre un libro abierto: “Así me quiero morir yo,”—me decía—“leyendo” y recitaba párrafos enteros de “En la muerte de Laura” y El triunfo de la muerte de ese autor que había descubierto en la búsqueda de textos que calmaran su creciente obsesión.
En esos años escuchaba
—y me hacía escuchar en su compañía—
el Lied La muerte y la doncella de Franz Schubert, interpretado por el Cuarteto Möebius, tarareando su melodía con una creciente melancolía.
A veces creí adivinar en sus ojos, el velo indisimulado de las lágrimas.

En la biblioteca de mi padre había un estante con rarezas bibliográficas.
No es que fuera un bibliófilo, sino que, simplemente, las había ido acumulando al azar de frecuentar mesas de libros de ocasión en la calle Policía Vieja o la feria de Tristán Narvaja de Montevideo.
Entre esas rarezas tenía libros de los procesos de la Inquisición en la isla de Mallorca, donde se describía con lujo de detalles la agonía de judíos condenados a morir en la hoguera, actas que había comprado en una subasta
(en un remate, como se dice por esas latitudes)
de la calle Cerrito.

Vagamente me había prometido:
“Esos libros serán para ti. Tienen mucho valor. Podrás venderlos bien, tú que vives ahora en España”, pero el tiempo pasaba y en cada uno de mis viajes, los libros seguían allí, en ese estante donde habían sido colocados hacía mucho tiempo.
(¿quince, veinte años o más?)
Cuando festejamos sus noventa años y viajé especialmente a Montevideo, pareció llegado el momento. Con solemnidad y la voz temblorosa me dijo: “Llévate los libros que te prometí. Tómalos, ahora son tuyos”.
Y fue mi gesto al aproximarme a esos volúmenes encuadernados en viejo cuero curtido, ordenados en su estante, el que desencadenó la inesperada tragedia. Al intentar cogerlos, al sacarlos de donde siempre habían estado, se descompusieron en un polvillo que sacudió el aire.
Diminutas polillas salieron de sus páginas agujereadas, trozos de papel se esparcieron a nuestro alrededor y tras los lomos que apenas se habían sostenido unos a otros,
carcomidos,
la nada desmenuzada pareció invadirlo todo.
Mi padre, desconcertado, prorrumpió en sollozos, murmurando: “Así terminaré pronto: carcomido, reducido a polvo”. Eso: “aniquilado y convertido en polvo”, repetía.
Y no hubo quién lo consolara.

Desde ese día, mi padre no fue más el mismo. Pareció perder el escaso rumbo que le quedaba. “El muro” con el que había identificado a la muerte, estaba cada vez más cerca y un par de meses después me llamaron por teléfono para decirme que se había topado finalmente con ella.

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